Los científicos del ruido inauguramos hoy, con éste que estáis leyendo, una serie de once (serán doce si vosotr@s así lo queréis, después lo explicamos) reportajes mensuales que pretenden, de una manera extensa y analítica, pero también subjetiva y sesgada (la tarea podría ser infinita si no lo hiciéramos así) sobre una de las vertientes/corrientes/idas de olla que más lovers y haters ha ido generando (mucho antes de que la RAE supiera siquiera que acabarían existiendo esos anglicismos/neologismos) en el mundo de la música que, valga la redundancia, amamos (y, a veces, por ejemplo cuando Metallica y Lou Reed decidieron hacer algo juntos, también odiamos): las rock/metal operas. Quién sabe; si conseguís dejar de leer en diagonal y prestáis la atención necesaria, tal vez logremos generar tal polémica (para eso están vuestros comentarios, os animo a dejarlos en nuestras redes sociales) que algún clickbaiter decida sacarla de contexto y nos cite en su pseudomedio generaingresosporlafaceacostadelcurrodeotros.
Aunque, creedme: la verdadera intención de esta aventura es divertirnos juntos, descubrir (o revivir) experiencias musicales originales e intensas y, ya que estamos, mirar de aprender alguna cosita all together. Y es por lo de divertirse que el que esto escribe (y que se encargará de toda la serie), Quim Heras (nuevo por estos lares, aprovecho para saludaros) ha decidido darle una vuelta de tuerca al asunto y se ha propuesto, como si de un chiflado músico de rock, tratando de escribir las canciones de una ópera, se tratara) que cada nueva entrega encuentre un estilo, una voz, un punto de vista y/o una perspectiva originales y diferentes. Así, ni vosotros ni yo nos cansaremos de tanta palabrería. O eso quisiera. Éste primer artículo, al servir también de introducción, será el más analítico y “académico”. Pero a partir del segundo, ¡comienza la fantasía!
Pero… ¿qué entendemos por una rock/metal ópera? Definir, etiquetar, acotar, es siempre complicado. En este caso, tal vez más. Porque la línea entre lo que queremos tratar y otros géneros o vertientes como pueden ser los musicales o los álbumes conceptuales, es difusa y está delineada a tal altura, que produce vértigo. Pero intentémoslo. A mi parecer, la diferencia más clara entre las rock/metal operas y los musicales es que, a priori, las primeras, a diferencia de las segundas, no están concebidas para ser representadas por actores. Aunque veremos casos en los que el álbum reseñado dio el salto a las tablas o al celuloide, todos los discos comentados nacieron como eso, discos, y después, en ciertos casos, vino lo demás. Los álbumes conceptuales, por otro lado, aunque a veces utilizan el recurso, normalmente no incluyen personajes, sino que la historia está narrada a través de la voz del compositor lírico y tratan ideas, más que sucesos.
A continuación, y antes de meternos en materia, creo que es necesario (para que lo marquéis a fuego en vuestras agendas, pero también para que entendáis la metodología – o la ausencia de ella – inicial) que me detenga a listaros los discos que van a reseñarse (serán dos por década), el porqué de cada uno de ellos y os aclare lo de la posibilidad de un bonus track (el reportaje número doce del que hablaba). Como suele decirse, no están todos los que son, pero sí son todos los que están. Notaréis grandes ausencias a las que, precisamente por tratarse de obras magnánimas de las que prácticamente todo está dicho (pienso en The Wall (1979) de Pink Floyd o Metropolis Pt. 2: Scenes from a Memory (1999) de Dream Theater), este plumilla no se siente con el derecho ni la capacidad de aportar ningún tipo de análisis novedoso:
Febrero 2021
The Pretty Things – S.F. Sorrow (1968). Porque es impepinable e ineludible. Porque, tras mucho investigar, y aunque no hay un consenso claro (algunos citan a Hair, que en realidad es un musical, otros a los Beatles, otros creen que fue la siguiente de esta lista) he llegado a la conclusión de que es la primera obra que se ajusta a la definición que hemos dado anteriormente. La reseñaremos en la parte final de este primer artículo, intentando no extendernos demasiado para que esta primera entrega no se os haga indigerible.
Marzo 2021
The Who – Tommy (1969). Porque fueron un paso más allá. Tanto conceptual como musicalmente. Y porque huyeron un poco de la psicodelia para hacer algo más asequible, dentro de la exigencia que siempre conllevará para el escuchante una obra como éstas sobre las que estamos elucubrando.
