In Flames – The Jester Race: 25 años de una de las cumbres más altas del melodeath original

Ficha técnica

Publicado el 20 de febrero de 1996
Discográfica: Nuclear Blast
 
Componentes:
Anders Fridén - Voz
Björn Gelotte - Guitarras, batería
Jesper Strömblad - Guitarras, teclados
Glenn Ljungström - Guitarras
Johan Larsson - Bajo

Temas

1. Moonshield (4:58)
2. The Jester's Dance (2:09)
3. Artifacts of the Black Rain (3:17)
4. Graveland (2:46)
5. Lord Hypnos (4:01)
6. Dead Eternity (5:01)
7. The Jester Race (4:51)
8. December Flower (4:10)
9. Wayfaerer (4:41)
10. Dead God in Me (4:15)

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Supongo que en la vida de todos y cada uno de nosotros, obsesos musicales pasados, presentes y futuros, hay una serie de discos que por H o por B han llegado a ocupar un lugar especial en nuestro siempre singular mundo interior. Ya sea porque nos descubrieron un estilo en concreto, porque nos pillaron en una época especialmente receptiva (y por eso muchos de ellos se corresponden a hallazgos de nuestra adolescencia), porque nos tocaron alguna fibra aún desconocida o porque, sencillamente, nos llegaron en el momento correcto y preciso para que nos impactaran con especial fuerza, hay algunos álbumes (y no otros) que han logrado formar parte de ese selecto grupo de obras pivotales que nos conocemos de pé a pá y con las que nos iríamos al fin del mundo a escucharlas sin parar.

Ese singular impacto no siempre tiene que estar necesariamente relacionado con su calidad (aunque, por supuesto, ése suele ser también un factor importante), si no, por suerte, es fruto de las emociones absolutamente subjetivas que es capaz de generar la música en cada uno de nosotros. Así, habrá obras maestras universales que nos dejarán más frío que un carámbano y discos considerados mediocres o secundarios por el gran público que a nosotros nos harán llorar de emoción. Aquí radica, claro, la magia del arte en general y de la música en particular, y bien bonito que es que sea y siga siendo para siempre así.

Toda esta introducción, como ya os podéis imaginar, tiene como único propósito culminar diciendo que el The Jester Race de los suecos In Flames es, precisamente, uno de esos discos. De hecho, hubo un tiempo en mi vida en el que escucharlo me producía una felicidad indescriptible y una sensación única de estar en casa, y por ello lo hacía en bucle permanente a pesar de tener ojos y orejas constantemente alerta para agarrar al vuelo todo lo que lo que me pasara por delante a nivel musical. En esa época, que corresponde con ese mismo 1996 en el que salió, The Jester Race me pareció EL mejor disco que podía existir, descubriéndome una serie de elementos que no era ni consciente que me pudieran gustar tanto. Y no solo es que me gustara mucho, sino que vivía incluso con una cierta sensación de inexplicable orgullo al haber podido conectar con él de una forma tan intensa.

A pesar de que ya había escuchado (supongo, porque de hecho no estoy 100% seguro de ello) tanto el The Gallery de Dark Tranquillity como el Slaughter of the Soul de At the Gates (dos discos que también me flipan, por supuesto), así como otras obras de proto-death metal melódico como podría ser el Tales of the Thousand Lakes de los finlandeses Amorphis (que también me flipa), The Jester Race fue el disco que me hizo enamorarme definitivamente del melodeath hasta convertirlo, aún hoy, en uno de mis estilos de referencia. Slayer siempre fue, históricamente, la banda favorita de mi adolescencia, pero esto me dio tan fuerte que me atrevería a decir que In Flames fueron los únicos capaces de desbancarlos temporalmente. Incluso podría afirmar sin equivocarme que mi tolerancia por las vertientes más duras y menos melódicas del death metal más estricto se vio sensiblemente reducida tras descubrirlos y abrazarlos, hasta convertir esos estilos en subgéneros meramente secundarios para mi posterior evolución musical.

Independientemente de lo importante y decisivo que fuera para mí, y absolutamente inconscientes de mi devota infatuación con ellos y su obra, el hecho es que los chicos de In Flames pegaron un sonoro puñetazo en la mesa y se marcaron aquí su verdadero discazo de consolidación y reafirmación. Es verdad que tanto Lunar Strain como Subterranean fueron, a pesar de embrionarios, trabajos sobradamente disfrutables (algo que yo descubrí a posteriori), pero es aquí cuando de verdad se situaron como un baluarte del género, establecieron el estilo que los iba a hacer grandes durante la segunda mitad de la década de los noventa y les sirvió para firmar por unos gigantes como Nuclear Blast, sello con el que aún siguen trabajando a día de hoy. Vamos, que más allá de mi excitada opinión subjetiva de fanboy del momento, The Jester Race es también universalmente una de las obras maestras más influyentes del metal de los noventa.

