A mediados de los noventa, Anathema fueron una de las bandas clave de mi menú musical. Junto a sus compatriotas Paradise Lost y, en menor medida (en mi mundo, que no en calidad, relevancia global), junto a los también ingleses My Dying Bride, plantaron en mí la semilla de un doom metal que me iba a acompañar un buen puñado de tiempo y que sigue formando parte de mi ADN. Las tres bandas lideraron desde su Liverpool natal un movimiento extremadamente influyente que, en el caso de Paradise Lost y, sobretodo de Anathema, abandonaron muy rápidamente para explorar otros caminos muy alejados de esas primeras inquietudes (para alegría de unos y desesperación de otros, como suele pasar en estos casos).
El disco que a mí me flipaba de verdad de estos chicos que nos incumben hoy era el The Silent Enigma (mucho más que los anteriores The Crestfallen, Pentecost o Serenades que parecen ser los favoritos de la mayoría de los doomeros trves). Aún hoy me sigue pareciendo espectacular (y ya tendré tiempo de revisarlo el año que viene en motivo de su vigésimoquinto aniversario), con canciones tan brutales como «Restless Oblivion», «Shroud of Frost», «Sunset of Age», «Cerulean Twilight» o «A Dying Wish». Ante una banda que ha evolucionado tanto a lo largo de los años no me atrevo a decir tajantemente que algo que hicieron al principio de su carrera sea su pináculo compositivo, pero sin duda se trata de uno de sus discos más conseguidos y de los que más disfruto.
En el siguiente Eternity decidieron prescindir totalmente (y ya para siempre) de los guturales y de las voces agresivas que aún habían asomado un poco el morro en su disco anterior, pero eso no es óbice para que siga siendo un gran trabajo. Para mí también es especial porque con la combinación entre «Sentient» y «Angelica» que lo abre me había pegado unas lloreras brutales. Coincidió con una época en que pasé una crisis seria con mi primera novia adolescente (de la que ya he hablado en alguna que otra de esas reseñas retrospectivas de la época -¡si ella supiera!-), hasta el punto de llegar a dejarlo de forma totalmente melodramática (acabamos volviendo al cabo de poco, pero eso yo entonces aún no lo sabía). Para fustigar mis penas, y en un alarde de masoquismo injustificado, me ponía el disco este de marras una vez tras otra y joder, menudos llantos que me pegaba. Qué ganas también, ¿no?
Y a partir de ahí, la nada. A ver, ellos siguieron sacando discos (algunos de muy buenos y otros que menos), pero yo ya dejé de hacerles caso. Supongo que oí en algún sitio que se habían pasado al rock alternativo, y yo, que entonces era un poquito true (pero no mucho), los aparté despechadamente de mi vista (así es el truismo, despechando de oídas, oye). Además, ya he explicado mil veces mis devaneos musicales en esos tiempos: hardcore, post hardcore, post rock, metalcore y mil historias más me mantuvieron ocupado durante unos años en los que dejé un poco de lado alguno de los géneros que más me interesaron cuando empecé a meterme en todo esto. Entre ellos el doom metal.
Por algun motivo u otro (quizás porque Spotify apareció en mi vida, no os extrañe, pero ahora no lo recuerdo exactamente), los redescubrí en 2010 en motivo de la salida de We’re Here Because We’re Here. A la que vi su publicación me apeteció pegarle un orejazo, más por curiosidad que por otra cosa, y lo cierto es que me pareció un discarral impresionante (al igual que me parecieron – y parecen – el siguiente Weather Systems y, en menor medida, también Distant Satellites). Aunque lo que hacían no tenía nada que ver con lo que me había enamorado de ellos en mis años mozos, esas canciones me parecieron tener una elegancia y una sensibilidad espectaculares. Gracias a ello me despertaron de nuevo el gusanillo y me puse a bucear en esos discos que había ignorado por completo, encontrando por supuesto algunas gemas maravillosas.
Todo eso lo digo porque creo que Judgement es un disco del que no llegué a escuchar nada en absoluto hasta mucho tiempo después de que saliera, con lo que cualquier valoración que haga pasa obligatoriamente por alto su significancia histórica y sufre el lastre de no haber formado parte de mi etapa formativa musical. Y quizás por este hecho, no puedo evitar dejarlo un poco entre dos aguas: es evidente que se trata de un trabajo valiente, variado y notablemente inspirado, y también lo es que algunas de sus canciones son sencillamente espectaculares. Pero no es menos cierto que hay cosas que, escuchadas en la distancia del tiempo, me pasan un poco sin pena ni gloria.
(Por cierto, para los nuevos: Sí, llevo seis párrafos de «reseña» y aún no he hablado directamente ni de la banda ni del disco. ¡Bienvenidos! :-D)
Ahora sí, vamos allá. Para empezar, la inicial «Deep» es maravillosa. Con un punteo inicial acojonante y una línea vocal fantástica, se las apaña para ser rockera, energética e infecciosa y, a la vez, etérea, atmosférica y deliciosamente dulce. Una de las canciones más directas y más dinámicas del disco, y también una de las que más me gustan y a la que desearía que dieran más chance en directo, ya que me parece un hitazo en toda regla. «Pitiless», por su parte, ahonda en esa vena alternativa que empezaron a explorar ya en Alternative 4 y que tanta controversia les acarreó entre sus seguidores de siempre. Tanto la voz como la instrumentación llegan a recordar por momentos a bandas como Pixies, Sonic Youth o incluso Placebo sin perder la esencia siempre taciturna de Anathema. La canción enlaza maravillosamente con «Forgotten Hopes», el primer corte 100% melancólico y que nos recuerda por fin a los Anathema que conocemos, con esos grandes pasajes acústicos y esa guitarra shoegazera y espacial tan típica de la banda.