Abril 2021
VV.AA. – Jesus Christ Superstar (1970). Porque con 14 o 15 años, cuando cursaba B.U.P. y escuchaba mis primeros casetes de Manowar, l@s de C.O.U. la versionaron (en un cole de monjas… ¿que se habrían fumao?… las monjas, digo) para recaudar fondos para su viaje de fin de curso y me explotó la cabeza. Y porque tengo muchísimas ganas de hacer una comparativa entre la versión original y el musical de 1975 protagonizado por un pletórico Camilo Sesto.
Mayo 2021
Frank Zappa – Joe’s Garage (1979). Porque estuve dudando tanto entre éste, The Rise and Fall of Ziggy Stardust and the Spiders from Mars de David Bowie, Berlin de Lou Reed, Too Old to Rock’n’Roll: Too Young to Die, de Jethro Tull y Bat Out of Hell de Meat Loaf, que al final apunté en la pantalla del ordenata con los ojos cerrados y éste fue el que mi dedo índice escogió.
Junio 2021
Eskorbuto – Los demenciales chicos acelerados (1987). Por aquello de generar polémica, y lo del clickbiter que nos va a citar, etc… Y porque me sale de los kojones, así, con K (permitidme ke, de vez en kuando, sake mi vena punki. Me ha dicho mi psikiatra ke me vendría bien la eskritura terapéutika).
Julio 2021
Queensrÿche – Operation: Mindcrime (1988). Porque es una de las obras maestras más infravaloradas de la historia. Y porque Marc Tomàs, uno de mis mejores amigos (y, para más Inri, amante del progresivo) no la ha escuchado. Si este reportaje sirve únicamente para que él escuche este disco, me daré por satisfecho.
Agosto 2021
Savatage – Streets: A Rock Opera (1990). Porque, puestos a reivindicar lo poco valorado, Savatage es quizás, dentro del heavy metal, la banda peor tratada en el transcurso de su carrera. Unos genios incomprendidos que tuvieron que crear un proyecto paralelo (la Trans-Siberian Orchestra) y cantar villancicos para alcanzar el éxito.
Septiembre
W.A.S.P. – The Crimson Idol (1992). Porque la voz de Blackie Lawless en este álbum me pone totalmente cachondo y porque la historia de Jonathan Stell, el protagonista del disco, es simple y deliciosamente subversiva.
Octubre
Avantasia – The Metal Opera (Pt. I y II) (2000 y 2002). Porque si hubieran salido como un doble álbum con el título Tobias Sammet’s Helloween. The Keeper of the Seven Keys, part III, tendíamos la continuación de los dos mejores discos de Power Metal de la historia, y los Helloween reales no sólo tendrían que haberlo aceptado (como ha hecho Kai Hansen alguna vez), sino que nos hubiéramos ahorrado la muy mediocre tercera parte que sacaron bajo el epígrafe “The Legacy”.
Noviembre
VV.AA. – Edgar Allan Poe: Legado de una tragedia (2008). Porque era de recibo meter algo hecho en Ñapa-Es (y reivindicar que no siempre es tan ñapa). Porque Joaquín Padilla y Jacobo García hicieron un gran trabajo reuniendo en esta primera parte (el primero siguió adelante con el proyecto, del que en 2020 salió ya una quinta parte) a una plantilla de músicos nacionales de primera y porque la obra en sí es más que disfrutable.
Diciembre 2021
Artículo (¿)conclusivo(¿). Porque es voy a pegar una chapa importante (ya veis que padezco de dedorrea) durante estos meses y creo que nos vendrá bien a tod@s dedicar un (¿)último(¿) artículo a sacar algunas conclusiones, ver lo que hayamos aprendido e, imagino, enmendar errores que seguro se irán produciendo.
¿Enero 2022?
¿Bonus Track? L@s más observador@s (no hace falta ser un genio) os habréis dado cuenta de que, para que todo esto tenga un sentido pleno, faltaría reseñar un par de discos de la década 2010-2019. El problema es que, personalmente, las pocas obras que conozco de dicho período y que cumplen con los requisitos previos, me estimulan más bien poco. Además, la idea era cubrir este 2021 con un artículo mensual. Pero como aquí mandáis vosotr@s, y si queréis el café con leche descremada, sin lactosa, corto pero no mucho, en taza y con sacarina, uno no puede hacer más que cumplir vuestros deseos… si a lo largo de los once artículos ya descritos vais animándoos a hacerme, a través de los comentarios, propuestas que me trempen y llegamos a la conclusión, entre vosotr@s y yo, de que publicar un último artículo reseñando dos nuevas rock/metal operas en enero de 2022 es necesario, tanto los capos de Science of Noise como éste, vuestro humilde servidor de palabrejas, así nos comprometemos a hacerlo. Si, para entonces, la pandemia o cualquier otro fenómeno global no nos ha mandado a todos al carajo, of course.
