Anunciamos los ganadores de la 3ª edición del Certamen literario de narrativa corta musical Science of HCXHC

Como cada día de Sant Jordi de los últimos tres años, procedemos a anunciar los ganadores y ganadoras del certamen literario de narrativa  corta musical que organizamos junto a nuestros amigos de Hardcore Hits Cancer y que alcanza ya su tercera edición. No sé si porque no hemos insistido tanto en la difusión o porque la pandemia ha destrozada la motivación y la inspiración de nuestros escritores, lo cierto es que en esta es hemos recibido menos propuestas que otras veces. Eso ha sido una pequeña pena, pero lo bueno es que no están en absoluto exentas de calidad.

Antes de anunciar quiénes son los ganadores, queremos presentaros al jurado de este año, que ha estado formado por:

Este año, al igual que en la edición anterior, entregaremos Primer, Segundo y Tercer Premio, así como tres accésits, que consistirán en libros, discos y merchandising de nuestros colaboradores HFMN Crew, Century Media Records, Star Books, Proyecto Rockin’ Ladies, Hardcore Hits Cancer y algunos otros.

¡Muchas gracias a todos y todas por participar y muchísimas felicidades a los seis premiados y premiadas! Aquí tenéis por fin los seis relatos y os deseamos que disfrutéis de la lectura. En los próximos días nos pondremos en contacto con vosotros para concretar las entregas.

Accésit #3: «Un día más, un día feliz» por Jose Ignacio Eslava

— Buenos días cariño mío. Hoy toca levantarse, tienes que ir al trabajo – susurró suavemente su madre al oído de Lucas.

— Buenos días mamá – contestó Lucas entre sonriente y dormido. Solo trabajaba tres días a la semana, pero amaba su trabajo. Durante dos horas aproximadamente, interpretaba canciones al aire libre para un mismo público más o menos fiel en eso de prestarle atención. Eso no le importaba demasiado, los conocía a todos y sabía que disfrutaban al igual que él  de ese momento.

Lucas tenía 18 años y era un chico “especial”. Y  para todo el pueblo, era especial, en el buen sentido. Lucas no conocía la codicia, la envidia, la soberbia.  Para él su mundo era su pueblo , su guitarra, y sobre todo su madre. Ella enseguida supo que si algún don le faltaba a su hijo, desde luego no era el de la música. Así que le regaló una guitarra en su décimo cumpleaños. Y Lucas, como buen cabezota que era, dedicó muchísimas horas en los siguientes 8 años y consiguió llegar a ser un buen intérprete. Se echó la guitarra al hombro y se despidió de su madre con un sonoro beso. Ella lo miró hasta que le perdió de vista con gran orgullo. Lucas se estaba convirtiendo en un hombre, aunque para ella siempre sería su niño.

Después de un paseo de unos 20 minutos que disfrutaba mucho,  llego al pequeño tablado donde daría su concierto. Allí como siempre estaba su jefe esperando a recibirle. Arturo era su jefe, además de su padrino. Lo quería como a un hijo, pero en contra de lo que muchos pensaban no lo había contratado solo por eso. Realmente estaba convencido que era bueno para su negocio, su ahijado tocaba muy bien la guitarra y además, de alguna manera, contagiaba esa forma simple y alegre de ver la vida. Él siempre se quedaba un rato a escucharlo, cuando Lucas cogía su guitarra era todo pasión. Le hacía a uno sentirse feliz de ver su cara y de como disfrutaba

— Buenos días Lucas. ¿Has dormido bien?. No se como estará tu público de exigente hoy.

— Hola tío.  Si, he dormido muy bien. Además he soñado que hoy daré un buen espectáculo y que incluso puede que me pidan un bis. ¿ Te imaginas?- dijo todo orgulloso.

— Claro que sí – contesto él. – A por ellos tigre!

Lucas ya no había hecho caso al comentario,  se encontraba  sacando la guitarra de su funda y desde ese momento todos sus sentidos se centraban en ella. Se sentó en la silla, le dio los últimos toques de afinación y se dirigió a su público que ya se estaba concentrando en las primeras filas.

