Tan pronto me enteré del cierre de la Sala Rocksound, que no por esperado dejó de ser una sorpresa desagradable, me fui de cabeza al calendario para ver a cuál de los conciertos que aún estaban programados podía asistir para despedirme de ella con todos los honores. Por desgracia, entre que mi agenda suele ser bastante caótica y que las medidas y protocolos que azotan nuestro complejo presente prohiben aforos de más de 25 personas (lo que significó el sold out casi inmediato de los conciertos de bandas como Santacreu, por ejemplo, al que hubiera ido a gusto), mis opciones acabaron limitadas a una: la primera noche del festival Rootsound, protagonizada por un chico llamado Agustí Burriel tocando versiones de country con el único acompañamiento de su guitarra.
A pesar de haber asistido y disfrutado de más de una sesión enmedio del bosque cuando vivía en Australia, he de avisar que el country no está precisamente entre mis géneros favoritos, y el nombre de Agustí Burriel tampoco me sonaba de nada a pesar de que, por lo que parece, resulta ser una pequeña personalidad en la para mí bastante desconocida escena rockera clásica barcelonesa. Así que por puro descarte, y quizás con una pizca de resignación, acabé comprando mi entrada (en estos días de aforos ridículos ni me atrevo a pedir un pase de prensa…) para la segunda sesión de la jornada de este jueves sin tener mucha idea de lo que me iba a encontrar pero con todas las ganas de gozar al máximo de mi última noche en Rocksound.
Ya había oído voces sobre ello, pero creo que no estaba del todo preparado para mi desoladora llegada a este Poble Nou que nos propone la nueva normalidad. La calle Almogàvers estaba totalmente patas arriba y no había absolutamente ni un alma a mi alrededor. Bares cerrados con la única excepción del kebab de al lado del Pepe, con su dueño sentado solo y aburrido en la terraza, y una sensación prácticamente apocalíptica que me recordó los peores días de confinamiento. Los solares que rodean Rocksound, vacíos desde hacía ya años, se veían hoy más amenazadores que nunca, listos y preparados para engullir el pequeño reducto que se erige aún en la esquina y que pronto se convertirá en un nuevo bloque de pisos impersonal, genérico y tan caro como muchos de los que ya se han ido erigiendo en la mayoría de viejos solares de un barrio que pierde un poco más de su esencia año tras año.
Después de tomar algo con unos amigos en la también casi desértica Sonora, nos dirigimos puntualmente hacia las puertas de Rocksound para debatir un rato con Miki y con Manel, hermano de Antonio Celeiro y responsable de Producciones Acaraperro, organizadora de este ciclo de conciertos de música americana y raíces llamado Rootsound que empezó el año pasado con tanto éxito y que, en este 2020, ha conseguido tirar adelante con un formato mucho más intimista y menos ambicioso. Hablando con ellos (y también con Antonio una vez dentro), encontré más positivismo y resignación de lo que me esperaba. Probablemente ninguno de ellos ambicionaba haber llegado a los doce años de existencia (la certeza de que un día u otro la sala se iba al suelo es algo que es vox pópuli desde el primer día), así que de una forma u otra se palpaba un cierto agradecimiento a los años vividos e, incluso, una tímida y positiva esperanza de cara al futuro.
Durante estos últimos meses he asistido a un par de conciertos al aire libre (Los Tiki Phantoms y The Lizards en el Castell de Montjuïc y Toundra en el Parc del Fòrum), pero aún no había tenido la oportunidad de visitar una sala en estas nuevas circunstancias (algo normal, de hecho, porque casi todas están aún cerradas). Para cumplir con las medidas y las distancias de seguridad, se repartieron cinco o seis islas de mesitas del Ikea + cajas de cervezas a modo de sillas (sillas poco preparadas para hombretones de noventa kilos, todo hay que decirlo) que servirían para mantener a la gente en su sitio y a salvo de posibles contagios (ehem). En total, una capacidad para unas 25 personas más camareros y demás personal, que al ser un concierto con dos sesiones, permitió que casi cincuenta personas (digo casi porque parece que hubo algunos que repitieron) tuvieran la oportunidad de escuchar las rendiciones de Agustí Burriel tenía preparadas para nosotros.