El sorprendente interludio instrumental «Destiny is Dead», que también enlaza perfecta y cuidadosamente con el corte anterior, supone un cambio total de espíritu, con unos arreglos ambientales y una guitarra y un bombo rítmico e insistente que le dan un cierto aire indie / americana. Enseguida creemos volver a territorios conocidos con «Make it Right», una canción que parece continuar fielmente con lo apuntado en «Forgotten Hopes» a base de melodía, sentimiento y melosidad. Pero enseguida el ritmo sube ligeramente, y la aparición de unos sintetizadores muy protagonistas la acerca, y mucho, al rock gótico o al synthwave. Es curioso porque en el tono vocal, Vincent Cavanagh recuerda y mucho a Marius Duda de Riverside, hasta el punto que me parece probable que el genial vocalista y bajista polaco se haya mirado un poquito aquí.
Con «One Last Goodbye» llegamos al indudable punto álgido del disco. Este tema es de llorera total y, seguramente, es y ha sido desde el primer día una de las canciones más importantes, sentidas y significativas de la historia de la banda. Los hermanos Cavanagh la escribieron en recuerdo a su madre, fallecida pocos meses antes, y no tengo demasiadas palabras para describirla: sencillamente, me parece un temazo perfecto. Melodías maravillosas, sentimiento a flor de piel, dulcísima tristeza que supura por todos sus poros y una letra sencilla y fabulosa la convierten en un tema único que merece un lugar de privilegio en el olimpo universal de la melancolía. Te-ma-rra-co.
Nos pillan aún enjuagándonos las lágrimas y enseguida tenemos que volver a desenfundar los kleenex para disfrutar de la preciosa, dulce y sencilla «Parisienne Moonlight», donde no necesitan más que un piano, una tímida guitarra acústica y una evocadora y etérea voz femenina (la de Lee Douglas, que hace su debut aquí) para ponernos los pelos como escarpias en tan solo dos minutos de nada. También el tema título empieza un poco de ese palo, pero el crescendo que va pegando poco a poco es verdaderamente de aúpa (y un poco raro), hasta acabar a toda leche e, incluso, soltando gritos desgarrados. La parte final mola lo suyo, pero para acabar con el sí pero no pero no pero sí de manual que es, el final inexplicablemente abrupto nos deja a todos con el culo torcido y con más arena que cal entre las manos.
Con «Don’t Look Too Far» volvemos de nuevo a la dulzura, la melancolía y a muchas de las fórmulas que tan bien les han funcionado a la banda a lo largo de su carrera. Aquí, de todas maneras, contrastan con el wha-wha y el aire a Radiohead del estribillo, que a pesar de raro queda bastante bien. Con un título como «Emotional Winter» ya se puede imaginar uno por donde van los tiros, pero el rollo tan floydiano que exhuda este tema quizás nos pilla un poco por sorpresa. Aún así, o quizás gracias a ello, se trata de una canción preciosa y evidentemente emocional, con melodías magníficas y sentimientos a flor de piel tanto en los momentos más acústicos como cuando la cosa se engorila un poco más.
La desgarrada «Wings of God» va directamente al grano con unas guitarras muy potentes y a veces lloronas, mientras que «Anyone, Anywhere» me parece uno de los mejores momentos del disco: un temazo magnífico que brilla especialmente en los momentos en los que la voz y el piano se encuentran para intercambiar emociones y engancharnos a la belleza de sus melodías. La final «2000 & Gone» (que supongo que se refiere al temido año que estaba entonces al caer) es más ambient que otra cosa y, quizás, podríamos considerarla incluso prescindible. Con un ritmo repetitivo y una guitarra etérea que va haciendo sus cositas por encima, nos dice adiós lentamente hasta alcanzar una especie de fade out orgánico que me deja un pelín insatisfecho.
Anathema siguió reinventándose con Judgement, un eslabón más en un viaje que nunca se ha parado y del que aún no se atisba su final. Mucha gente reniega de la actual reencarnación de los ingleses, algo que empezaron a hacer ya en esa época, pero nadie les puede negar la valentía y las ganas de explorar nuevos caminos. Este disco que hoy cumple veinte años es quizás uno de los más representativos de toda su carrera, con temas tan icónicos como «Deep» o «One Last Goodbye» y joyas menos apreciadas como «Parisienne Moonlight» o «Anytime, Anywhere». No es un disco perfecto, está claro, pero se trata de una escucha obligada para cualquiera que quiera entender la evolución y el genio de los hermanos Cavanagh.
Siempre me ha encantado escribir y siempre me ha encantado el rock, el metal y muchos más estilos. De hecho, me gustan tantos estilos y tantas bandas que he llegado a pensar que he perdido completamente el criterio, pero es que hay tanta buena música ahí fuera que es imposible no seguirse sorprendiendo día a día.
Tengo una verborrea incontenible y me gusta inventarme palabras. Si habéis llegado hasta aquí, seguro que ya os habéis dado cuenta.