¡Al turrón!
No lo haremos en todas las entregas, pues hay bandas que son de sobra conocidas, pero en algunos casos, como es el que nos ocupa, nos detendremos un rato, antes de adentrarnos en la obra escogida, en una pequeña presentación del grupo en sí. The Pretty Things (quienes tomaron su nombre de una canción de Bo Diddley, considerado pieza angular en la transición del blues al rock ‘n’ roll y creador de ritmos duros primordiales en la evolución de éste), originarios de Datford, Inglaterra, han contado entre sus filas, a lo largo de su errante e intermitente carrera, con innumerables músicos. Pero serían dos de ellos, ambos también cofundadores, los que llevarían en volandas a la banda, en las duras y en las maduras, hasta su última presentación (hasta el momento) en vivo, en 2018, en el O2 londinense (actuación en la que contarían con invitados de lujo como Van Morrison o David Gilmour).
Hablamos de su cantante y harmonicista, Phil May, noctívago (escuchad su canción “Midnight to Six Man”) y sexualmente omnívoro, quien falleció en el 2020, año de irrupción de esta pandemia que tan mareados nos tiene, tras complicaciones por una operación de cadera (le dio tiempo, eso sí, de grabar sus pistas para el álbum de la banda Bare as Bone, Bright as Blood lanzado póstumamente en el mismo año); y Dick Taylor, guitarrista principal, ex componente y cofundador de los Rolling Stones (también de las bandas previas a éstos: Little Boy Blue y The Blue Boys), a los que dejó tras su primera presentación oficial, y antes de su primera gira por clubs, al ser aceptado en la Escuela Central de Arte y Diseño de Londres, donde conocería a May.
Los mal llamados “primos feos de los Rolling” iniciaron su andadura en 1963 como un grupo de R&B (como tantísimas otras bandas del rock inglés de principios y mediados de la década) y evolucionaron hacia sonidos psicodélicos y lisérgicos, definitivamente influenciados y bajo los efectos del ácido (podéis buscar también su tema LSD, camuflado bajo las siglas en inglés de libras, chelines y peniques). Su primer disco, homónimo, es de 1965. Tal fue su poca repercusión mediática, al menos en sus comienzos, que la falta de ingresos les llevó a fundar un proyecto paralelo, la Electric Banana, para grabar música de librería, destinada a bandas sonoras de producciones baratas, que les reportara ingresos. Hubo etapas en que Phil May se dio de baja y ocasiones en que se reincorporó el guitarrista original, Taylor; se disolvieron varias veces para volver a reunirse; pero a pesar de las idas y venidas y de ser unos desconocidos para el grueso de los mortales, parece que el tiempo les ha ido poniendo en su sitio y, a día de hoy, se los considera unos pioneros de varios géneros, como el primer punk, y de paranoias como las rock operas con este S.F. Sorrow que ya, por fin, pasamos a diseccionar.
Cuentan las crónicas que Phil May, ideólogo lírico del concepto tras la obra, se preguntó: “¿Por qué los géneros populares deben limitarse a contar una historia diferente en cada canción? ¿Por qué no hilvanar todos los temas de un lanzamiento para contar algo que requiera de ese esfuerzo y extensión?”. Está claro que no pensó en la radio fórmula. Así se sembró el germen de lo que acabaría siendo el primer álbum de rock que utilizaba personajes recurrentes y melodías entrelazadas. Hacía falta una solvencia compositiva y ejecutiva inédita hasta el momento, lo cual hizo que los primeros tallos que naciesen tras la idea fueran las dudas y la confusión entre el resto de la banda. Pero decidieron seguir adelante.
