Bueno, pues resulta que esta gente del Science of Noise quiere saber más cosas de la banda sonora de mi vida, espero que vosotros un poco también, porque aquí estoy para contaros cuatro o cinco trolas más.
Como os decía en el anterior escrito, ese verano del 77, con mis cinco discos (el de Camel no lo cuento, por supuesto) y mi bicicleta chorrada (no, no me pillaron nunca, el tuneo la hizo irreconocible, es lo que tiene no llevar matrícula y que en aquella época la BH era el vehículo oficial de la gran mayoría de la población), me convertí en un aprendiz de rockero y encima motorizado. El Hell Angel de la BH. Eso hizo que empezara a meterle el gusanillo del ruakanrol también a los colegas, que rápidamente se engancharon al tema, y tanto mi habitación, como la de mi amigo Fenfi, con los fabulosos discos de su hermano camello, se convirtieran en pequeños auditorios musicales de volumen brutal, guitarrazos espontáneos, aullidos feroces y melenas al viento (a finales de los 70, todos íbamos con el pelo bastante largo, supongo que sería la moda del momento, heredada del progrejipismo más rancio o un signo contestatario de nuestros padres a las rapadas escolares de la época franquista y sus malditas plagas de piojos).
Los tres discos que por aclamación popular sonaban más y que producían la locura colectiva recuerdo que eran Live at Leeds (1970) de The Who, Slade Alive (1972) de los glam rockers Slade, con ese “Get Down With It” que nos hacía rockear como posesos, y el fastambuloso Paranoid (1970) de Black Sabbath.
En mi habitación yo tenía un “kit conciertos”, que solo utilizaba cuando estaba solo, por vergüenza supongo, consistente en una raqueta de tenis, una caña de bambú con un boli enrollado con celo a modo de micro, unas gafas de sol de mi padre de cristales verdes rollo Cobretti y un sombrero de paja de mi abuelo Badó, que él utilizaba para ir al huerto, y que eran el complemento estético de mis conciertos habitacionales. Ahora que lo pienso, no se que coño tendría que ver el sombrero de paja del abuelo con el rock, supongo que como no tenía nada para la cabeza, eso me pareció como mínimo diferente. No se, visto desde la distancia de los años puede parecer ridículo, bueno parecer, que lo era, para que me voy a engañar, pero en ese momento me encontraba de lo más vacilón y glamuroso, una palabra que por supuesto no sabía que significaba, bueno y ahora tampoco, para que os voy a mentir.
Cuando estaba solo en casa, recuerdo que me ponía los discos a toda ostia, y ataviado con los complementos antes descritos, raqueta de tenis en mano, guitarreaba como vil aprendiz de Ritchie Blackmore, dando saltos por encima de la cama o arrodillado frente a un póster de los Who en blanco y negro “in live” que tenía colgado en la pared, con Roger Daltrey laceando el micro por lo aires y Pete Townsend por detrás rodando su brazo sobre la Telecaster, póster que regalaban con la primera revista musical que me compré ese verano, ahora no recuerdo si era Disco Express o el Vibraciones, dos revistas de música de la época. Lo que seria actualmente una mezcla de Popular 1 y Ruta 66. La verdad es que con los años llegué a tener toda la habitación llena de fotos y pósters, incluso el techo, que dices ¿quedaba bonita? No, pero y lo que molaba qué ¿eh?. A veces entraba mi abuela Vicenta a la habitación en pleno trance rockero mío a avisarme para ir a comer o que me había venido a buscar alguien y su cara de “¿Qué vamos ha hacer con este niño?” lo decía todo. La verdad es que muchas veces intenté explicarle lo que yo sentía por el rock, pero ni lo entendió luego, ni lo llegó a entender nunca, “¿pero como puedes tocar si no sabes solfeo? o ¿pero la gente os viene a ver?” son las preguntas que durante toda su vida le rondaron por la cabeza sin llegar a entender mi afición, para acabar con un lapidario y resignado “mientras no os cueste dinero…”, si ella hubiese sabido…
Esas reuniones veraniegas de colegas, llenas de sudor y ruakanrol, depararon en que entre todos decidiéramos hacer un grupo. Y eso que éramos unas ¡¡10 personas!! Pero fuimos repartiendo instrumentos imaginarios, había de todo, baterías, guitarras, bajos, teclados, sección de viento (que fue otorgada en coña al Gimenes por su afición a peerse con facilidad y con una gran variedad de sonidos, velocidades y tonalidades acústicas) y cantantes, sobre todo cantantes, no importaba, lo habíamos visto en las fotos del disco Second Helping (1974) de los Lynyrd Skynyrd, una banda de rock sureño que mezclaba blues-rock, country, boogie, honky tonk y rock’n’roll, con hits en ese disco como “Working for MCA” o “Sweet Home Alabama”, canción que Gang Green versioneó de manera estupenda mezclándola con su tema “Sold Out”, creando un “Sold Out Alabama” memorable, tema que sale en su Lp Another Wasted Night (1986). Aquí por ejemplo los Siniestro Total también se atrevieron con ella vía “Miña Terra Galega”, pero eso ya son “figas de otro panero”.
Pues eso, ya teníamos un grupo, sin instrumentos todo sea dicho de paso, solo nos faltaba lo más importante, el nombre. Un nombre que nos hiciera justicia y que, al mismo tiempo nos definiera. Paràsits fue el escogido (Parásitos en catalán, no es difícil, ¿no?). Lo primero que hicimos para promocionar el grupo y desmarcarnos de la juventud local fue hacernos unas camisetas. Eran de color azul marino, con las letras Paràsits bien grandes en blanco en el pecho. Anda que no la lucíamos con orgullo por todos lados. Como si fuéramos una de aquellas bandas callejeras con las que flipamos un par de años más tarde cuando vimos esa gran peli que nos marcó sobremanera, The Warriors (1979). Ahora mismo pagaría lo que fuera por tener esa camiseta, que imagino acabó hecha trozos para trapos de sacar polvo de la abuela Vicenta (el hecho de haber pasado una guerra y encima ser catalana, hace que la abuela lo aprovechase todo).
