Cuando era pequeño mi madre solía decir: «Lo poco agrada, lo mucho empacha». Lo repetía a todas horas (o eso creía yo), aunque no viniera a cuento. En mi época adolescente, como hemos hecho todos, me esforzaba por llevarle siempre la contraria: que si no tenía razón, que si estábamos en dos mundos diferentes y todas esas cosas de chiquillo. Sin embargo, con el tiempo he entendido un poco a qué se refería, y sin darme cuenta me lo he aplicado en lo que a la música se refiere.
Y es que, lamentablemente, me suele pasar que grupos que me molan (véanse Riverside, Leprous o Soen, por poner algún ejemplo) me acaban saturando si publican material nuevo en un lapso relativamente corto de tiempo (pongamos cada par de años), independientemente de si éste es bueno o no.
Me pasó un poco lo mismo con Devin Townsend, el multiinstrumentista canadiense, empecinado en romper estereotipos y reinventarse una y otra vez con el paso de los años. Me flipó su Ocean Machine: Biomech (1997) y me conmovió su Empath (2019), pero he pasado más bien de puntillas por sus últimos discos. No obstante, una cosa está clara: a un tío que lleva publicados nada más y nada menos que 22 álbumes de estudio no lo puedes subestimar, así que me puse manos a la obra y me llevé una grata sorpresa al escuchar su último trabajo, PowerNerd (2024), que, sinceramente, ha sido un soplo de aire fresco. Vamos a analizarlo.
El disco empieza con la canción que le da título, «PowerNerd», que suena como un martillo. Riffs brutales, ritmos frenéticos y la sensación de estar escuchando el primer álbum de un chaval que acaba de empezar y que se quiere comer el mundo. En ciertos momentos me parecía estar escuchando a una banda de power metal, ya que el ritmo de la canción es realmente trepidante.
«Falling Apart» es un tema mucho más reconocible, más propio del Devin Townsend que yo conozco. Aquí nos recuerda que no se limita solamente a rasgar la voz, sino que también goza de un tono de lo más bonito, al que sabe cómo darle un buen uso. La melodía a dos voces con Tanya Ghosh hace que la canción tome impulso y suba de intensidad hasta un nivel perfecto.
En «Knuckledragger» nuestro viejo amigo da rienda suelta a su imaginación y le aporta una flexibilidad al tema que hace que la escucha sea superdivertida. Si hay alguien que pueda hacer una mezcla de rock progresivo con música industrial, añadiendo toques electrónicos que recuerdan a sonidos de máquinas retro arcade y un ritmo de percusiones tribales a mitad de canción, es él; Devin Townsend en toda su esencia.
«Gratitude» empieza como los grandes temas, directamente con el estribillo, sin ningún as en la manga. Aquí la cosa se pone seria, profunda, con guitarras acústicas y un estribillo épico, de los que te sigues repitiendo en la cabeza una y otra vez.
Tras «Dreams of Light», un corto interludio con guitarra y voz, el disco entra en otra dimensión con «Uvelia», que sigue la línea solemne que marca el álbum. Aquí las líneas de bajo (del propio Devin) destacan mucho, lo que me hace pensar en lo inteligente que es el canadiense, ya que en este tipo de formaciones en las que el artista graba casi todos los instrumentos, además de encargarse de la composición, este instrumento no suele sobresalir. Sin embargo, esta canción no sería la misma sin ese toque sólido de los graves. Además, el tema tiene el mejor estribillo del disco, bajo mi punto de vista. Quizá no sea el más pegadizo, ni el más bonito, pero tiene una modulación espléndida en sus fases que lo hace brillar.
Y qué mejor manera de romper el disco que con «Jainism», con el que vuelven las dinámicas pesadas y progresivas. Gracias a temas como este Devin goza de una muy buena acogida entre el público amante del prog, ya que, aunque él reniegue un poco del género de manera irónica (se marcó todo un monólogo al respecto en el Be Prog! del 2017), está claro que sus composiciones van mucho más allá del epic rock. Sin necesidad de meterse en métricas complejas o compases irregulares, esta canción gustará y mucho a los fanáticos de los patrones complejos.
El álbum cae de nuevo en la melancolía en «Younger Lover», una balada que me recordó un poco a Radiohead en sus primeros compases; esa caída en el verso y las guitarras acústicas le dan forma a esta pieza tirando incluso a romántica, sin perder la esencia del disco. El final del tema enlaza directamente con el siguiente, «Glacier», la clásica canción que puedes encontrar en cualquier disco de Devin Townsend, con los recursos habituales. Eso sí, la modulación de las voces con autotune en el verso me hace pensar que el canadiense quiere estar siempre a la última. ¿Qué más da? En una composición con tan buen gusto tienen cabida todos los elementos que se le ocurran.
Casi cerrando el disco llega «Goodbye», un título que ya es toda una declaración de intenciones. Aquí nuestro amigo decidió que sería buena idea incorporar motivos más alegres, casi rozando el punk-rock clásico de principios de los 2000. Es lo que tiene tocar todos los palos.
Y al fin llega la joya de la corona: «Rubby Quaker». Si alguien os pregunta qué hace Devin Townsend, ponedle este tema. Lo que a priori parece una cantinela publicitaria de un anuncio estadounidense de cereales se transforma en un rock and roll de pura cepa (con reverb en la voz incluida) en el que no falta de nada. Cuando aún estamos digiriendo este cambio de estilo el tema se rompe con un blastbeat seguido de motivos deathmetaleros al más puro estilo Dethklok que dan entrada a un pasaje progresivo que por nada del mundo hubiera imaginado oír. Sin parar de evolucionar, el escalado de guitarra vuelve al estribillo, pero esta vez de un modo más duro, marca de la casa. La mente burbujeante del compositor queda plasmada en esta canción, y el grito final, el mismo con el que empieza el disco («¡PowerNerd!») acaba de rematar esta obra maestra.
La calidad sonora del disco es un aspecto destacable, ya que, además de contar con un excelso equipo técnico, tanto en la producción como en las mezclas, también están involucrados una serie de músicos de primer nivel, entre los que destacaría al conocido teclista Diego Tejeida (Haken), además de los habituales Mike Kelleany y Darby Tordd.
Estos 44 minutos de LP son todo un viaje a través de la mente única del músico canadiense, quien, a pesar de llevar más de treinta años en activo, parece que aún tiene margen de innovación en sus composiciones. Y espero que siga así, para no tener que darle la razón a mi señora madre.