Aunque me resultaría difícil encontrar datos para verificarlo a ciencia cierta, me atrevería a decir que en mi vida post-adolescente nunca me había tirado casi un año entero sin ir a un concierto de rock. Pero gracias a los tiempos curiosos (por llamarlo de alguna manera) que hemos venido viviendo, lo cierto es que desde que me subiera al gélido Castell de Montjuic a disfrutar de Obsidian Kingdom, Jardin de la Croix, Ànteros y compañía en el marco del notable y valiente (pero aún así sucedáneo) AMFest de finales de 2020 no me había encontrado cara a cara con un escenario lleno de guitarras y con ese cosquilleo que precede siempre a una buena descarga de rock y metal.
Y no es que durante este año haya renunciado a la música en directo, no os penséis, ya que a lo largo de 2021 he estado en un buen puñado de bolos infantiles y también en recitales de jazz y música clásica, pero como lo último a lo que asocio el rock es a estarme quieto y sentado con una mascarilla puesta, manteniendo la distancia con todo el mundo y sin poder tomarme ni una triste cerveza, la verdad es que he preferido pasar mis fines de semana rodeado de montañas y florecitas en vez de hacerme mala sangre en una sala – o, peor aún, en un descampado – abarrotada de restricciones exageradas mientras al otro lado de la calle se reunían ya no cientos, sino miles de personas viviendo una vida social totalmente normal.
Así que me podéis acusar de poco true e incluso de insolidario con una escena más que nunca necesitada de apoyo por parte de todos, y quizás hasta os pueda conceder un poquito de razón, pero la realidad es que he sentido cero ansias de acercarme y formar parte activa de tales sucedáneos de las bacanales de abrazos, sonrisas, sudor, bailoteos, gritos, puños en alto y sacudidas de cabeza que yo entiendo que deben formar parte de un concierto de rock o metal que se precie. Y al final, aquí hemos venido a disfrutar, ¿no?
En todo caso, estaba claro que algún día teníamos que poner fin a la esa larga ausencia, y qué mejor excusa para ello que la visita a mi propia ciudad de una de las bandas clave para entender la evolución de la música rock en nuestro país en los últimos treinta años como son los madrileños Hamlet, auténticos pioneros a la hora de introducir tanto el metal alternativo como ese groove metal que empezaba a petarlo en Estados Unidos en una escena española que se había quedado, en buena parte, peligrosamente anquilosada en los ochenta. Junto a bandas como Ktulu o Aspid, Hamlet representaron y personalizaron los albores de una nueva generación de metaleros que decidió abrazar los pantalones militares a la vez que despreciaba y se rebelaba contra la laca y los elásticos con todas sus fuerzas.
Tras ese mágico punto de inflexión que vivimos hace ya casi tres años con el revelador y aplastante sold out que Soziedad Alkoholika se marcaron en esta misma sala, la gente de la Nau B1 sigue felizmente comprometida a incluir al menos un par de propuestas rockeras de alcance y calidad a sus calendarios trimestrales. Y la reencarnación acústica que Hamlet ha ido paseando por los escenarios estatales durante estos tiempos de desenchufe forzoso se convertía una elección perfecta para el marco actual, con meses de sillas y un aforo que se ha visto reducido desde las 800 personas que caben habitualmente aquí hasta las menos de cien que permitían las distancias, los protocolos y las caprichosas columnas situadas a lo largo y ancho de la sala.
Y por una vez que la propuesta era idónea, ya es mala suerte que justo una semana antes de celebrarse este concierto se levantaran la inmensa mayoría de las restricciones vigentes hasta entonces. De hecho, con las nuevas normas recién salidas del horno habría sido posible tener al público de pie y, en consecuencia, a la banda a todo volumen y electricidad, pero tanto la organización como los propios Hamlet decidieron (correctamente a mi juicio) mantener lo que se había acordado y anunciado en un primer momento, permitiéndonos así poder disfrutar de esta reinvención acústica de la banda por última vez antes de la vuelta (esperemos que) definitiva a la normalidad, y por primera y única ocasión en toda Catalunya.
En lo personal, os confesaré que difícilmente me puedo considerar un fan demasiado aguerrido del quinteto madrileño a pesar de conocer con más o menos detalle su discografía y de haberlos visto (por accidente) en algunos festivales, de los que siempre salí con una muy buena impresión. Pero tanto la calidad que emana de sus recientes La Ira y Berlín como las entusiastas experiencias que narraban aquellos compañeros que los habían visto en sus últimas visitas a Razz 2 junto a Ktulu y en el aniversario del cercano InCivic Zone en Sant Feliu de Codines auguraban una banda tremendamente en forma. Y aunque más de uno tenía ciertas reticencias ante el formato acústico (incluso yo, para qué negarlo), creo que estaremos todos de acuerdo en que se desvanecieron tan pronto Molly y compañía se subieron al escenario y empezaron a tocar.
