Los años noventa no fueron del todo benévolos para el heavy metal más clásico y, sin duda, tampoco lo fueron para Iron Maiden. Más allá del valor que cada uno le dé a la época en la que Blaze Bayley se hizo cargo de las voces de la doncella (personalmente creo que The X Factor es un disco excelente – aunque quizás demasiado largo -, mientras que Virtual XI sigue teniendo algún que otro temazo pero es extremadamente irregular), está claro que a nivel de popularidad y apreciación general, tanto la marcha de Bruce como las modas de la época no les hicieron precisamente un favor. Porque el auge de todo lo alternativo (tanto en el rock como en el propio metal) hizo que casi todas las bandas que lo habían petado a lo grande en los gloriosos y despampanantes ochenta vivieran momentos convulsos una década después, tuviendo que lidiar con la marcha de algunos de sus miembros clave, con galopantes crisis de identidad y con el desdén de muchos nuevos fans que les veían como carcamales el pasado. Y los de Steve Harris, la banda más grande del panorama metálico durante tantos años, no fueron para nada una excepción.
El cambio de siglo, en cambio, vino acompañado del resurgir de muchas de esas bandas clásicas, y ese patrón se cumple de nuevo a rajatabla en Iron Maiden. Blaze Bayley dejó el grupo a principios de 1999 al no ser capaz de soportar las duras exigencias vocales que supone pasarse buena parte del año en la carretera (la elección de algunas canciones con tonos mucho más elevados que el suyo, por lo que parece, no le ayudaron precisamente en ese sentido). Con lo que costó que los fans aceptaran al bueno de Blaze (de hecho muchos no llegaron a hacerlo nunca), imagino que los ingleses se plantearon la búsqueda de su reemplazo como una desnaturalización demasiado peligrosa en una época tan delicada, así que visto que la carrera en solitario de Bruce Dickinson tampoco era para tirar cohetes a nivel de éxito de masas, en cuestión de semanas Steve cedió a las presiones de su mánager Rod Smallwood y aceptó que lo mejor que les podía pasar a todos es que el añorado vocalista volviera a las filas de la banda. A su vez, y quizás aún más inesperadamente, en la misma reunión también se acordó el retorno de Adrian Smith después de diez años de irregular pero valiente carrera en solitario.
El hábil guitarrista londinense siempre ha sido uno de los miembros de la banda más queridos por el público, y el fin de la época dorada de Iron Maiden se asocia normalmente a su marcha (posterior al mitico Seventh Son of a Seventh Son e inmediatamente previa al denostado No Prayer for the Dying), así como a la llegada del no menos infravalorado Janick Gers. Por ello, el anuncio de su vuelta a la doncella, tanto a nivel nostálgico como compositivo, fue recibida con auténtica excitación por parte de los fans. Además, en un decisión probablemente más motivida por la amistad que por razones estrictamente musicales, también se dejó claro que Janick iba a mantener su lugar en una banda que, a partir de ese momento (y hasta hoy), iba a contar con el concurso de tres guitarristas, abriendo así un nuevo mundo de posibilidades sonoras y escénicas que, sin duda, iban a explorar sobradamente en los años que estaban por venir.
El impacto de este sonado y celebrado doble retorno fue inmediato. Coincidiendo con la publicación del videojuego Ed Hunter (un proyecto en el que llevaban trabajando desde hacía años y al que, por cierto, yo nunca jugué), la banda se embarcó en una exitosa gira por América y Europa que tuvo lugar a mediados de 1999 y que, cómo no, también pasó por la península. Acompañados por unos Megadeth que acababan de publicar su criticadísimo (y en mi opinión horrible) Risk y que empezaban su propio y particular calvario por los dosmiles, Iron Maiden colgó el cartel de sold out en el Palau Olímpic de Badalona (un concierto en el que me quedé a las puertas por culpa de no haber comprado entrada anticipada). Para ponerlo en perspectiva, las 11.000 personas que llenaron el pabellón del Joventut significan el triple de lo que cabía en el Pavelló de la Vall d’Hebron que habían pisado tan solo un año y pico antes junto a Helloween durante la presentación de Virtual XI. Tal fue el antes y el después que supuso la vuelta de Bruce y Adrian a nivel de popularidad y repercusión que a partir de ahí (y empezando por la presentación de Brave New World en verano de 2000), Iron Maiden no ha bajado nunca del Sant Jordi.