— Buenos días a todos, espero que os guste mi actuación de hoy. Y entonces un coro de voces variopintas  y sin ningún orden contestó – Muuuuu!!

Allí estaba su público,  un grupo de unas treinta y cinco vacas que pastaban libremente en un prado y de las que Arturo estaba convencido que su leche era de mejor calidad desde que Lucas tocaba su música entre ellas. En el mundo que Lucas tenía en su cabeza, ellas entendían que él era alguien realmente especial. Y viendo cómo ellas lo miraban y lo aceptaban, debía de ser verdad.

Cuando acabó el concierto, su padrino le dio un sobre con 100 euros y lo llevó a casa. Su madre lo estaba esperando en la puerta y cuando se acercó,  lo primero que hizo Lucas fue entregarle el sobre con los 100 euros.

— Mira mamá,  aquí traigo el sueldo. – Su madre lo miró y se lo comió a besos .


Accésit #2: «Concierto sentido» por Pako de la Parra

Era viernes por la tarde y en escasas dos horas comenzaría el concierto que  llevaba más de un año esperando, por fin podría volver a ver en directo a LOS  FAKERS. Una maldita pandemia lo había ido postergando una y otra vez. Pero  ahora sí, la vacuna estaba funcionando y aunque fuera con un tapabocas, se  volvía a permitir la realización de conciertos.

Llevaba días reescuchando los temas de la banda, uno por uno. Empapándome  de aquellas canciones que tanto me habían ayudado a superar mis adicciones y  a no pensar en mi enfermedad.

Comencé a fumar a los 14 años y acabo de cumplir cincuenta. Tabaco del  bueno, genuino rubio américano. Aquel que anunciaba un cowboy alto y guapo  encendiendo un cigarrillo con un bello atardecer de fondo. Cosas de la vida que aquel actor acabó falleciendo de una enfermedad pulmonar vinculada al  consumo de la marca que él mismo anunciaba. Total, que he estado fumando  durante trenta y cinco años, hasta que hace dieciséis meses me diagnosticaron  cáncer de pulmón en fase dos y decidí dejarlo. No fue fácil, es lo que tienen las  adicciones, pero el deporte me ayudó mucho, sobretodo correr. Me convertí en  un puto runner. Hacía dos sesiones diarias de unos ocho kilómetros, salía a  correr a primera hora de la mañana, antes de ir a trabajar y por la noche, antes  de ir a dormir. Siempre con unos auriculares y siempre con la música de LOS  FAKERS a todo volumen, motivándome en cada zancada. Hacían una especie de  street punk acelerado, un poco a lo Cockney Rejects o Cock Sparrer pero  cantado en catalán y con unas letras muy afiladas y directas de crítica social  contra el sistema establecido. Fui constante en mi abstinencia, y aunque sufrí  mucha ansiedad, no tuve ninguna recaída. A los seis meses fui a una nueva

revisión oncológica y sorprendentemente el tumor había desaparecido. La sala donde se iba a realizar el concierto estaba a unas ocho paradas de  metro de donde vivía y como quería llegar con suficiente antelación, comencé a  prepararme. Como ya nos habían avisado de que no habría servicio de barra,  saqué de la nevera seis latas de cerveza para llevarlas, comprobé que tenía la  entrada en la cartera, y me comí una galleta de marihuana. Cierto, no lo he  comentado pero aparte del ejercicio y de la música, la marihuana también me  ayudó mucho a superar todo aquello, me relajaba y me ayudaba a desconectar. Salí del metro y observé que estaba oscureciendo. Comencé a caminar calle  abajo mientras una sonrisa se dibujaba en mi cara, estaba a sólo tres calles de  volver a sentirme libre disfrutando de un concierto en directo. Vi un banco vacío  y me acerqué a sentarme, saqué la entrada y la miré de nuevo “LOS FAKERS en  concierto. Sala ROCKSOUND”.

