No hace mucho, dando un garbeo por internet hallé en una biografía de Nirvana una aseveración del reconocido Dave Grohl que decía lo siguiente:
«Fueron Jane’s Addiction y Pixies quienes abrieron la puerta del rock alternativo de los 90.»
Y no puedo estar más de acuerdo con el ex batería del icónico trio del movimiento grunge y líder de los consolidados Foo Fighters ya que dos redondos de las citadas formaciones modificaron en su momento mi predecible itinerario auditivo. Surfer Rosa (1988), el celebrado debut de los bostonianos, y Ritual de lo habitual (1990), el álbum que hoy cumple 30 años, aparecieron en mi vida de manera furtiva e inesperada pero actualmente aún ocupan puestos de privilegio en la particular colección de un servidor. Hasta el punto que las atrayentes portadas (dotadas de una aura semejante e incomprensiblemente censuradas en la mayoría de las redes sociales) de ambos trabajos presiden, enmarcadas en tamaño gigantesco, las paredes principales de mi hogar.
No quiero entrar en la fútil discusión de si este disco es mejor o más imprescindible que su antecesor, el fundamental Nothing’s Shocking (1988), que dicho sea de paso también puede presumir de tener una carátula impactante y, para algunas recatadas miradas, bastante impúdica. Tampoco encontraréis en este texto una crítica al uso de la tercera publicación de la banda californiana porque ya se han escrito multitud de exhaustivos análisis, fáciles de localizar, sobre esta obra capital. De hecho me voy a centrar en la piedra angular que justifica, al menos para mí, la remarcable aportación del cuarteto a un anquilosado panorama musical.
«Three Days» es la esencial composición, y antes de que sigáis leyendo mi alegato os recomiendo que la escuchéis con la máxima atención, de nuevo o por primera vez, en vuestro rincón predilecto, lejos del mundanal ruido. Si esta conveniente sesión no os embriaga, es preferible que aparquéis la presente disertación.
La extensa creación en cuestión, que versa sobre una aventura real de Perry Farrell con Casey Niccoli, su novia de entonces, y la amiga Xiola Blue, durante un largo fin de semana lleno de sexo y drogas en una estancia llamada «Love Garden», es una enrevesada jam que se apropia de las herencias sonoras de Led Zeppelin (la evidente confluencia entre “Dazed and Confused”, “Stairway to Heaven» y “Achilles Last Stand”), de los Doors (la inmortal “The End”), de la Velvet Underground (“Heroin”) e incluso del jazz & afro-soul de Fela Kuti.
Una suite de casi 11 minutos que comienza con una hipnótica línea de bajo de Eric Avery y unos líricos acordes a cargo de una dupla de guitarras confeccionando un envolvente colchón en el que, a través de susurros o melódicos recitados, el extravagante vocalista describe la singular historia de desenfreno antes contada. Un pasaje que progresa rítmicamente hasta desembocar en un crescendo épico protagonizado por un extraordinario solo de Dave Navarro, secundado por las contundentes percusiones de Stephen Perkins, y que concluye con los gritos exaltados de Farrell en un descomunal epílogo con apacible coda de cierre. Un tema tan barroco, insólito, misterioso y cautivador como la misma cubierta original del plástico.
Las ocho canciones restantes no gozan de una similar majestuosidad pero, sin ninguna excepción, mantienen muy alto el listón. Distribuidas en dos diferenciadas caras del vinilo (vigorizante la A y experimental la segunda) son una amalgama de las diversas influencias estilísticas (funk, rock psicodélico, heavy, hard rock, punk, reggae, dub) y de los variados gustos (David Bowie, Pink Floyd, Joy Division, Rolling Stones, The Stooges, Bauhaus o David Byrne) de los cuatro miembros del conjunto. Unas excitantes piezas que en determinados casos están adornadas con ingredientes de la cultura mexicana y que en su globalidad fueron plenamente rematadas por la precisa producción del ecléctico Dave Jerden.
Como colofón, tras ser deslumbrado por esta magnum opus, al poco tiempo tuve la suerte de disfrutar del inmenso concierto que nos ofrecieron los angelinos, acompañados de la violinista Morgan Fichter y colocados hasta arriba de todo tipo de sustancias, el sábado 6 de abril de 1991 en la sala Zeleste de Barcelona. Desgraciadamente, vista su posterior intermitente y anodina trayectoria, aún lo considero un insuperable epitafio.