Después de haberme tirado un par de días escuchando y barruntando cómo afrontar la reseña retrospectiva del pequeño despropósito que es el Masquerade in Blood de Sodom, me supone toda una delicia poder plantarme cara a cara con un discarral tan magnífico y atemporal como es este In Rock de los británicos Deep Purple. Quizás os parecerá rara la comparación (y es muy probable que a la mayoría de fans de Purple que estéis leyendo esto los héroes del thrash germano os la traigan floja), pero lo cierto es que mi vida de cronista aficionado se suele mover en este tipo de direcciones aparente y deliciosamente aleatorias. A veces toca cal y otras veces arena (un refrán que, por cierto, siempre hemos usado mal y ahora estoy haciéndolo de nuevo), pero hay días en los que es un auténtico disfrute tener la oportunidad de bucear y buscarle la punta a algún disco en concreto. Y hoy, evidentemente, es uno de ellos.
No tengo ni idea si era realmente así en esos tiempos lejanos, imagino que sí, pero lo que llegó a mi adolescencia noventera es que a principios de los dorados setenta había tres bandas “creadoras” de hard rock y (proto) heavy metal más grandes que las demás, y lo que cualquier rockero de pro debía hacer era posicionarse firmemente por una de ellas. Esas bandas eran, por supuesto, Led Zeppelin, Deep Purple y Black Sabbath. Curiosamente, aunque por mis gustos la elección teórica tendrían que haber sido los de Tony Iommi, tanto en esos primeros días de adolescente como a día de hoy no dudé ni dudo demasiado en decantarme por Purple. Es cierto que la existencia de Sabbath fue pivotal en la creación de la inmensa parte de las bandas que me flipan, pero por algún motivo la música de Jon Lord y compañía (tanto en la época Gillan como en la de Coverdale) siempre ha sido capaz de llegarme más adentro que ninguno de sus dos (grandes) contemporáneos. Y, spoiler alert, este disco que nos ocupa es en gran parte responsable de ello.
Dicho eso, y a pesar de que considero que me he empapado bastante bien de la carrera de los británicos (y de sus múltiples ramificaciones) a lo largo de los años, no os penséis que soy ni mucho menos un erudito de la historia de la familia Purple como sí conozco a muchos que lo son, así que ya de buenas a primeras os pido disculpas si dejo ir alguna asunción incierta o si omito algún dato relevante por puro desconocimiento. Enfrentarse a un disco tan estudiado y tan influyente como éste es una gozada pero, a su vez, también una pequeña gran responsabilidad, y con este artículo no pretendo sentar cátedra ni erigirme como ningún tipo de referencia sobre el tema, sino sencillamente explorar mi propia admiración por él y por los logros que fue capaz de amasar la banda liderada por Ricthie Blackmore y Jon Lord en los tres cuartos de hora pelados que dura este excepcional trabajo.
Haciendo un poquitín de historia muy condensada, a finales de los sesenta los británicos Deep Purple ya llevaban un par de años recibiendo cierta especie de reconocimiento con su propuesta, entonces basada en el rock psicodélico y progresivo que podemos escuchar en trabajos como Shades of Deep Purple, The Book of Taliesyn o el de título homónimo, publicados los tres entre 1968 y 1969. Llegados a este punto, y animados por las ansias de su guitarrista Ritchie Blackmore, la banda formada en el condado de Hertford decidió endurecer su sonido y embarcarse en una nueva carrera dedicada al rock. Para ello, reemplazaron a su vocalista Rod Evans y a su bajista Nick Simper con dos caracteres de pelo alborotado y pantalones de campana como eran Ian Gillan y Roger Glover, formando así una de las formaciones más míticas de la historia del rock, la conocida como el Mark II.
En los cuatro años que estuvieron juntos (más un par de reuniones fructíferas pero accidentadas en décadas posteriores) antes de tirarse los platos a la cabeza, esta formación de Deep Purple fué la que sentó las bases de buena parte del hard rock y del heavy metal que se ha hecho desde entonces gracias a discos como este mismo In Rock, Fireball, Machine Head, el mítico Made in Japan o, en menor medida, un irregular Who Do you Think We Are que ya mostró las costuras internas de la formación (discos, todos ellos, que escuché al completo por primera vez gracias a la biblioteca pública de mi ciudad). A pesar de beber sin disimulo de muchos estilos ya conocidos como son el blues rock, el rock progresivo e incluso la música clásica, lo que el mítico quinteto fue capaz de crear durante esos años ha trascendido mucho más allá de cualquier género o etiqueta concreta hasta convertirlos, sin duda, en una de las bandas más grandes y más respetadas de la historia del rock.