Abrí una cerveza y cerré los ojos para saborear  ese momento previo e imaginar con que tema comenzaría la actuación. No sé  exactamente cuanto tiempo pasó, pero cuando volví a abrir los ojos ya no era  de noche, ni estaba sentado en un banco en la calle, ni tenía una cerveza en la  mano. Estaba en una habitación iluminada por unos fluorescentes, sentado en  un sillón con unos tubitos que me salían del dorso de la mano e iban a un  gotero que había colgado de un palo. Pero sí que tenía la entrada algo arrugada  entre las manos, me la acerque para poder leerla bien “23ª SESIÓN DE  QUIMIOTERAPIA, DURACIÓN 6 HORAS”

Eso sí, tenía puestos los auriculares y estaba escuchando el tema con que iba a  comenzar el concierto “LLuita”

Fuck Cancer


Accésit #1: «Dazed and Confused» por Laia Torruella

Siempre pasaba por la misma calle cuando me dirigía al trabajo. Después de tanto tiempo, el piloto automático tomaba las riendas desde mi mismo portal. Durante los (aproximadamente) veintitrés minutos de camino, mi mente vaga por el blanco infinito. El final del trayecto era esa tienda tan grande de electrodomésticos a la que iba, de lunes a sábado (los jueves tenía fiesta), desde hacía más de siete años. Soy informático, y por eso me hago cargo de la sección de ordenadores (y complementos). Vender no me hace feliz, pero puedo aconsejar a los clientes gracias a mis conocimientos. Vivo solo. Vivo con mis discos y mis bajos. El Fender Jazz Bass, igualito que el de John Paul Jones en la peli “The song remains the same”, es la niñita de mis ojos. Me encanta relajarme tocando la intro de “Dazed and confused”, me ayuda a meditar.

Era sábado. El agotamiento de la semana daba mucha responsabilidad al piloto automático, que tenía que estar pendiente (además de seguir la ruta) del color de los semáforos de peatones que iba encontrando a mi paso. Estaba, más o menos, a mitad de camino, me faltaban unos diez minutos para llegar al trabajo, cuando recuperé el control de mi cuerpo repentinamente. Me quedé paralizado, y los músculos de mi cuello giraron mi cabeza para llevar mi vista a un balcón abierto, desde el cual sonaba el riff de “Whole lotta love”. Alguien estaba tocando la guitarra, y, muy bien, además. Seguí mirando a ese balcón, esperando ver a la persona que estaba tocando. La música se detuvo, igual que mi corazón. Algo en mi interior, algo muy abstracto, me daba una sensación extraña. Mi curiosidad estaba atenta. Pude ver una silueta que cruzaba rápidamente la ventana. Fueron milésimas, pero recabé toda la información que pude sobre ese minúsculo instante. Y me había enamorado. Creí ver un fogonazo resplandeciente, acompañado de una melena oscura y ondulante. Lamentablemente, el ángulo no era el mejor para ver su cara, pero seguro que era hermosa (y le gustan los Zeppelin,…) y toca su guitarra cual ángel su lira!

Seguí mi camino como flotando unos centímetros sobre la acera, mirando al cielo y sonriendo como un niño de familia humilde que recibe exactamente aquello que había pedido a los reyes magos. Ese sábado en el trabajo se me pasó volando. Cuando terminó mi turno me fui a casa, y lo primero que hice al llegar fue coger mi Jazz Bass y tocar la base de “Whole lotta love”. «Joder, parece una señal. Tengo que decirle algo.»