Éste fue también el primer disco de larga duración de la banda en el que podemos escuchar el trabajo del vocalista Anders Fridén y del batería Björn Gelotte (ahora guitarrista), que entraron justo antes de grabar Lunar Strain y que actualmente son los líderes e ideólogos tras la encarnación actual de los suecos (tan distinta musicalmente a esos primeros años). De hecho, tras la marcha del que fuera su principal compositor Jesper Stromblad en 2010, In Flames se han quedado como una de esas raras bandas en las que ya no queda ninguno de sus miembros fundadores (al lado de otras como Napalm Death o Stratovarius), y sin ya ni rastro de los que grabaran su disco de debut Lunar Strain (entre ellos, recordad, el actual vocalista de Dark Tranquillity Mikael Stanne, que tras ese disco intercambió posiciones con Fridén al frente de dos de las bandas esenciales de la escena de Göteborg).

Como decíamos, In Flames fueron capaces de parir un álbum sencillamente espectacular con The Jester Race, sentando muchas de las bases de lo que iba a ser el death metal melódico (y el metalcore, ojo) de los tiempos futuros. Lejos de querer sonar más duros que nadie como ocurrió con buena parte de los pioneros del thrash, el death o el black metal, los suecos abrazaron su pasión por el heavy clásico (por si quedaba alguna duda, el señor Stromblad y su entonces compañero a las seis cuerdas Johan Larsson formaban también parte de la formación original de los revivalistas Hammerfall, aunque no llegaron a grabar nada con ellos) y se sirvieron de multitud de recursos eminentemente jebis como las melodías dobladas de guitarra o los frecuentes pasajes acústicos e inequívocamente cálidos para convertirse rápidamente en la banda estrella y probablemente más influyente de todo el incipiente y prometedor panorama melodeath que estaba pegando fuerte desde Suecia.

Aunque a día de hoy, por supuesto, ya no suelo ponérmelo en bucle como solía hacerlo antes, el disco sigue sonando increíble, ha envejecido a las mil maravillas y escucharlo significa redescubrir un temazo tras otro con creciente placer y excitación. Ya para empezar, la inicial «Moonshield» se nos presenta como un temarral impresionante que por si solo ya justifica que hayas hecho es esfuerzo de meterle mano a este disco. El sencillo, sereno y envolvente pasaje acústico con el que abre (y al que más adelante volverá a recurrir) es simplemente maravilloso, y el icónico y ya esperado golpe de caja que tiene lugar en el minuto 0:47, además de electrificar esas mismas notas, sirve para dar paso a una preciosa e impecable serie de melodías de guitarra extremadamente cálidas y absurdamente épicas. Aquí más que en ninguna otra de canción del disco, el característico y natural fluir entre esas melodías marca de la casa y las guitarras acústicas (normalmente acompañadas de la batería) brilla con todo el esplendor, y no me digáis que no os cuesta nada sentir y constatar como buena parte del death metal mélodico finlandés que lideran bandas como Insomnium ha bebido copiosamente de aquí. Es que menudo temarral.

Aprovechando el empuje y la inercia de las guitarras acústicas de «Moonshield», «The Jester’s Dance» es una preciosidad instrumental que de nuevo juega con esa alquímica alternancia entre acústica y electricidad. Mientras la primera desborda melancolía sin necesidad de ser llorona, los punteos, las melodías y los jugueteos entre ambas guitarras son irresistiblemente tarareantes y deliciosamente jebis, aunque la producción (obra como no del famoso Studio Fredman de Fredrik Nordström que ayudó a parir todas las obras clásicas – y no tan clásicas – del sonido Göteborg) les ayuda a sonar mucho más nítidos, modernos y enérgicos. Esta pieza dura tan solo dos minutos, y un buen porcentaje de ella se va en el fade out final, pero siempre me ha parecido un momento imprescindible para poder disfrutar al 100% de este disco.

Su delicado y menguante final contrasta con la explosión de potencia que es «Artifacts of the Black Rain», otro de los cortes estrella de The Jester Race y el primero en la que apuestan decididamente por ir al grano. Mucho más veloz, directa y sin partes acústicas pero igualmente repleta de melodías de guitarra absolutamente deliciosas (para muestra, la que acompaña el estribillo, que déjala ir), solía ser una de mis debilidades de adolescentes, y a pesar de que toda ella es genial, cerca del punto que marca el último minuto se sacan de la manga una auténtica bacanal guitarrera de esas que se te cae la mandíbula al suelo. Y es que la pareja formada por Jesper Stromblad (principal autor de todas las canciones de este disco) y Glenn Ljundstöm (que se mantendría en la banda hasta poco después de la publicación de Whoracle) se compenetraba a la perfección y se nota que disfrutaba de tocar junta. De hecho, ambos coincidieron también en Hammerfall y en ese proyecto futuro y que quizás pasó algo desapercibido llamado Dimension Zero.