Me resulta difícil quedarme con uno solo de esos discos clásicos, pero supongo que, al igual que casi todo el mundo, mis dudas sobre cuál se merece el oro definitivo están entre este In Rock y el postrero Machine Head, grabado un par de años más tarde. El segundo fue probablemente el que supuso su consagración definitiva y, de paso, su entrada en el mundo del mainstream eterno gracias al architrillado “Smoke on the Water”, pero creo que el valor de In Rock es probablemente mayor. La fórmula de ese Mark II y del sonido clásico de Deep Purple se define en los siete (u ocho, según como se mire) temas que podemos encontrar tras la icónica portada con las efigies de nuestros protagonistas esculpidas en la roca de un Monte Rushmore alternativo. Las virtuososas batallas épicas entre la guitarra de Blackmore y el hammond distorsionado de Lord, la potente y sólida base rítmica del dúo Glover / Paice y los gorgoritos agudos y a menudo histéricos del señor Gillan se activan en un potaje alquímico y casi mágico que logró impactar a cientos de bandas futuras y a millones de aficionados de cualquier época, edad y afiliación musical teórica.
El ruidoso principio de la dinámica “Speed King” ya nos pone sobre aviso de buenas a primeras que aquí nos espera una caña que no se había visto ni por asomo en la música que los británicos habían ofrecido al mundo hasta entonces. Como intro, ese inicio distorsionado es verdaderamente inusual (y cero comercial), mientras que el paso al majestuoso piano clásico y al minimalista organillo de circo que preceden al riff principal aún desconcierta un poco más. El resto de la canción, uno de los grandes clásicos inmortales que han quedado para la posteridad y el imaginario colectivo de la banda, es uno de esos maravillosos ejemplos de lo que ocurre cuando enchufas un teclado a un pedal de distorsión y lo llenas todo de momentos eminentemente blueseros y de deliciosos y locuelos intercambios entre Jon y Ritchie sobre el pausado y paciente ritmo que marcan Roger Glover e Ian Paice, un recurso genial y siempre fascinante que se convertirá en sello inconfundible de la música de los británicos desde ahora y para siempre jamás.
El ritmo vacilón de “Bloodsucker” da paso a una de las canciones “menores” del disco, y si bien es cierto que sus fraseos progresivos, hard rockeros y alternativos que años más tarde servirían de inspiración para multitud de bandas no son probablemente tan memorables como sus temas estrella, tampoco sería justo negarle la gracias a una canción tan orgánica y directa como ésta. Porque a pesar de ser algo repetitiva y no ser la bacanal de virtuosismo de otros temas, te hace poner morritos y mover el cuello a la que empieza con su ritmo irresistible. Como detalle, a pesar de no haber sido ni mucho menos habitual en los directos que la banda ha ofrecido a lo largo de estas cinco décadas, en los últimos años ha vuelto a asomar por sus repertorios.
Hay gente que piensa (sí, en serio) que “Child in Time” es un peñazo pretencioso e infumable. A mí, en cambio, me parece una absoluta obra maestra a la altura de cualquier temazo de los setenta. No sé si es habitual que un corte tan complejo y poliédrico actúe de gancho para adolescentes, pero en mi caso éste fue precisamente el tema que me atrapó de por vida a la causa. Con trece o catorce años me lo grabé de no sé qué programa de radio, y durante un tiempo fue la única canción que conocí de la banda. Cuánto más la escuchaba más lograba conectar con ella, y a mi juicio sus diez minutos de dulzura e intensidad son un puñetero regalo de los dioses.
Las espectaculares batallas entre teclado y guitarra alcanzan aquí su máxima expresión, y la banda al completo se muestra infalible tanto en las bellísimas partes dulces y pausadas como en las más rockeras y distorsionadas, con especial mención para los múltiples y maravillosos crescendos que se van sucediendo a lo largo de su metraje. El sencillo patrón sobre el que se construye (y que tomaron prestado del “Bombay Calling” de la banda psicodélica It’s a Beautiful Day) es tremendamente adictivo, el solo de Ritchie es increíble, lo sobrado que va Jon es insultante, y la voz del señor Gillan, susurrándote cuando hace falta, gimiendo cuando es necesario y directamente rompiéndose a pedazos cuando llega a sus momentos álgidos es una demostración de poderío de esas que te dejan con la mandíbula en el suelo.