La reunión ya había demostrado de sobras ser una excelente idea y un éxito incontestable, pero como a los de Steve Harris nunca les ha gustado vivir de las rentas, ahora faltaba lo más difícil: refrendar esas expectativas en un nuevo disco de estudio que les devolviera definitivamente a la primera línea del metal mundial. Y aunque lo cierto es que hay algunos que se resisten tozudamente a considerarlo como tal, para mí Brave New World es un discazo como la copa de un pino. Seguro que juega en favor de esta opinión el hecho de que, coincidiendo con los primeros tiempos que tuve internet en mi casa, me obsesionara con él hasta lo enfermizo, pero incluso escuchado ahora (aunque en realidad nunca ha acabado de salir de mi rotación más o menos habitual) sigue aguantando a la perfección tanto en lo que concierne a los hits (que no tiene) como en un fondo de armario más que notable. Imaginad si me dio fuerte que su portada en forma de póster gigantesco decoró mi habitación durante unos cuantos años, e incluso me llegué a comprar el single de «The Wicker Man» en un ataque de compulsividad. Si no recuerdo mal, venía con versiones en directo de «Man on the Edge» y «Futureal» cantadas por Bruce, además de un posavasos de regalo que vete a saber dónde anda. Y ojo que es, aún a día de hoy, el único single que me he comprado en mi vida.
Lo primero que llama la atención cuando tienes este álbum entre tus manos es la espectacular portada. Podremos discutir el nivel de detalle existente en portadas como la de Somewhere in Time o el terrorífico impacto de la de Fear of the Dark, pero en lo puramente estético, me atrevería a decir que éste es mi artwork favorito de toda su extensa carrera, con una combinación de colores que me flipa y la genial figura de Eddie como tormenta amenazadora extendiéndose sobre el Londres del futuro. Si no me equivoco, se trata de la última colaboración del ya legendario Derek Riggs (creador de la imprescindible mascota de la banda más de veinte años antes) con Iron Maiden después de que ya no hubiera participado en los tres álbumes anteriores de la banda. La portada, además, creo que ilustra notablemente bien el concepto del disco, cuyo tema título está basado en la clásica novela distópica del mismo nombre (en español se tradujo como «Un Mundo Feliz») que el visionario Aldous Huxley escribió en los ya lejanos años treinta. Un libro brillante que, por cierto, te recomiendo que leas si no lo has hecho ya.
Lo segundo que llama la atención una vez pones este Brave New World en tu reproductor es que suena mucho más fresco, potente y alegre que los los álbumes de la época Bayley. De hecho, creo que uno de los grandes pecados que hace que Virtual XI sea un disco relativamente poco afortunado es ese sonido desganado y alarmantemente falto de punch que lo convierte en previsible y aburrido en demasiados momentos. Ese también era un mal que azotaba The X Factor, pero la oscuridad de ese disco quizá resultaba algo más apropiada para ello. Ambos trabajos los produjo un tal Nigel Green, discípulo del histórico Martin Birch que tomó las riendas de sus proyectos una vez éste último se retiró de los estudios tras la grabación de Fear of the Dark. En este sentido, además de los retornos de Bruce y de Adrian, Brave New World supone también la valiosa incorporación de Kevin Shirley tras la mesa de mezclas. El productor sudafricano ha sido responsable del sonido de los cinco discos que ha sacado la banda desde entonces y creo que ha sido capaz de dejar su huella en lo positivo, modernizando su sonido clásico y adaptándolos con naturalidad y frescura al nuevo siglo.
Pero a pesar de que la producción y el aire general puedan dar a entender que este disco y su predecesor son como el día y la noche, lo cierto es que a nivel compositivo y de idea global quizás no hay tantas diferencias entre ellos. Sin ir más lejos, hasta tres de las canciones que acabaron formando parte de este trabajo («The Nomad», «Dream of Mirrors» y «The Mercenary») fueron escritas ya en las sesiones de Virtual XI y, en realidad, el camino que siguen los de Steve Harris en Brave New World, alternando cortes directos como «The Wicker Man» o «The Mercenary» con epopeyas progresivas como «The Nomad» o la final «The Thin Line Between Love and Hate» y cortes épicos y coreables como el propio «Blood Brothers» no se aleja mucho de lo que la banda ya vino proponiendo durante la década anterior. Aún así, ya sea por la producción, por la añorada y alegre voz de Bruce, por los matices que aportan las tres guitarras o porque, sencillamente, había ganas de que así fuera tanto por parte de la banda como de los fans, Brave New World está considerado por casi todo el mundo como el retorno de Iron Maiden a su óptimo estado de forma, calificándolo incluso como su mejor trabajo desde Seventh Son (algo con lo que muy probablemente estoy de acuerdo).