La claqueta sigue subiendo de revoluciones con «Graveland», el tema más corto y quizás más cañero de todos los puramente eléctricos que podremos encontrar en este disco. Aún así, en sus poco menos de tres minutos tiene espacio de sobras para mezclar las guitarras frenéticas, el doble bombo y la caja a todo trapo con pasajes más lentos y algunas partes habladas que suenan muy a su época. Un temarral absurdo con un final sorprendentemente abrupto y cortante que da paso a la danzarina «Lord Hypnos», un tema muy vacilón que en muchos momentos tiene un rollo sorprendentemente Maiden (a mí ahora me ha recordado, más por estilo que por sonido, a cosas del Somewhere in Time). Después de un minutillo y medio de dinámica divertida y alegre, se produce un parón inesperado que, tras unos segundos de silencio, abre la puerta de nuevo a las guitarras acústicas y a una sucesión de momentos a cuál más memorable que acaban desembocando de nuevo en el ritmo ligero y feliz del que hablábamos y, en última instancia, en otro de esos súbitos finales que te deja un poco descolocado.

«Dead Eternity» y sus casi blast beats iniciales vuelven a meter toda la caña en el asador, aunque lejos de encasillarse ahí acaba por convertirse en uno de los temas más variados del disco (y sin recurrir a la acústica para ello), con momentos cercanos al doom y riffs espectaculares (uno tras otro, es que es brutal lo de esta gente) entrelazándose con partes frenéticas que no te dan un segundo de respiro. Suena redundante decirlo visto de de dónde venimos y a dónde vamos, pero se trata de otra canción magnífica que cuenta con algunos pasajes verdaderamente impresionantes. En otro estilo muy distinto, del tema título podríamos hablar en adjetivos muy parecidos. Con su estribillo buscadamente pegadizo y una nueva dosis de melodías infecciosas y bailables, usa la calidad de la composición para perderse por derroteros medianamente accesibles y no en vano es uno de los temas más populares del disco.

Mira que hay temarrales absurdos en este álbum, pero yo siempre he tenido una debilidad especial por «December Flower». No voy a decir que sea el mejor ni mi favorito (básicamente porque visto el nivel, una afirmación de este tipo solo podría ser injusta), pero siempre lo he tenido como una joya olvidada que no ha acabado de tener el reconocimiento que se merece ni por parte de los fans ni, por supuesto, por parte de la propia banda. Las guitarras de este tema me hacen salivar de forma lasciva, con un solo intermedio de cuarenta segundos para sacarse el sombrero y ponerse a llorar (y de cuya escala creo que el señor Michael Ammott tomó buena nota) y una evolución general extremadamente motivante y desbordante de groove, de gancho y de fluidez. La palabra «temarracal» se queda cortísima para describir lo que tenemos entre manos aquí.

Entramos de lleno en la recta final con la instrumental «Wayfearer», otro corte magnífico (qué sorpresa), motivante, divertido y sorprendente que sale sobrado y airoso del reto que supone tener que dar la cara después del trallazo previo. Y lo hace apostando por algo totalmente distinto como es una absoluta orgía de sonidos e influencias que van desde la psicodelia al hard rock a lo Van Halen y que contiene algunas de las melodías más decididamente épicas de todo el disco (lo que ya es decir). Para acabar, «Dead God in Me» es un pepinazo de death metal melódico sin paliativos. Rápido, melódico, potente, enganchante y poseedor de todos los adjetivos que ya he repetido por activa y por pasiva a lo largo de los últimos párrafos, cierra el disco con el listón altísimo a pesar de esa extraña sorpresa en forma de parón con niño llorando y, una vez más, un final un poco demasiado abrupto. Pero vamos, minucias que no deslucen otro temarral a la altura de la obra maestra que acabamos de escuchar.