Pasaron fácilmente tres meses. Cuando pasaba por delante de su casa, casi siempre estaba tocando algo de Led Zeppelin (recuerdo Kashmir, Stairway, Rock’n’Roll…). Volvía a ser sábado. Yo estaba en la tienda atendiendo a un chaval de veinte años que quería comprarse un teclado gamer, cuando mi cuerpo, sin preguntarme antes, se agitó al observar con el rabillo del ojo esa silueta, ya conocida, aunque solo la había podido ver tres veces. Estaba en la sección de Compact Disc, cómo no, en el apartado de rock. Acabé rápido la venta del teclado y fui a observarla desde el pasillo de pop internacional. Mi cuerpo entero palpitaba. Nunca había podido ver tanto de esa belleza. Alcanzaba a ver esa melena oscura, casi negra, que tanta fantasía me había causado, y unos hombros esbeltos, que se movían elegantes. Se me escapó un «perdona,…», y cuando quería seguir «…eres tú quien vive al lado del bar del Antonio y toca la guitarra…», se giró hacia mi, y, por encima de su barbilla, y por debajo de su bigote, una voz grave me dijo que sí, que acababa de llegar al barrio hacía pocos meses, que teletrabajaba, y que había estado tocando casi cada día esperando que alguien acudiera a su reclamo. La verdad es que, según decía, le gustaría montar un grupo tributo a Led Zeppelin, porque «¡Nunca habrá suficientes grupos tributo a Led Zeppelin!». Pasaron, fácilmente, treinta segundos. Me había bloqueado. Me había confundido. La primera palabra se atascaba, pero el resto de palabras la empujaron. «Yo… Yo toco el bajo…». «En serio?» me dijo, «pásate por mi casa mañana, hombre, y tocamos alguna. A ti cuál te gusta de los Zep?» 

«A mi? Dazed and confused». Y me partí la caja durante más de media hora.


Tercer Premio: «Mina» por Judit Medina Morato

Ella, se sentaba frente al piano, medio desnuda, algunos mechones de su larga cabellera oscura y ondulada caían sobre su espalda y las telas de seda blanca que le rodeaban el cuerpo me dejaban vislumbrar una figura de la que nunca me podría cansar. Ella, mi Mina, esperaba a que entrara por la puerta de esa cámara, cuyas paredes tantas veces nos habían visto caer en la tentación de devorarnos el uno al otro, para empezar a entonar una melodía que, como tantas historias cuentan, hacía brotar la ternura y al mismo tiempo la violencia que se puede esconder en los gestos apasionados de cualquier bestia que espera ese momento de disfrutar de su víctima.

Esa melodía era su llamada, mi llamada, entrábamos en un mundo en el que no existía nada más que el rojizo de sus mejillas, el calor de su cuerpo y el latido de su corazón reflejado en el punto perfecto de la garganta por el que se concentraba gran cantidad de sangre en vena.

Empezaba tocando las teclas del piano lentamente mientras clavaba sus ojos, oscuros como sólo yo puedo serlo, en los míos, el piano era yo, y se había aprendido de memoria cada uno de los poros de mi piel, y yo los de la suya. Tal y como aceleraba el ritmo sobre las teclas, aceleraba el ritmo del latido de mi corazón, para entonces vivo. Me anunciaba lo que iba a pasar y se iniciaba un frenesí que amaba mantener contenido hasta el último segundo mientras yo dejaba caer mi hombro en el marco de la puerta y la observaba concentrado. Mi atención caía sin remedio en esa escena alumbrada por las velas que reposaban en los candelabros de metal.

Las primeras notas sonaban tímidas entre las paredes frías de piedra robusta, con suaves puntos agudos que Mina sabía hacer brotar en el momento preciso para tenerme pendiente de sus manos. Deseaba que la velocidad de sus dedos aumentara para restar tiempo hasta acabar en esa cama de sábanas rojas. Entonces se concentraba para hacer que las notas se juntaran cada vez más las unas con las otras hasta que ella misma se volvía canción, una canción que se alargaba hasta que, al llegar el alba, nos dábamos cuenta de que las velas, así como nosotros, ya se habían consumido.