La inicial «The Wicker Man» (basada en la película del mismo nombre de 1973) fue el primer single de presentación y su publicación unas cuantas semanas antes de la salida del disco creó una predecible cantidad de hype. Se trata de una canción muy en la onda de otros openers de la banda en el pasado: ligera, sencilla, directa y pegadiza como «Aces High», «Be Quick or Be Dead» o «Futureal». El estribillo es icónico y de puño en alto y sus oh-oh-ohs son irresitibles hasta el punto de que, aún hoy, es probablemente la canción más popular de un disco que, como hemos dicho, tampoco es que añadiera ningún hit imprescindible al extenso catálogo de la banda. Junto con «Ghost of the Navigator» y «Brave New World» forma un trío inicial maravilloso que en su momento me tuvo prendado y que aún hoy no deja que causarme algún que otro escalofrío de placer al oírlo fluir con tal naturalidad.
«Ghost of the Navigator» es, posiblemente, mi tema favorito de todo el disco. Con un cierto aire a ese adorado «Infinite Dreams» y una atmósfera misteriosa y delicada a pesar de que en más de una ocasión se engorile lo suyo, las melodías y los riffs que se suceden a lo largo de sus casi siete minutos de duración son simplemente excelsos. De hecho, me sorprende que un temarral como éste no haya tenido mayor recorrido en los años posteriores de la carrera de la banda, primero porque creo que tiene todos los ingredientes para convertirse en clásico y segundo porque me consta que es uno de los cortes más apreciados y demandados por parte de la mayoría de sus fans.
La genial tripleta que abre el disco se completa con el también magnífico tema título. Esta canción es la única que habla realmente del libro de Huxley, y si tuviera que relacionarla con algún clásico de la banda, no sé bien por qué, sería con «Revelations». A la suave y belleza acústica inicial le sucede un ritmo pesado y machacón que unos minutos más adelante se repite a mayor velocidad, mientras que durante gran parte del tema podemos escuchar como la melodía de la voz es seguida como un eco por una de las guitarras. Precisamente es el trabajo de las guitarras lo que me parece uno de los elementos más destacables aquí, tanto en los arreglos que acompañan el épico estribillo como, sobretodo, en la alternancia de solos y en esas característicos twin leads a los que aquí les aparece un hermano nuevo con un resultado magnífico.
Al lado de «The Wicker Man», probablemente «Blood Brothers» sea el tema más popular de este disco, y eso que a mí nunca me ha dicho especialmente nada. Está claro que a nivel de letra puede ser todo un himno (así como lo era el olvidado «Como Estáis Amigos?»), pero musicalmente, y a pesar de no ser mala para nada (mirada en frío, de hecho, más bien al contrario) siempre me ha costado bastante. Se trata de un tema que encajaría perfectamente en The X Factor por su oscura musicalidad y sus arreglos sinfónicos, pero el cromatismo de la voz de Bruce hace que se convierta, inmediatamente, en una canción mucho más esperanzadora que melancólica. «The Mercenary», por su parte, es uno de los pocos cortes verdaderamente directos e inmediatos del disco, y aunque habitualmente ha tenido bastantes detractores, a mí siempre me ha gustado mucho. Si nos ponemos a analizarla, es verdad que la estrofa podría estar más elaborada y la estructura es en general algo repetitiva, pero tanto el estribillo como el bridge me parecen excelentes, y algunos riffs de guitarra, aunque sencillos, vienen rebosantes de un groove irresistible.
La segunda mitad del disco es, en general, bastante más espesa, progresiva y complicada que la primera (lo que no quiere decir en absoluto que sea peor). «Dream of Mirrors» es el corte más extenso que encontraremos aquí con 9 minutos y 21 segundos (en ese momento se trataba del quinto tema más largo de su discografía, aunque hoy ha bajado ya hasta el puesto número 11), y a mí personalmente me flipa. A pesar de su longitud, no es un tema especialmente enrevesado, y básicamente lo que dura se lo toma en crecer y evolucionar sin ningún tipo de prisa. En realidad, lejos de ser densa y difícil, el estribillo es pegadizo como él solo y la progresión que sigue a lo largo de todos sus pasajes (que a medida que nos acercamos al final se suceden con más y más rapidez) es verdaderamente intensa y lo suficientemente interesante como para no soltarte en ningún momento. En mi opinión, una de las joyas de Brave New World y, de haber sido incluida en Virtual XI tal y como estaba previsto, una manera de hacer subir la calidad de ese disco un par de peldaños.