Con The Jester Race, In Flames se colocaron directamente en el Olimpo del aún incipiente fenómeno en el que se iba a convertir el melodeath de origen sueco. El posterior Whoracle iba a seguir aún por esos mismos derroteros y se trata de otro disco maravilloso, mientras que los muy buenos Colony y Clayman servirían para cerrar por todo lo alto ese primer ciclo de la carrera de la banda al que iban a dar carpetazo coincidiendo con el cambio de siglo. Poco a poco, y como bien sabéis, los suecos se fueron apartando del su estilo original para abrazar lo que sea que es la aberración que hacen ahora. Por supuesto, cualquier banda tiene sobrado derecho a hacer absolutamente lo que quiera con su carrera y su evolución musical, y el éxito comercial del que gozan ahora es prueba más que suficiente de que sus decisiones no han sido erróneas, pero a día de hoy yo escucho cosas como Battles o I, the Mask y, sinceramente, no sé muy bien qué decir.

Ese cambio progresivo de estilo ha hecho que la banda renunciara cada día más a incluir temas antiguos en su repertorio, y por ello la inmensa mayoría de canciones de este disco hace tiempo que han quedado en el olvido. Por encima de todas ellas está «Moonshield», que tras haber sido un corte imprescindible en sus setlists hasta mediados de la década de los dosmiles, estuvo diez largos años en el ostracismo hasta que la recuperaron en 2017. Detrás suyo, solo «Graveland» y «Artifacts of the Black Rain» han tenido una presencia más o menos relevante a lo largo de la historia, mientras que un tema como «The Jester’s Dance» (siempre según los datos proporcionados por setlist.fm) no tuvo su primera oportunidad en directo hasta 2017. Los demás no han pasado de lo testimonial, con mi adorada «December Flower» sonando tan solo trece veces (todas en 1996) y cortes como «Lord Hypnos», «Wayfearer» y «Dead God in Me» manteniendo aún su virginidad. Lo que me parece curioso (y me da un poquito de pena) es que en su global éste es el disco del que menos canciones han interpretado a lo largo de su carrera, por debajo incluso de Lunar Strain y superando únicamente al reciente I, the Battle, que por culpa de la pandemia ni tan siquiera han sido capaces de presentar como se merece.

No quiero terminar este artículo sin hacer una pequeña mención a la portada y a su autor, todo un genio de la época como es el alemán Andreas Marschall. En su momento este señor fue el más buscado para ilustrar las carátulas metálicas de la época (especialmente de power metal), y en su portfolio tiene brutalidades icónicas como el cuarteto Twilight / Somewhere / Imaginations / Nightfall de Blind Guardian, el The End Complete de Obituary, el Coma of Souls y el Violent Revolution de Kreator, un buen puñado de discos de Rage, Grave Digger, Hammerfall o Immolation e, incluso, varios trabajos de Dark Moor y Zenobia. En lo referente a In Flames, fue el encargado de dar forma y color a las portadas de The Jester Race, Whoracle y Colony, incluyendo aquí por primera vez la figura de la que fuera mascota de la banda en su momento, el tal Jesterhead. Aunque algún brutote con poco ojo para el diseño decidió meterle una especie de casi Comic Sans como fuente para el título, la portada mola tanto que ese detalle pasa suficientemente desapercibido y no consigue arruinarte la experiencia. Además, se trata también de la última portada en la que se puede ver el logo primigenio de la banda, un logo que se vería ampliamente modernizado a partir de su siguiente trabajo.

Como detalle final curioso para acabar con este tochaco, debo comentar que me es imposible disasociar este disco de las historias de El Pequeño Nicolas, ese pequeño personaje de nueve años salido de la mente del celebrado guionista francés René Goscinny. Y es que mi enésima relectura de las aventuras de Alceste (el niño gordito y patoso que siempre está comiendo), Eudes (el fuertote que quiere pegar puñetazos en la nariz de los demás a todas horas), Agnan (el empollón que se sienta en primera fila al que no le puedes pegar porque lleva gafas), Geoffroy (que tiene muchos juguetes porque su padre es muy rico) o el vigilante Ullsdetita me acompañó durante muchas de esas tardes que me pasé tumbado en la cama libro en mano y disco en bucle, de forma que ya no puedo concebir el uno sin el otro y el otro sin el uno. Después de recuperar The Jester Race y darle de nuevo todas las escuchas que se merece, quizás es momento también de desempolvar esos viejos libros y disfrutar otra vez, y con nuevos ojos, de esa hilarante y encantadora pléyade de personajes que si no conocéis os recomiendo encarecidamente. Y el disco, pues también.

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Sobre Albert Vila 954 Artículos
Siempre me ha encantado escribir y siempre me ha encantado el rock, el metal y muchos más estilos. De hecho, me gustan tantos estilos y tantas bandas que he llegado a pensar que he perdido completamente el criterio, pero es que hay tanta buena música ahí fuera que es imposible no seguirse sorprendiendo día a día. Tengo una verborrea incontenible y me gusta inventarme palabras. Si habéis llegado hasta aquí, seguro que ya os habéis dado cuenta.