Lejos han quedado esas noches y aunque en mi recuerdo de mente y corazón inmortal esas velas siguen encendidas, la mente de Mina ha cambiado. Ella muere, y resurge en el cuerpo de otra persona, siempre con su pelo negro azabache y con ojos profundos como puñales. Como alguien ya dijo alguna vez, he seguido cruzando océanos de tiempo por ella, espero a que llegue a mis oídos esa melodía en cada siglo, su llamada, que por alguna razón la sigue guardando en un rincón de su alma humana sin darse cuenta del dolor que padezco al acercarme a su ventana y verla mover los mismos dedos encima del piano, un piano que cambia con ella.

El rojo de sus mejillas y labios es insostenible en mi pensamiento y aunque confieso que incontables veces he fijado mis pupilas muertas en su cuello, ese que tantas veces había besado, su fragilidad como mortal y mi obsesión por observarla sin que se percate de ello hace que sea intocable para mí. Seguiré esperando el eco de esas notas en cada vida que ella empiece hasta que el anhelo de tenerla entre mis brazos venza mi voluntad.


Segundo Premio: «Inefable» por Oscar Quintana

Anoche estuve bailando en sueños sobre un escenario de tablones agrietados al  son de la melodía más hipnótica que en mi vida haya escuchado. Anoche estuve bailando  en sueños en un salón desierto para un público conformado por un centenar de butacas  vacías. Anoche la música más bella que un dios pueda imaginar derribó la puerta de mi  consciencia con una fuerza tan arrolladora como delicada.

Esta mañana me ha despertado la cadencia final de la más extraordinaria sinfonía  que el hombre pueda imaginar. Los ecos del sueño aún sonaban en mi cabeza cuando abrí  los ojos, trayendo a mi recuerdo una melodía de tal belleza que era imposible saber si  venía de un cuarteto de cuerda, una orquesta de variedades, una sinfónica o de un conjunto  formado por la unión de todos estos grupos.

En un intento desesperado por capturarla me senté al piano, y aun tras cuatro horas  no conseguía replicar ni una sola de sus notas. Una misión de tal calibre hubiese exigido  la unión de los genios de Bach, Beethoven, Chopin y Shostakóvich en una sola mente que  pudiera realizar el titánico esfuerzo de transcribir aquella frase.

Un timbre perfecto, dulce pero potente; una intensidad fluctuante que consigue  embaucar con cada ligero cambio de dinámica; notas perfectamente afinadas con un  exquisito y dramático vibrato y un tempo variable capaz de crear una expectación  irresistible al oyente.

Imposible para un ser humano cuerdo reproducir tal cantidad de matices.  Imposible para un ser humano cuerdo continuar estándolo tras escuchar aquella melodía.

En este momento, tras haber pasado horas frente al piano, tras haber explorado  todos los posibles matices que puedo emplear con cada una de mis guitarras y tras haber  tratado de evocar por última vez aquella música me doy cuenta de que no era tal.

Llevo media vida tocando y una entera escuchando. A pesar de ello hoy he pasado  horas creyendo que lo que ha aparecido en mis sueños era una melodía de timbre,  dinámicas, matices y expresiones perfectas, pero he estado equivocado todo este tiempo.

Eso tan perfecto que he escuchado no era en realidad la mejor de las  orquestaciones, sino la voz dulce, dramática y expresiva de una niña que ni siquiera  cantaba: únicamente decía mi nombre con sus labios sobre mi oreja, creando el más bello  de los sonidos que nunca haya escuchado.

Ahora solo me queda la desesperación. Ni una eternidad al piano conseguiría  traerme de nuevo un sonido tan puro. Desearé sin éxito cada noche, durante toda mi vida,  volver a escuchar su voz en mi oído. Vendería mi alma al diablo por poder soñarla una  vez más y sacrificaría el mundo entero con tal de poder hacer que mi sueño vuelva a ser  una realidad.


