A veces, me desanima pensar en el montón de discos que podrían ser de mi agrado y que, por una u otra razón, nunca he escuchado. O en aquellos que en su debido momento no les presté la suficiente atención y que, por consiguiente, quedaron archivados en el cajón de los olvidados. Aunque, de tanto en tanto, y por lo general a partir de una recomendación externa, he recuperado redondos muy satisfactorios. Precisamente, rebuscando en mi memoria constato que Defenders of the Faith (1984), el álbum que hoy celebra su fortalecido 40º Aniversario, fue, de algún modo, uno de estos casos. No tengo claras las causas de por qué ignoré el noveno trabajo de estudio de la banda británica Judas Priest en su navideña fecha de publicación ya que, de entrada, su anterior elepé, el fulgurante Screaming for Vengeance (1982), había sido un pilar esencial en mi introducción al heavy metal (lo desgasté hasta tal punto que dudo mucho que actualmente pueda vender mi copia de vinilo en Wallapop), pero deduzco que el motivo principal fue que me encontraba en una etapa de plena expansión educacional, es decir, que mi prioridad era descubrir nuevos o desconocidos artistas del género. Creo que también influyó que ni la ilustración de su portada, protagonizada por un tigre con cuernos de carnero y cuerpo con estructura de tanque, bautizado con el nombre de The Metallian; ni su primer avance, la vertiginosa “Freewheel Burning”; me convencieron inicialmente. Por fortuna, un día de verano de aquel fecundo e instructivo 1984, de regreso a casa caminando después de una estimulante tarde de piscina, acabó sonando en mi walkman. Entonces, me percaté del craso error cometido.
Tras el antes citado proyectil de arranque, el cual me dio la sensación de que ya no desentonaba y que cumplía a la perfección su función de indicativo comienzo, fueron retumbando sucesivamente sólidas balas como la recia “Jawbreaker”, la hímnica “Rock Hard Ride Free” (“Fight for Your Life”, en su versión original), la épica “The Sentinel”, la sensual “Love Bites”, la urgente “Eat Me Alive” y la oscura “Some Heads Are Gonna Roll”. Ya cubierto por los esplendorosos colores del crepúsculo, el turno le correspondió a “Night Comes Down”, un abrumador cartucho, en forma de afligida balada, con un desolador estribillo que se me quedó grabado de por vida en la mente. Y con la desilusión de la inminente llegada al hogar paterno, la cinta magnética de audio reprodujo las dos conclusivas municiones, la rocosa «Heavy Duty» y la coda que daba título a la obra, que para mi gusto se revelaron como las composiciones más flojas del repertorio (ahora mismo las sustituiría por “Reckless”, la vibrante pieza que cerró su posterior lanzamiento de larga duración, el comercial y disfrutable Turbo).
Elaborado en Ibiza, mezclado en Miami y masterizado en Nueva York, bajo la supervisión del productor e ingeniero Tom Allon, Defenders of the Faith consolidó en el panorama musical de su estilo a un experimentado e inspirado conjunto, integrado en esa época por el pletórico vocalista Rob Halford, los afilados guitarristas Glenn Tipton y K.K. Downing, y la óptima base rítmica a cargo del bajista Ian Hill y el batería Dave Holland. En lo que a mí respecta, terminó ocupando un lugar de honor entre lo mejor del año, al lado de imprescindibles como Ride the Lightning de Metallica, The Last in Line de Ronnie James Dio, Love at First Sting de Scorpions, The Warning de Queensrÿche, Crusader de Saxon, Hail to England de Manowar, Voa de Sammy Hagar o los debuts de Bon Jovi y W.A.S.P..