Lo del orden de las canciones dentro de este disco es bastante interesante. Los cuatro primeros cortes son los que más han tocado en directo (siendo «The Wicker Man» y «Blood Brothers» los claros dominadores en este sentido – aunque ninguna de ellas se cuele en el Top 30 de la historia de la banda -), mientras que los dos siguientes fueron habituales en la gira del disco pero después desaparecieron por completo de sus preferencias. Los cuatro cortes que quedan de aquí hasta el final, por otro lado, han tenido una presencia entre testimonial y nula en los directos de la banda. Es verdad que, excepto la genial «The Nomad» (a mí me parece genial, vamos), son quizás los cortes más flojos del disco, pero aún así se trata de canciones llenas de chicha que probablemente hubieran merecido algo más de suerte y exposición en ese sentido. En todo caso, ya se sabe que Maiden no son particularmente aventureros a la hora de confeccionar sus repertorios, así que hacerse un sitio ahí (y más una vez ha pasado ya la gira de presentación del disco en concreto) es una tarea verdaderamente titánica.
La saltarina, simplona y alegre «The Fallen Angel» es un tema bailongo con una melodía vocal algo culebrera que me resulta bastante divertido y que, en mi opinión, tiene un estribillo más que notable y da totalmente el pego como potente segunda fila. «The Nomad», por su parte, es el tema más obviamente progresivo que hay aquí, con tiempos extraños, riffs sincopados, aires orientales, súbitos cambios de ritmo y líneas vocales histéricas e inesperadas. En lo personal es una canción que siempre me ha encantado en todos sus pasajes (el acústico y atmosférico central, por ejemplo, es delicioso), y lo cierto es que me sigue pareciendo una bacanal de creatividad que, por algún motivo, ha sido olvidada y despreciada, incluso, por una banda que nunca ha tenido el detalle de tocarla en directo, quizás, por la complejidad de sus arreglos. A mí, en todo caso, me parece uno de los mejores temas de este disco, e incluso diría que está ahí-ahí luchando por el podio.
Lo de «Out of the Silent Planet» es algo curioso. Teniendo todo lo que tenían para escoger, no sé exactamente por qué motivo éste y no otro fue el segundo y último single del disco. Aunque reconozco que se trata de uno de mis cortes menos favoritos, tampoco diré ni mucho menos que sea un mal tema, y de hecho una vez más cuenta con un buen estribillo y unas guitarras interesantes. Pero más allá de mis gustos, la propia banda lo ignoró siempre en directo (lo tocó exactamente cuatro veces) y nunca acabó de justificar esa condición de single. Para finalizar, la extensa «The Thin Line Between Love and Hate» es uno de esos temas capaces de generar opiniones totalmente encontradas. Hay gente que lo considera una genialidad, mientras que otros (yo soy uno de ellos) afirmamos sin problemas que nunca ha llegado a entrarnos del todo. Yo, sin duda, lo coloco como el menos memorable de los tres temas «largos» del disco (siendo «Dream of Mirrors» y «The Nomad» los otros dos), pero aún así, y una vez más, un tema regulín de un disco como éste sigue mereciendo un notable, y su progresiva y cálida segunda mitad me tientan a valorarlo incluso un poco mejor a pesar de que alguien acabe por confesar que «fucking missed it» ante las risas de los demás.
La exitosa gira de de Brave New World culminó en un multitudinario Rock in Rio que fue capaz de congregar la increíble cantidad de 150.000 personas en la ciudad carioca y que se grabó para ser editado bajo ese mismo nombre en 2001. En el escenario del concurrido festival brasileño se puede comprobar las ganas y la energía que rebosa la banda, que como siempre demuestra confianza máxima en el disco que están presentando (tocando hasta seis temas de Brave New World) y deja un excelente testimonio del excelente momento de forma en el que se encontraban a principios de este siglo. En mi opinión, los de Steve Harris no han conseguido superar este disco en los últimos veinte años, pero como grupo sí que han sido capaces de crecer y crecer cada año un poquito más. Iron Maiden son de nuevo una de las bandas más grandes del planeta, y este disco supuso, sin duda, todo un punto de inflexión para que así sea.
Siempre me ha encantado escribir y siempre me ha encantado el rock, el metal y muchos más estilos. De hecho, me gustan tantos estilos y tantas bandas que he llegado a pensar que he perdido completamente el criterio, pero es que hay tanta buena música ahí fuera que es imposible no seguirse sorprendiendo día a día.
Tengo una verborrea incontenible y me gusta inventarme palabras. Si habéis llegado hasta aquí, seguro que ya os habéis dado cuenta.