Hace unos días, para contextualizar este artículo, decidí sumergirme de una vez en la autobiografía oficial de Mötley Crüe, Los trapos sucios: confesiones del grupo de rock más infame del mundo (edición revisada y remaquetada del 2013), la cual llevaba mucho tiempo cogiendo polvo en la enorme pila de libros y fanzines pendientes. Nada más acabar de leer el nuevo prólogo a cargo del periodista Chuck Klosterman, me sentí plenamente identificado con todo lo expuesto por su autor, retrotrayendo mi pensamiento a una muy lejana y bastante añorada etapa juvenil. Una época en la que, metido de lleno en el heavy metal y tendencias similares, el cuarteto angelino se convirtió en uno de mis modelos a seguir, principalmente por culpa de Shout at the Devil (1983), el LP que hoy alcanza los 40 años de existencia.
Recuerdo, como si fuera ayer, el modo en que llegó este plástico a mis manos (tras un habitual y necesario intercambio de discos con otro camarada de nuestra ninguneada tribu); como quedé cautivado por aquella portada con fondo negro, letras rojas y semi-oculto pentagrama invertido; como me complació su controvertido título al traducirlo, palabra por palabra, en un estándar diccionario de inglés-español y viceversa; y, sin lugar a dudas, como conquistaron mis oídos las 11 epístolas incluidas en aquella delgada y maléfica Biblia.
De inmediato, me grabé el perverso vinilo en una cinta de casete virgen (para poder escucharlo, con el Walkman, en cualquier sitio) y, antes de devolver la copia original a su dueño, no paró de rodar en mi humilde plato. Ininterrumpidamente, las dos caras retumbaron en mi habitación, empezando el hechizante bautismo con la inquietante introducción, «In the Beginning», recitada por el ingeniero Geoff Workman; continuando la corrupción de mi alma a través de diáfanos y directos himnos como “Grita al diablo”, “Miradas que matan”, “Bastardo”, “Al rojo vivo”, “Demasiado joven para enamorarse”, la contundente versión de «Helter Skelter» de The Beatles (banda que no era de mi interés en aquel momento) o la corta pero celestial pieza “Dios bendiga a los hijos de la bestia”; y terminando la reiterada ceremonia con la tajante «Danger».
Mi devoción por la reveladora y relevante obra perpetrada por el bajista Nikki Sixx, el vocalista Vince Neil, el batería Tommy Lee y el enigmático guitarrista Mick Mars (con la estupenda producción de Tom Werman), provocó que adquiriera ipso facto su básico y disfrutable debut Too Fast for Love (1981) y que esperará con ansias su siguiente creación, Theatre of Pain (1985), un álbum que, a excepción de su colorista carátula, me decepcionó profundamente, ya que dejó de lado el hard rock urgente, áspero y macarra que caracterizaba el estilo sonoro de aquellos cuatro adorables tipejos.
Por cierto, para contrarrestar este alabador escrito podéis repasar la sincera reseña improbable que redactó mi compañero Beto Lagarda.