Hablar de uno de los mejores álbumes en la historia del rock progresivo —y, me atrevería a decir, de la música moderna en general— ya es una responsabilidad importante. Pero si además es el disco que más veces he escuchado y que ha tenido un impacto tan profundo en mi vida, la presión personal se multiplica.
Así que, como si fuera el propio Nicholas, me sumerjo en una regresión que me lleva de vuelta al año 1999…
Recuerdo perfectamente la primera vez que escuché Metropolis Pt. 2: Scenes From a Memory (1999). Yo tenía unos 13 años y, tras una abundante cena de Nochebuena y recibir mi tan esperado regalo navideño, corrí a sentarme en el sillón más cómodo de casa de mi abuela. Conecté mis auriculares al equipo de música cercano y, con una mezcla de emoción y expectativa, me sumergí en una experiencia que cambiaría mi vida musical para siempre.
Al darle al play y escuchar el primer tic-tac del reloj —tan sutil que pronto desapareció, perdiéndose en mi mente mientras me sumergía en un mundo donde nada existía fuera de los auriculares— comenzaba uno de los viajes musicales más increíbles que he experimentado. La voz de Terry Brown, en el papel de «the hypnotist», se desvanecía poco a poco, dando paso a los primeros acordes de la guitarra acústica de John Petrucci, que acompañaban la entrada de James LaBrie. Finalmente, una cuenta regresiva concluía con las palabras:
«Hello Victoria, so glad to see you, my friend.»
«Overture 1928» comenzaba con esas notas de teclado que, por un instante, me transportaban al quinto tema de su álbum Images and Words (1992). La batería de Mike Portnoy ganaba presencia poco a poco, conduciendo el ritmo hacia un clímax que desembocaba en «Strange Déjà Vu», ahora sí, con James LaBrie al micrófono. Es curioso: no puedo evitar sonreír cada vez que escucho «Overture 1928» y «Strange Déjà Vu», porque en su momento desconocía lo que ocurriría después… pero ahora lo sé.
Con solo dos canciones y media, ya se notaba que la incorporación de Jordan Rudess en los teclados había sido un gran acierto, aportando una capacidad técnica y compositiva sobresaliente. Vale la pena recordar que este disco era prácticamente la última oportunidad que le quedaba a la banda, pues, como ha recordado Mike Portnoy en más de una ocasión, estaban al borde de rendirse.
Tras la melodía tranquila de «Through My Words», el tono cambiaba radicalmente con «Fatal Tragedy». Seguía en el sillón de mi abuela, pero de repente ese lugar tan cómodo parecía menos acogedor. La tensión crecía en las interacciones musicales entre Jordan y Petrucci, que contaban con el respaldo perfecto del bajo de Myung, reflejando la desesperación y el desconcierto del protagonista. Todo esto convertía esta canción en uno de los momentos instrumentales más memorables de la obra, aunque, desde luego, no sería el único.
«Now it is time to see how you died
Remember that death is not the end But only a transition.»
Así llegaba uno de los temas más potentes y complejos del álbum: el riff inicial de «Beyond This Life» me obligó a subir el volumen y empezar a mover la cabeza al ritmo, casi sin darme cuenta. Esta canción despliega momentos profundamente psicodélicos; basta con despistarse un segundo para perderse algo en medio de este caos organizado.
Tras este torbellino de emociones musicales, era el momento de calmar las aguas con «Through Her Eyes». No os engaño si os digo que, aún hoy, esta maravillosa canción sigue emocionándome. Todo en ella funciona en una comunión perfecta, desde los coros, que evocan la esencia de The Beatles, hasta la voz de Theresa Thomason, que añadió una atmósfera especial a la composición (por cierto, como recomendación, no dejéis de ver la versión en directo de este tema).
Con los ojos aún humedecidos y sin apenas un respiro, comenzaba la traca final: el mastodóntico Act II, que arrancaba con la enigmática y sensual «Home». La introducción, con influencias orientales, se volvía cada vez más intensa y pesada en los riffs, hasta dar paso a un espectacular LaBrie.
John Myung nos llevaba al momento más sensual del álbum, hasta que de repente llegábamos al clímax con los solos antológicos de Jordan y John.
Luego, era el turno de «The Dance of Eternity», un tema instrumental donde Petrucci, Myung, Rudess y Portnoy sacaban toda la artillería, brindando lo que para mí han sido (y siguen siendo) los seis minutos más asombrosos y virtuosos que he escuchado. Y qué decir de la transición a «One Last Time», en la que el medio tiempo sirve como una perfecta antesala a una de las canciones de mi vida: nada más y nada menos que «The Spirit Carries On».
Recuerdo perfectamente la emoción de escuchar por primera vez esta obra maestra, y lo cierto es que aún hoy sigue ocurriéndome lo mismo. ¿Puede una canción ser perfecta? Para mí, «The Spirit Carries On» lo es. Cada nota, cada acorde, la voz, la letra, los coros, el solo (sí, EL SOLO), la parte del coro góspel, y la voz de Theresa de fondo que envuelve ese final épico… En fin, no puedo dejar de recomendaros que escuchéis la versión en vivo en Live Scenes From New York (2001) y lo valoréis por vosotros mismos.
Finalmente, llegamos a «Finally Free». En este punto del disco, estaba tan inmerso en la historia que sentía que presenciaba el asesinato en tiempo real. Es una canción de luces y sombras, donde los personajes se despiden de todos nosotros para concluir con el escalofriante «Open your eyes, Nicholas!»
Y ahora sí: ¡Feliz 25º Aniversario al que, para mí, es el disco más grande de todos los tiempos! Gracias a quienes habéis leído hasta aquí, y sobre todo, a los grandes de Science of Noise por darme el honor de escribir sobre esta obra maestra.