Primer Premio: «Un puñado de locos» por Sergio Simionato

El hombre relata a sus hijos lo ocurrido en Londres algún tiempo atrás y ellos lo observan con suspicacia. Generalmente todo lo relativo a la habitualidad, a la normalidad, a las situaciones frecuentes y vulgares, es bastante subjetivo, pero en principio lo que ocurrió durante aquella mañana londinense fue semejante a lo de todos los días. El hombre cuenta que al no ser oriundo y debido a que estaba de vacaciones, desconocía la regularidad de la famosa metrópoli, aunque todo le pareció normal. El hombre explica que caminaba con el cansancio propio de un turista que pretende conocer mucho en poco tiempo. Museos reconocidos, monumentos soberbios, hitos históricos, puentes legendarios. Entonces, remarca, comenzaron a suceder varias cosas extraordinarias. El hombre dice que tampoco sabía que aquellos sucesos eran insólitos, por las mismas razones que desconocía la normalidad, por ser ajeno a la ciudad. Acababa de despedirse de su esposa comentándole, un poco cansado de tanta magnificencia y museos relevantes, que pretendía caminar un poco solo por la ciudad, bajo el Rey Sol y estirar las piernas.

Normalmente cuando alguien se dirige hacia la muerte o hacia la notoriedad, lo desconoce. El hombre puntualiza con sapiencia que es una pena no poder anticiparse a estos hechos cruciales o al menos prepararse para no quedar mal parado. Se detuvo para solicitar indicaciones a un policía que se encontraba dentro de su patrulla estacionada sobre Abbey Road, a metros del cruce peatonal. Mientras el oficial respondía, él observaba la esquina más cercana con confusión. El tránsito se encontraba detenido por una persona subida a una escalera en medio de la calle. Cerca de este demente que tomaba fotos con una cámara, observó a cuatro muchachos de cabelleras prominentes, vestimentas extrañas y costumbres exóticas cruzando reiteradamente la senda peatonal. Uno de estos radicales personajes caminaba descalzo. ¿Qué clase de orate es capaz de caminar descalzo en Londres?, pensó entonces. “Son un puñado de locos” dijo el hombre en voz alta. Un puñado de locos deteniendo el tránsito en plena ciudad. El hombre se llama Paul, al igual que el loco que caminaba descalzo por la senda, pero no lo sabía en esa época ni le interesaba.

Entonces el hombre se vuelve enigmático y destaca que de repente todos los eventos extraños confluyeron en una imagen, en una instantánea que inmortalizó cada cosa que ingresó en su ángulo. Supo años después que fueron diez minutos de sesión con seis fotografías. El hombre, Paul, solo ingresó en el foco en la quinta imagen. Vaya causalidad, la quinta imagen fue la única perpetua, la elegida para detener el tiempo. Las demás se volvieron apenas anécdotas. Allí reside la magia de aquel instante, remarca el hombre con seriedad. El loco subido a la escalera plegable presionó el disparador por quinta vez. El hombre dice que desconocía haber ingresado en el plano, pero quedó registrado para la eternidad, allá en el fondo, al lado del patrullero, detrás de los cuatro locos que cruzaron la calle. La imagen se volvió tapa de un álbum con un nombre idéntico al de la calle, uno de los más memorables en la historia de la música, ejecutado por cuatro locos pulsando Sueños dorados. Abbey Road. La calle y el álbum.

Fue aquella imagen la que volvió perpetuos al patrullero, al Volkswagen Escarabajo que se encontraba estacionado en la vereda de enfrente y a mí, aclara. Los cuatro locos (The Beatles) ya lo eran mucho antes de dicho instante. Eso es lo que les dice a sus hijos, pero ellos suponen que se trata de una historia inventada o un alarde demasiado exagerado. Sus hijos descreen la teoría de su padre formando parte de Abbey Road, mientras intentan reconocerlo al fondo, a la altura de la cabeza de Lennon. El día que el hombre murió se llevó a la tumba la verdadera versión de los hechos, Cargando aquel peso consigo y el misterio permanece irresoluto. Al igual que todos los que recibieron Algo del polvo de estrellas que expelían aquellos cuatro superhéroes, Paul gozó de cierto prestigio hasta El fin. Y aunque nadie lo crea, jamás escuchó el disco que supo mostrar con orgullo.

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