Con el delicioso retraso habitual al que nos tiene acostrumbrados esta sala, Agustí se subió al pequeño escenario de la sala, agarró su guitarra acústica y, tras avisar que él no es guitarrista, explicó un poco de qué iba a ir la cosa. Para empezar, más que en el country él se suele mover más bien en el rock and roll, el rockabilly y demás estilos cincuenteros, y de hecho es conocido por su trabajo como vocalista de los magníficos The Velvet Candles, como presentador habitual de El Toro Records y del divertido y afamado Screamin’ Festival de Calella (al que yo mismo he asistido un par de veces), y como protagonista principal de sendos tributos a Elvis Presley y Frank Sinatra. Con estas credenciales (de las que me he enterado a posteriori), no es de extrañar que se comiera la sala con insultante facilidad a base de carisma y vozarrón, satisfaciendo así a los que lo conocían e impresionando a los que no (entre ellos, a mí) con un repertorio más cercano al rock clásico que al country más ortodoxo.
Mentiría si dijera que me sonaron ni tan siquiera la mitad de los temas que interpretó, pero en la hora y media larga que estuvo sobre el escenario nos entretuvo con un amplio espectro de rendiciones a clásicos que fueron desde el propio Elvis a Eddie Cochran, Lee Hazelwood, Don Gibson o la vertiente más crooner con Ricky Nelson y su «Lonesome Town». Entre las pocas canciones que conocía de verdad estaba el «Sweet Mary Lou» del propio Nelson o el «King of the Road» de Roger Miller, pero a medida que los papeles con las letras ya interpretadas se iban acumulando por todo el suelo del escenario, cayeron otras piezas muy disfrutables como el «It Takes People Like You» de Buck Owens (un tema que a mí me recordó a una especie de NOFX acountryzados) o la también conocida «Lady Bird», en las que Agustí hizo especial gala de su envidiable potencia y control vocal.
De cara a la recta final del concierto, el protagonista de la velada se hizo acompañar de algunos artistas invitados. Primero fue James Vieco quien se subió al escenario para interpretar un par de temas, entre ellos la conocida y preciosa «Wicked Game» de Chris Isaak que les quedó fantástica con dos voces tan distintas. La siguiente en subir fue Anita de Anita O’Night and the Mercury Trio, que contribuyó con su potente y melosa voz a un par de canciones de Ella Fitzgerald («Ain’t Nobody Business But My Own» sonó especialmente bien), mientras que el último en compartir tablas con Agustí fue el saxofonista Spencer Evoy, que ayudó a cerrar el concierto con un par de divertidos clásicos más como esa que dice eso tan western de «hippie-a-yeeei, hippie-a-yooo» y que fue coreado por toda la sala. Tras casi cuatro horas sobre el escenario (recordemos que ofreció dos pases), Agustí puso el punto y final definitivo a la noche con una versión de Ennio Morricone, cuyos silbidos hicieron que se partiera la caja en más de una ocasión, acabando así entre risas y una sincera ovación por parte de la gente que ocupaba la sala.
A priori, y asumiendo que me iba a encontrar ante un concierto de country al uso, mi intención original era la de añadir el prefijo «La crónica improbable» a este artículo. Pero a la hora de la verdad, la propuesta de Agustí Burriel me pareció la mar de disfrutable y no tan desconocida para mí, así que a pesar de no poder levantarnos y pegarnos unos bailoteos (la situación era totalmente propicia para ello), lo cierto es que lo pasé muy bien y se me hizo bastante corto. Una vez el protagonista se bajó del escenario y recogió todos sus papeles, pudimos saborear nuestros últimos chupit…. ehem, minutos en la sala, departiendo con todo el mundo en un ambiente familiar, alegre, cercano y distendido y saliendo por última vez (almenos en mi caso) de la puerta de Rocksound con el excelente sabor de boca que ya resulta habitual y que, sin duda, echaré mucho de menos.
Va a ser complicado que, cuando entremos por fin en el mundo post-Covid, el propio Antonio Celeiro encuentre un lugar con la magia que tiene Rocksound. Pero la intención está inequívocamente ahí, y al final lo que convierte un local en un sitio especial y carismático es el trabajo y el cariño de las personas que lo llevan y de los que asisten día sí día también a los conciertos que ahí se programan. Barcelona necesita un Rocksound, así que por el bien de todos, esperemos volver a encontrarnos pronto. Es una pena no poder despedirla con una semana de fiestas enloquecidas y conciertos a rebentar, pero quién más quién menos, hemos tenido la oportunidad de irnos pasando estos días y presentar nuestros respetos a la que es, para muchos, la sala más auténtica de la ciudad.
¡Larga vida, Rocksound! Gracias por todo y hasta pronto.
Siempre me ha encantado escribir y siempre me ha encantado el rock, el metal y muchos más estilos. De hecho, me gustan tantos estilos y tantas bandas que he llegado a pensar que he perdido completamente el criterio, pero es que hay tanta buena música ahí fuera que es imposible no seguirse sorprendiendo día a día.
Tengo una verborrea incontenible y me gusta inventarme palabras. Si habéis llegado hasta aquí, seguro que ya os habéis dado cuenta.