Hace mucho tiempo, concretamente durante gran parte de la década de los 80 y a principios de los años 90, solo podíamos adquirir las novedades musicales en dos únicos y distintos formatos: vinilo o casete. En mi caso, solía decantarme por los surcos por diversos motivos, aunque los más decisivos estaban directamente relacionados con los sentidos de la vista (la contemplación de un atractivo envoltorio) y del olfato (ese particular aroma de la copia sin estrenar). En cambio, escogía las cintas básicamente por su funcionalidad, ya fuera para ser usadas ipso facto en un económico walkman, en el reproductor de mi automóvil, o como práctica herramienta para decidir si me sumergía (dependiendo de mi estricta valoración auditiva) en el catálogo de un artista del cual no era un convencido seguidor. Así pues, siguiendo esta última peculiar pauta, me compré en cajita el Brick by Brick (1990) del incombustible Iggy Pop, al poco de su lanzamiento y después de leer la correspondiente crítica, muy sustanciosa, que de dicho trabajo publicó una revista de confianza. No me duelen prendas en reconocer que, hasta ese momento y a pesar de haber bailado varios de sus clásicos (“I Wanna Be Your Dog”, “The Passenger” o las cuatro piezas, “Lust for Life”, “China Girl”, “Tonight” y “Bang Bang”, compuestas juntamente con su estimado amigo David Bowie), había prestado escasa atención a la labor creativa del hombre nacido como James Newell Osterberg Jr., pero también hay que decir que mi interés se acrecentó tras escuchar en repetidas ocasiones el disco que ahora celebra su 30 aniversario.
Para empezar, la llamativa portada realizada por el ilustrador estadounidense Charles Burns encaja a la perfección con el concepto global de la obra, pese a que no me gustó la primera vez que la vi, aunque a la postre le he pillado el rollo gracias a la provechosa cohabitación con una fanática de los cómics. Asimismo, Ladrillo a ladrillo me parece un atinado título tanto por ser la idea primordial, de evidente carga simbólica, que se percibe con claridad en la canción homónima, en la inicial «Home» o en otros desperdigados y sutiles fragmentos, como para definir el conglomerado estilístico que encontramos a lo largo de toda la grabación, muestra del afianzado eclecticismo de su autor, y en la que conviven el rock musculoso (el citado corte inaugural, la extensa “Neon Forest” o el explícito tándem “Butt Town” y “Pussy Power”), la americana (“Main Street Eyes”), la tierna balada “Moonlight Lady”, el híbrido de funk-calypso “Starry Night” (con coros de John Hiatt, que también firma la trepidante “Something Wild”) o un par de singles con descarado toque pop: el conclusivo “Livin’ on the Edge of the Night” y “Candy”, el inmejorable dueto con la vocalista Kate Pierson del grupo B-52’s. Amén de las nombradas colaboraciones hay que destacar las esenciales aportaciones de los gunners Duff McKagan y Slash (co-escritor de la potente “My Baby Wants to Rock & Roll”), de tres reputados músicos de sesión (el multiinstrumentista David Lindley, el guitarrista Waddy Wachtel y el batería Kenny Aronoff) y, fundamentalmente, del prolífico productor Don Was, el cual le da una certera ininterrumpida continuidad y una lustrosa ornamentación a todo el registro. No obstante y sin ninguna duda, el versátil y madurado canto de la iguana de Detroit es el aspecto que más sobresale de un álbum notable que, con justicia, fue bendecido por la prensa y el público.
Meses después tuve mi bautismo de fuego como anonadado espectador de un concierto de Iggy Pop, pero esta es una intensa y borrosa batallita que ya contaré en otra redacción.