Tras superar la ligera confusión con la que tanto asistentes como personal de la sala tuvieron que lidiar por culpa del pasaporte covid, los tests de antígenos y toda la mandanga asociada a estas nuevas y debatidas medidas, finalmente entramos en la sala alrededor de las diez de la noche (el concierto no tenía teloneros) para encontrarnos con las ciento y pico sillas ocupadas sin distancia alguna en el centro de la pista, llenando así el formato requerido y consiguiendo que todo hiciera bastante pachoca, cosa que a veces cuesta teniendo en cuenta el generoso tamaño de la Nau B1. A un lado, la zona de la barra se encontraba delimitada por una cinta, tras la cuál (y sólo ahí) se podía beber, bailar, charlar y estar de pie tranquilamente sin mascarilla ni nada, ejemplificando una vez más lo absurdo de las medidas con las que tiene que convivir a día de hoy el pobre y desesperado sector de la música en directo.
Con quince minutos de retraso respecto a lo anunciado, los cinco componentes de Hamlet se subieron al escenario y procedieron a ocupar sus posiciones entre los aplausos de un público ávido por escucharlos. Molly se sentó en un taburete elevado situado en el centro, mientras que el resto de la banda se acomodaba en sillas más bajas dispuestas en pequeño semicírculo, con Luis Tárraga y el bajista Álvaro Tenorio a ambos lados del cantante y Ken y Paco Sánchez (que llevaba su kit completo y, si no fuera por las baquetas de consistencia más bien blanda, tocaba como si estuvieran todos enchufadisímos) a las esquinas. Con la excepción de Molly, ninguno de ellos se movió de sus sillas en todo el concierto, pero entre la propia energía de la música y la ayuda de las evocadoras proyecciones que se sucedían en una gran pantalla trasera más que resultona, en todo momento dieron la sensación de llenar el espacio sin parecer para nada estáticos.
A pesar de la disposición escénica, rápidamente nos dimos cuenta que eso no iba a ser del todo desenchufado. Acompañando la pegadiza melodía de la inicial «Para toda una vida», ambos guitarristas (armados con instrumentos acústicos, eso sí) le pegaron un pisotón a sus pedales de distorsión (llevaban una pedalera generosa) para dejar claro que aquí, a pesar de todo, habíamos venido a ver metal del bueno. Vale que el volumen no era el de un concierto eléctrico normal, que la batería no le metía tanta tralla y que los miembros de la banda permanecían diligentemente sentados a pesar de que a veces se les veía levantando mástiles y con ganas de saltar, pero difícilmente podríamos decir que se trataba de un concierto acústico al uso. Y ya os digo que a la mayoría de los presentes eso les pareció la mar de bien.
El setlist que interpretaron hoy no deparaba demasiadas sorpresas para aquellos que le habíamos pegado un vistazo previo a lo que venían tocando durante todo este periplo acústico. Cómo no puede ser de otra manera, los cortes de Syberia gozaron de un especial protagonismo, salpimentados por la presencia de algunos clásicos y de otros temas quizás menos conocidos pero igualmente propicios a adaptarse a este formato. La melosa y bonita «Desaparecer» sí que sonó, evidentemente, mucho más acústica, mientras que tanto la oscura y groovera «Miénteme» como la dinámica «En silencio» me parecieron sabiamente reinventadas, consiguiendo plasmar toda la pesadez de sus versiones originales sin necesidad de recurrir a una distorsión particularmente intensa.
Alternando tranquilidad real con tranquilidad más bien velada, Hamlet interpretaron hasta catorce canciones (pertenecientes a seis trabajos distintos) en la hora y cuarto que estuvieron sobre el escenario. Sin demasiados altibajos y manteniendo la atención de un público que se mostró dispuesto y entregado en todo momento se fueron sucediendo temas como «Perdóname», «No me arrepiento» o la excelente «Salvajes», quizás uno de los momentos álgidos de la noche, con Molly empezando a campar a sus anchas por todo el escenario y demostrando de paso que Berlín, a pesar de ser ya su doceavo trabajo, rebosa calidad, inspiración y frescura por todos lados.
