No recuerdo en qué momento exacto yo y mi mejor colega de adolescencia decidimos que aquél debía ser nuestro primer gran concierto internacional del género que nos apasionaba: el heavy rock. A decir verdad, solo habíamos escuchado una canción, la urgente «2 Minutes to Midnight», del nuevo álbum (finalmente publicado dos días antes del anhelado evento) que presentaba una de nuestras bandas favoritas, la afianzada Iron Maiden, pero aquella cita se antojaba antológica. Y si la memoria no me falla, convencer a mis padres resultó una tarea menos ardua y complicada de lo que me esperaba. Que nos acompañara un adulto (en realidad, un monitor de colonias, que tenía un buen saque cervecero) y la complicidad de mi hermana (11 meses menor que un servidor), que también había pedido permiso para asistir al recital del multinstrumentista Mike Oldfield en el estadio de la UE Sant Andreu, en el marco del Discovery Tour (un bolo al que me hubiera encantado ir, pero me tocó escoger), fueron los determinantes factores que nos facilitaron la adquisición de las correspondientes entradas físicas. Pero aquel ticket tricolor, escasamente agraciado aunque bastante adecuado de precio (comparado con los actuales), mostraba un dato del que nos faltaba la primordial información: ¿de qué palo iba el grupo telonero?
La tarde del miércoles 5 de septiembre de 1984, en los aledaños del destartalado Palau Municipal d’Esports de Montjuïc, un metalhead impecablemente uniformado nos aclaró que Accept ejecutaban un estilo sonoro muy parecido al de los navarros Barricada. Por descontado, tras contemplar atónitos, desde nuestros asientos centrales de gradería, la potente descarga del conjunto germánico, nos dimos cuenta de que la supuesta similitud con el agreste cuarteto pamplonica era absolutamente errónea. Para rematar la jugada, a nuestro novato juicio, las marciales huestes lideradas por aquel frontman bajito se comieron en dicha velada a los idolatrados cabezas de cartel, principalmente por culpa de un setlist que abarcó más de la mitad del temario insertado en el aún desconocido Powerslave (incluso la larga y progresiva “Rime of the Ancient Mariner” recibió unos cuantos silbidos del respetable).
Poco tiempo después, mi camarada de fechorías se compró y me dejó Balls to the Wall (1983), el elepé que hoy cumple su 40º Aniversario y que, en mi opinión, sigue siendo el disco indispensable de la formación teutona. Seguramente, muchos discreparéis de esta categórica afirmación, destacando por encima esenciales trabajos como Breaker (1981), Restless and Wild (1982), Metal Heart (1985), mi segundo preferido, o alguno de los últimos lanzamientos con el cantante estadounidense Mark Tornillo, pero sobre gustos no hay nada escrito. Mezclado notablemente por el productor Michael Wagener, el quinto redondo de los alemanes aúna a la perfección la garra de sus inicios con una comercialidad espléndidamente ajustada, a través de lo que desprenden la emblemática pieza homónima; la vacilona “London Leatherboys”; la intensa “Head Over Heels”; las compasivas “Losing More Than You’ve Ever Had” y “Guardian of the Night”; las ardientes “Love Child” y “Turn Me On”; las rápidas “Fight It Back” y “Losers and Winners”; y la emotiva balada de clausura “Winter Dreams”. Todo empaquetado bajo una icónica foto de portada, quizás inspirada en las imágenes que presidían las carátulas de Sticky Fingers (1971) de los Rolling Stones y Too Fast for Love (1981) de Mötley Crüe, que fue tildada de homo erótica por los sectores conservadores de la época.
Probablemente, Balls to the Wall no sea una obra que alteró el curso del panorama musical, pero para nosotros siempre representará un instante fundamental de nuestras vidas.