Otra de las tonterías que hicimos como “banda” fue comprar una guitarra entre los ¡¡¡10!!!, pusimos mil pesetas cada uno y nos fuimos a Granollers al Novo Música a ver que encontrábamos. Y bueno si, por diez mil pesetas encontramos una guitarra MAYA, de color granate, imitación Gibson SG, que era de todos. El problema era que ninguno tenía ni idea de tocar la guitarra y todos la queríamos manosear. “Ahora me toca a mi” era la frase más repetida en nuestros imaginarios ensayos. Otro problema, era que no teníamos ampli donde enchufarla, y solo el equipo de música del camello tenía una entrada de jack en la que poder conectarla y hacerla sonar por los bafles del tocata. Pero claro, eso solo lo podíamos hacer cuando él no estaba. Llegamos incluso a hacer un tema de dos o tres notas, que con todo el mal gusto del mundo alguien tituló “Fruït de l’Esforç” (Fruto del esfuerzo), un nombre de lo más jipi pretencioso, lerdo y empalagoso, además de ser mentira, no hubo ni fruto y esfuerzo menos. Ahora mismo no sé donde acabó aquella guitarra, supongo que olvidada en casa del Fenfi unos años más tarde cuando dejamos de tener relación con él, por digamos, discrepancias musicales (mira que hacerse fan de Supertramp y de los Eagles) y de personalidad (solo quería ir de discotecas).
Otra de las cosas básicas que pensamos que debíamos hacer para ser unos buenos rockeros era fumar y beber. “¿Dónde se ha visto unos rockeros que beben agua, Trinaranjus sin burbujas y chupan piruletas?” nos dijo el camello un día que nos echó de su habitación al llegar con sus coleguitas. ¿Ah si?, maldito cabronazo, ¡¡¡te vas a enterar!!! Nos conjuramos todos y a partir de aquel día empezamos a fumar. Algunos empezamos con Ducados (yo aún no lo he dejado por desgracia) o Celtas, básicamente los que no teníamos pasta (yo por ejemplo se los chorraba a mi padre o a mi abuelo). Los de más poder adquisitivo se agenciaban tabaco rubio, como Fortuna, Lola o 3 Carabelas. Entre todos comprábamos un paquete de Winston para hacer los porros, que hábilmente le chorrábamos al camello en pequeñas dosis por haber menospreciado y puesto en duda públicamente la vena rockera de los Paràsits, ¡¿qué se había pensado?! Es decir, que con 12 años empecé a fumar (maldita la hora) tabaco y porros a la vez. Eso si, ahora ya hace mil años que no tomo sustancias prohibidas por decisión propia, aunque también tengo prohibidas ciertas sustancias por prescripción facultativa (léase colesterol).
Otro de los motivos de trifulca que tuve con mis padres fue la manera de vestir, no porque fuera de tal o cual manera, que en el fondo les importaba una mierda, sino porque a partir de ese verano me negué en rotundo a volver a vestirme con los pantalones de tergal y los zapatos que aún tenía, solo tejanos y bambas. ¿Dónde se ha visto a un rockero con pantalones de tergal y zapatos Gorila? ¡¡¡Si es que no puede ser!!!, le decía yo a mi madre, pero ella ni caso “los aprovechas hasta que se rompan”, me decía pensando en la precaria economía familiar, que a mi me la sudaba, pues como siempre había sido así, ya estaba acostumbrado a vivir sin ningún tipo de bienestar, además, ahora tenía mis preciados discos y hasta una ¡¡¡bicicleta!!! Pero claro, solo tenía dos pantalones largos en ese momento, los tejanos y los putos pantalones de tergal acampanados, además de color marrón claro, y mientras se lavaban los tejanos, no tenía más remedio que vestirme como un puto aprendiz de empleado de caja de ahorros. Suerte que en un partido callejero a muerte contra los cabrones del casco antiguo, aquel mismo otoño, los pantalones de tergal pasaron a mejor vida.
Y llegó septiembre. Antes de empezar el cole, teníamos la Fiesta Mayor de La Roca. Evidentemente, todos ataviados con nuestra camiseta de Paràsits, estuvimos los cuatro días haciendo el fanfarra por los autochoques (básicamente renegando de la mierda de música discotequera que ponían) y pululando por la zona del Entoldado con las orquestas para los yayos, intentado arramblar con alguna chavala y pegándonos con los pijos veraneantes de Barcelona que venían los fines de semana y en verano a vacilar con sus mierdas de vespinos y sus putos polos del cocodrilo.
Yo también aproveché los cuatro duros que me daba cada año la familia en las fiestas para subirme a los autochoques, pegarle cuatro tiros a las bolas y comprarme alguna chuchería por la feria, para en un acto compulsivo de restricción económica, no gastarme ni un chavo y ahorrar esas pesetillas para comprarme un par de discos más, Get yer ya-ya’s out (1970) de los Rolling Stones y el Stupidity (1976) de los amos del pub rock, Doctor Feelgood, los dos en directo, que me sirvieron para continuar guitarreando en mi habitación como un malandrín esquizofrénico.
Y aquí acaba, la segunda parte de mi historia. Ese mes de septiembre empecé 8º de EGB con otras miras individuales y colectivas de lo que era la vida, y no precisamente entre las primeras estaba sacarme el graduado escolar, pero eso, si os apetece y a los amigos del Science of Noise les interesa, ya os lo iré explicando en próximos capítulos.