La vacilona «El color de los pañuelos» fue recibida con una gran ovación a pesar de que a mí no ha acabado de convencerme nunca, mientras que para la recta final del set principal se sucedieron la groovera «Tiempo», la épica «No soy igual» (que si no me equivoco, debutaba hoy en formato acústico) y la llorona y potente «No sé decir adiós», con la que no me pude aguantar de sacudir la cabeza con fuerza desde el anonimato que me proporcionó la última fila de la sala. Independientemente de su nivel de memorabilidad y de lo que las conociera la gente, lo cierto es que el conjunto del set fue tremendamente sólido y todas y cada una de las canciones sonaron excelentes, tanto gracias a la fantástica interpretación por parte de la banda como al impecable sonido que siempre caracteriza los conciertos en esta sala.
Llegados a este punto, el quinteto madrileño abandonó el escenario entre aplausos, abocándonos así a la peripé de la espera pre-bis. Si ya de por sí soy muy poco fan de este ritual falso e innecesario, en esta ocasión la situación resultó ser especialmente incómoda, ya que a pesar de que el público se mostró entusiasta, receptivo y disfrutón (aunque sin ademán de levantarse en ningún momento) durante toda la descarga, aquí decidió quedarse callado y no pedir su vuelta en ningún momento. Aún así, por supuesto, la banda volvió a salir al cabo de pocos momentos para agradecer genuina y honestamente al público su presencia y arrancar con tres de los temas más celebrados de la noche, como son «Serenarme» y dos hitazos tan conocidos como «Antes y después» e «Imaginé», celebrados por todo lo alto y, casi, responsables de mi reconciliación con la música en directo post-pandemia desde mi oscura y engorilada esquina al fondo de la sala.
Porque tras casi dos años sin vivir un concierto de pie ni poder dar rienda suelta a las sensaciones rítmicas con las que me gusta vivirlos (por llamar de alguna manera a los morritos y bailoteos espasmódicos), poder estar ahí al final sacudiendo la cabeza libremente y sin que nadie me dijera que no podía hacerlo por alguna peregrina razón fue un pequeño obsequio que me recordó de nuevo, y por fin, lo que es meterse en una sala a disfrutar de un concierto. Entre eso y el reencuentro con muchos antiguos habituales que hacía tiempo que estaban en stand-by, me he sorprendido planteándome dejar atrás mi fase de negación particular y, aprovechando que en las montañas empezará a hacer frío, volver la vista de nuevo al calendario de conciertos para lo que queda de año. Un calendario que, oye, viene lleno de perlitas.
Por las opiniones que pude escuchar, creo que el último bolo acústico de Hamlet gustó bastante más, incluso, de lo que todos nos esperábamos. En mi opinión, los madrileños se han trabajado un set muy completo y dinámico que consigue mantenerte enchufado hasta el final y que les ha permitido seguir girando y estando en contacto con el público mientras se mimetizan con sus circunstancias. Ahora es momento de dejar atrás este formato y volver a los Hamlet saltarines y contundentes de siempre, pero seguro que siempre quedará un recuerdo bonito de esta experiencia, al igual que espero que todos nosotros recordemos algun día las extrañas circunstancias que hemos vivido durante estos dos años con cierta distancia y, por qué no, incluso una pequeña sonrisa.
Por otro lado, y barriendo un poco para casa, también toda la gente con quién pude hablar quedó muy satisfecha con su visita a Granollers y a una sala que pocos conocían como es la Nau B1. La zona de la fábrica Roca Umbert tiene un encanto innegable, y tanto la disposición de la sala como el sonido que es capaz de exprimir son más que notables y no tienen nada que envidiarle a casi cualquier alternativa que se os ocurra de Barcelona capital (en realidad, está probablemente por encima de muchas de ellas). Si os está pìcando el gusanillo, no temáis porque en enero podéis venir a ver a Toundra presentar su nuevo disco Hex y, quién sabe, quizás en breve os sorprendamos con la segunda edición de ese divertido Granollers Metal Meltdown que ya ayudamos a organizar desde esta revista hace un par de años. ¿Será verdad que la normalidad está de vuelta? Si es así, ¡bienvenida sea!
Setlist:
Para toda una vida
Desaparecer
Miénteme
En silencio
Perdóname
No me arrepiento
Salvajes
El color de los pañuelos
Tiempo
No soy igual
No sé decir adiós
—
Serenarme (en la desolación)
Antes y después
Imaginé
Siempre me ha encantado escribir y siempre me ha encantado el rock, el metal y muchos más estilos. De hecho, me gustan tantos estilos y tantas bandas que he llegado a pensar que he perdido completamente el criterio, pero es que hay tanta buena música ahí fuera que es imposible no seguirse sorprendiendo día a día.
Tengo una verborrea incontenible y me gusta inventarme palabras. Si habéis llegado hasta aquí, seguro que ya os habéis dado cuenta.