“Child in Time” ha sido un clásico de los conciertos de Purple (y cada vez ha sonado distinta gracias a – o por culpa de – las eternas improvisaciones de Lord y de Blackmore) hasta que el pobre Ian Gillan se vio obligado a renunciar a ella ya hace unos cuántos años al no poder hacer honor a lo exageradamente exigente de sus líneas. En mi opinión, se trata de una tema espectacular que se erige como indudable momento cumbre de este disco e incluso, si alguien fuera tan cruel como para pedírmelo, muy posiblemente lideraría mi lista de canciones favoritas de esta banda. Menudo temarral.
Después de tal genialidad de aplauso, ovación y pañolada para cerrar la primera parte de In Rock, la cara B del disco se abre con el rock and roll molongui que es “Flight of the Rat”, un tema que a pesar de no estar entre sus grandes clásicos siempre me ha flipado bastante fuertemente. Por momentos suena sesentera y casi kinkera, pero a lo largo de sus casi ocho minutos tiene tiempo para dar un montonazo de vueltas, a cuál mejor y más vacilona, que la traerán por los derroteros del rock, el surf, el funk y el prog sin bajar el pistón en ningún momento. Se trata de un tema divertidísimo que no deja de sorprenderte y que, a mi juicio, cuenta también entre los momentos más conseguidos de este disco. Y ojo, porque acabo de mirar en setlist.fm, y si no están terriblemente equivocados, resulta que éste es el único tema del disco que nunca ha sido tocado en directo. En serio os digo que me parece casi imposible creérmelo.
La breve, vacilona y también divertidísima “Into the Fire” tiene otro aire a los Kinks más cachondos que no puede con él. Más allá de lo bailongo de sus riffs, es bastante curioso ver como guitarra, teclados y bajo se siguen casi nota por nota durante la mayor parte del tema, algo poco habitual en los patrones estructurales de Purple. La batería reverberizada que abre “Living Wreck” da paso a un tema muy psicodélico y como muy “negro” que cuenta con una melodía vocal preciosa y que me resulta también irresistible a pesar de ser relativamente genérico en muchos pasajes (especialmente si lo comparas con según qué maravillas y experimentos que hay por aquí). El disco original lo cierra la también notable “Hard Lovin’ Man”, un hard rock mayoritariamente directo y lleno de tercetos que no escatima en solos, culebreos y pasajes locurones siempre comandados por el maestro Jon Lord, cuyo órgano es capaz de sonar de mil maneras distintas a lo largo del disco.
Es curioso que el que ha quedado como tema más conocido de este álbum no pertenezca ni tan siquiera a él. Y es que cuando los chicos de Deep Purple se presentaron ante su discográfica con la version final de In Rock, parece que ésta les pidió un single que no supieron encontrar aquí. Por ello, los cinco músicos se volvieron a meter rápidamente al estudio y en un pis pas salieron, obedientes, con “Black Night” bajo el brazo. Los británicos tenían ambición y ganas de petarlo, así que escucharon las recomendaciones de los capos del negocio y se marcaron un tema hecho con vocación de single y que suena exactamente a eso: a single directo, inmediato y pegadizo sin las complicaciones que se suceden en muchos de los recovecos de este disco.
Ni el riff principal ni la conocidísima línea vocal necesitan ningún tipo de presentación, y aunque con los años es posible que sea el tema más interpretado y más pinchado de la banda tras la innombrable “Smoke on the Water” y que, por ello, se haya hecho ya un pelín pesada, es innegable que viene sobrada de su gancho y de toques irresistibles. Y aunque su versión original fue publicada únicamente como single y no apareciera en la versión original del disco (en realidad, salió dos días después que éste, así que en justicia hoy aún no ha cumplido los cincuenta), en el remaster de 1995 que yo siempre he tenido en mis manos fue incluida en el tracklist por pura consistencia histórica. Y no hay duda que su presencia y su estatus de hitazo indiscutible le dan un plus bastante potente al conjunto de la cosa.
¿Es In Rock el mejor disco de Deep Purple? Una afirmación así siempre es difícil de hacer sin tener segundos pensamientos, pero la calidad, el talento y la innovación que emana de lo surcos de este genial trabajo son tan espatarrantes que, al final, no queda sino rendirse a la evidencia. Uno de los grandes álbumes de la historia del rock cumple ya cinco décadas entre nosotros, y nunca es tarde para reivindicarlo como se merece.
Siempre me ha encantado escribir y siempre me ha encantado el rock, el metal y muchos más estilos. De hecho, me gustan tantos estilos y tantas bandas que he llegado a pensar que he perdido completamente el criterio, pero es que hay tanta buena música ahí fuera que es imposible no seguirse sorprendiendo día a día.
Tengo una verborrea incontenible y me gusta inventarme palabras. Si habéis llegado hasta aquí, seguro que ya os habéis dado cuenta.