Siempre he pensado, quizás erróneamente (aunque lo dudo), que una ruptura sentimental puede generar una magnífica obra artística. A lo largo de la historia de la música popular hay muchísimos casos que corroboran esta teoría, algunos que se intuyen y otros que han sido confesados por los mismos afectados (Fleetwood Mac, Amy Winehouse, Nick Cave o Ryan Adams, por citar unos pocos). Con el álbum que nos ocupa, Chris Isaak entró de lleno en esta última categoría. Un hecho que ocurrió a finales de 1993, justo cuando su novia y mánager, Sonya Chang, decidió dejarlo abruptamente y que provocó la creación del que para mí, y para la mayoría de sus fans, es su trabajo más redondo.
Pero antes de llegar a la elaboración de este soberbio manual de supervivencia amorosa, el cantante y compositor californiano ya había ofrecido muestras de su gran talento en una discografía corta aunque muy coherente. Especialmente la conformada por sus tres primeras publicaciones (el debut “Silvertone”, el segundo parto de título homónimo y el encumbrado «Heart Shaped World»), dentro de las cuales despuntaban canciones como “Back on Your Side”, “Lie to Me”, “Nothing’s Changed”, “Funeral in the Rain”, “Blue Hotel”, “Talk to Me”, “You Owe Me Some Kind of Love”, la maravillosa “Blue Spanish Sky” o la archiconocida “Wicked Game”. Recomiendo encarecidamente escuchar dicha trilogía de un tirón durante, por ejemplo, una inestable noche de verano.
Sin embargo, con su siguiente referencia, «San Francisco Days», bajó ligeramente el listón pese a que contenía temas que nuestro protagonista aún interpreta en directo («Beautiful Homes», «Two Hearts» y la misma pieza titular) o varias perlas escondidas como la sensual «Can’t Do a Thing (to Stop Me)» y la vigorosa versión del “Solitary man” de Neil Diamond.
Y cuando casi nadie apostaba por él, en primavera de 1995 se descolgó con un mayúsculo disco, bautizado claramente con la tajante afirmación “Forever Blue”. Una azulada tristeza que ya se manifiesta en todo el envoltorio del formato, empezando por la difuminada tonalidad que desprende la foto (presidida por un antiguo Cadillac y un Isaak con camisa de cuadros y su típica mirada perdida) que ilustra la portada. En su interior, 13 composiciones (¿número elegido al azar? también lo dudo) repletas, principalmente, de versos afligidos pero que, sorprendentemente, beben de la diversa paleta de estilos practicada por el trovador. Así, en el curso de toda la sesión, conviven armónicamente el insolente blues de “Baby Did a Bad Bad Thing”, el rock ‘n’ roll a la vieja escuela de «Go Walking Down», «Goin ‘Nowhere» y «I Believe», el rockabilly de «There She Goes», el country arenoso de «Graduation Day» y “The End of Everything”, la crepuscular introspección de «Changed Your Mind» y “Forever Blue”, los medios tiempos marca de la casa («Somebody’s Crying», «Don’t Leave Me on My Own» y «Things Go Wrong») y esa melancólica exquisitez llamada “Shadows in a Mirror”.
En definitiva, un extraordinario y atemporal lienzo, sin fisuras sonoras y rebosante de necesarias grietas emocionales.