Ahora que se cumplen 40 años de su publicación, proclamo que el cuarto larga duración de Iron Maiden no me entró nada bien al principio, primordialmente por los absurdos recelos de un heviata adolescente. Me explico. Todo empezó con la emisión en un programa de la caja tonta (creo que fue en el infumable Tocata) del vídeo de “Flight of Icarus”, primer single del nuevo disco de la que era, por entonces, una de mis bandas favoritas. Siendo fan incondicional de la trilogía inicial de los británicos, para disgusto de la mayoría de mis familiares y de una gran parte de mi círculo de amistades, dicha proyección en un espacio televisivo excesivamente comercial y, claro está, el más que asequible sonido del tema en sí, me sentaron como un tiro.
Pero cuando aún no me había repuesto de aquel doble traspiés, la supuesta traición a mi devota militancia se consumó al ver la portada del ansiado LP. ¿Eddie rapado, ensangrentado, con camisa de fuerza y encadenado a las paredes acolchadas de un extraño manicomio? ¿Dónde estaba el monstruo que me había aterrorizado en unos cuantos de mis particulares paseos nocturnos, cruzando los frondosos bosques de mi pueblo, mientras escuchaba en el walkman las creaciones de sus camaradas humanos? Y, como descubrí no hace mucho, menos mal que descartaron la idea original para la carátula, en la que la dulce criatura infernal aparecería asesinada, bajo el macabro título de Food for Fought. Además, leyendo los créditos del interior de la carpeta, también confirmé otro cambio (el tercero, tras las marchas, voluntarias o impuestas, del guitarrista Dennis Stratton y del cantante Paul Di’Anno) en el seno del grupo liderado con mano férrea por el jefe Harris, concretamente en las baquetas (“A Very Special Thanks to Clive Burr – good luck mate”), pero este hecho, aunque inesperado, no lo consideré tan trascendental. En definitiva, que me compré el vinilo casi por obligación y, después de darle un par de repasos sin prestarle demasiada atención, debidamente lo archivé al lado de los anteriores. Hasta que una noche, estando completamente solo en el comedor de casa de mis padres, incentivado por alguna razón que actualmente no recuerdo, decidí volver a pincharlo con una diferente predisposición. Y en ese momento, cuando el plato dejó de girar transcurridos unos frenéticos 46 minutos, me percaté plenamente de mi inconsistente error.
Piece of Mind (1983) es un álbum sobresaliente, que no alcanza la excelencia porque, en mi opinión, sus dos últimos cortes, el repetitivo «Sun and Steel» y el progresivo «To Tame a Land», reducen un poco el nivel global del inspirado y uniforme repertorio (incluso el alegórico vuelo de Ícaro encaja a la perfección en el orden en que está ubicado). Del resto de composiciones, la contundente «Where Eagles Dare», la lírica “Revelations”, la galopante «Die With Your Boots on», la inquietante «Still Life» (con eructo y burlesco mensaje grabado al revés en la intro) y la marcial «Quest for Fire» siempre las incluiría en un hipotético setlist ideal de la Doncella de Hierro, colocando a la hímnica “The Trooper” en la relación de las eventuales (básicamente porque la tengo muy sobada). Donde no hay discusión posible es en el diestro trabajo del quinteto, complementado por la equilibrada mezcla del vital productor Martin Birch, que realza las desinhibidas y maduradas interpretaciones del vocalista Bruce Dickinson, del bajista Steve Harris, del batería recién llegado Nicko McBrain y de la insustituible dupla a las seis cuerdas formada por Adrian Smith y Dave Murray.
A pesar de mis previas reticencias, y con el paso del tiempo, el apetitoso pedazo de cerebro se ha convertido en un guiso musical más imprescindible que los redondos que lo anteceden y preceden, los venerados The Number of the Beast (1982) y Powerslave (1984).