Si tuviera una máquina teletransportadora, seguramente cada día, después de cenar, asistiría a la grabación de un concierto clásico de la historia de la música. De entrada, escogería veladas de hard rock o heavy metal (mis iniciáticos pinitos en la citada e imprescindible expresión artística), y aunque la lista es copiosa (The Song Remains the Same de Led Zeppelin, Made in Japan de Deep Purple, Life: Live de Thin Lizzy, Live… in the Heart of the City de Whitesnake, We Want Moore de Gary Moore, Rock Will Never Die de Michael Schenker Group, Stages de Triumph, The Eagle Has Landed de Saxon o Strangers in the Night de UFO, por poner unos pocos pero muy relevantes ejemplos), tengo claro que empezaría, sin atisbo de duda, con los documentos Live Evil de Black Sabbath y On Stage de Rainbow. Uno fue el primer álbum que me compré con dinero propio, el otro, la cinta de casete que apareció en el momento oportuno, y ambos, los dos registros en vivo que más he escuchado de su género. Y, aparte de su extremada calidad, ¿qué tienen en común este par de dobles redondos? Pues, concretamente, las destrezas interpretativas del fallecido Ronnie James Dio (apunto que su muerte, el 16 de mayo de 2010, me entristeció sobremanera).
Hubo un tiempo que lo consideré el mejor cantante de su estilo y, por tanto, que sus impecables aportaciones engrandecían los temas en los que participaba. No me podía imaginar otra voz para destacables cortes como «Never More» o «Happy» de los seminales Elf; «Catch The Rainbow», «The Temple of the King», «Run With The Wolf», «Stargazer», «Lady of the Lake» o «Kill The King» de la exclusiva criatura de Ritchie Blackmore; «Children of the Sea», «Die Young», «Heaven and Hell», «The Sign of the Southern Cross» o «Over and Over» del conjunto liderado por Tony Iommi; e incluso para «War Pigs» y «Iron Man» popularizados por su presunto enemigo Ozzy Osbourne. Por eso, cuando me enteré de que abandonaba la congregación del Sabat Negro, después de rejuvenecerla y tras insólitas desavenencias internas, para emprender su carrera en solitario, presentí que era una buena noticia.
Y así, seguido por su amigo Vinnie Appice (hermano menor del también prestigioso baterista Carmine Appice), reclutó a un antiguo compañero en el Arco Iris, el bajista Jimmy Bain, y fichó a un desconocido guitarrista norirlandés, el joven virtuoso Vivian Campbell, para engendrar un debut imponente, en sintonía con su icónica e idolatrada portada (sin embargo, para mí, sería superada por la ilustración de la carpeta de su siguiente obra).
Holy Diver, que hoy celebra su 40 aniversario, es, principalmente, una formidable continuación de Mob Rules, pero con un toque más contemporáneo que se aprecia en composiciones como la vertiginosa «Stand Up and Shout», las directas «Caught in the Middle» y «Gypsy» o las pétreas «Shame on the Night» (con aullidos de lobo y carcajadas siniestras que, curiosamente, se anticiparon a las incluidas en “Bark at the Moon” de su rival The Madman), “Straight Through the Heart, «Invisible» (con esa preciosa introducción) y la emblemática pieza homónima. Aunque, por distintas y evidentes razones, hay dos canciones que sobresalen del certero repertorio: la soberbia «Don’t Talk to Strangers» (con un Campbell estratosférico) y la comercial «Rainbow in the Dark» (la antesala de algunas de las distinguibles futuras partituras del grupo).
A partir de aquí, mi idilio con la maestría del italoamericano Ronald James Padavona aumentó apenas publicó el colosal trabajo The Last in Line, se mantuvo con el digno Sacred Heart (donde figura una de mis favoritas de siempre, «Rock ‘N’ Roll Children») y se fue diluyendo, sin caer en el olvido, con sus posteriores creaciones.