Aclaremos el título del disco: la historia la protagoniza el ficticio Sebastian F. Sorrow (aclarado), nacido a principios del siglo XX en algún lugar del sur de Inglaterra (hay debate en este aspecto, pues hay quien piensa que nos ubicamos en Estados Unidos, aunque yo no opino así), y nos lleva, con la excusa de relatarnos su vida, desde su llegada al mundo hasta su triste partida, a conocer experiencias muy ligadas a la época en la que se fraguó el disco (fue grabado entre diciembre de 1967 y septiembre de 1968) como la guerra, las experiencias lisérgicas, el trabajo en una fábrica, los viajes interiores o el psicoanálisis, entre otras. Para narrarlo todo, y como era costumbre en las corrientes literarias de aquellos años, May apostó por una lírica críptica, abierta a interpretaciones y a veces difícil de descifrar, en la que se pueden también entrever aspectos muy ligados al espíritu de la época: libre, romántico, amoroso, colorido, rebelde y futurista. Recordemos también que el apellido del prota, Sorrow, es una palabra ingresa que define una mezcla de dolor y tristeza (¿melancolía?). Esto no es Alicia en el País de las Maravillas, desde luego.
Antes de entrar en el track by track, unas consideraciones sobre el aspecto musical general: sabéis bien, porque sois melómanos (si no, de qué os ibais a estar comiendo este tochaco de reportaje), que las etiquetas musicales son, la mayoría de las veces, meros instrumentos que nos sirven para entendernos, para acotar los que a veces es inacotable. Pues bien, pese a que estamos catalogando “S.F. Sorrow” como un disco de rock, hay que tener claro, si uno no quiere llevarse a engaño, que la cosa es mucho más compleja. Aquí vamos a encontrar rock, sí, pero también folk, blues, elementos psicodélicos, proto-punk… Hay guitarras eléctricas, claro, y bajo y batería, pero también sonarán un sitar, un melotrón, flautas, vientos, cuerdas… Dicho esto, y con la cabeza ya libre de prejuicios, démosle una escucha conjunta. Canción a canción.
1. «S.F. Sorrow Is Born» (3:14)
Canción acústica (de marcado ritmo), amable, en la que destaca un fondo de vientos, cuerdas y melotrón sintetizado, así como un estribillo repetitivo y disfrutable. Pareciera, al principio y si no fuera por lo que ya he dicho sobre el título del álbum, que la historia fuera a tomar unos derroteros positivos: una pareja, proveniente del norte, se instala en un piso vacío desde hace un puñado de semanas. Al poco, tienen un bebé, nuestro protagonista, Sebastian F. Sorrow. Los últimos versos, sin embargo, son un puñetazo en nuestro optimismo inicial y anticipan el cariz que irá adquiriendo el relato: “La luz solar de sus días se gastó dentro del gris de su mente. Al robar el amor con una lengua llena de mentiras, el mundo fue menguando”.
2. «Bracelets of Fingers» (3:41)
Comienza la psicodelia musical y la ambigüedad lírica. Pareciera que a Sebastian, durante su infancia, no le falta el amor familiar. Sin embargo, las connotaciones de su apellido comienzan a perseguirle y la tristeza empieza a engullir la alegría (“Escuchando la risa que se convierte en lágrimas todos los días”), igual que las partes guitarreras (a pesar de seguir la canción una estructura de vals) comienzan a fagotizar otro tipo de secciones mucho más “operísticas” e interludios vocales con un gusto exquisito.
3. «She Says Good Morning» (3:24)
¿Alguna vez habéis deseado encontrar un grupo que aúne aspectos de Los Beatles y de los Rolling? Por aquello de no tener que escoger. Pues tal vez The Pretty Things sea la respuesta a vuestras plegarias. Lo demuestran en este tercer track, que comienza con un riff de guitarra armonizado y desemboca en una canción muy radiable en la que Sebastian conoce a la que será su mujer (“Tosiendo camino al trabajo, su sonrisa me mantiene caliente. Dijo buenos días. Sonreí y dije lo mismo).
4. Private Sorrow (3:53)
Pero, ¡ai!, amig@s. Poco le dura la alegría a nuestro personaje principal. Reclutado para la guerra (¿La primera guerra mundial, tal vez?), su alma empieza a pudrirse y la desdicha se instala irremediablemente en su ser. “Cicatrices y gritos para que conozcas su furia. Mira cómo silban las balas. Deja que tu mente se aleje”. Private Sorrow es tal vez la canción más conocida del grupo. Comienza con un arpegio de guitarra y se estructura, sobre un ritmo de marcha militar, a través de la mezcla de la mayoría de instrumentos que aparecen a lo largo del disco, dándole un toque psico-folk tremendamente original y estimulante. Sobresalen, como en casi todo el disco, unos dulces coros que contrastan con la contundencia de lo narrado.
5. «Balloon Burning» (3:52)
47 años antes de que Iron Maiden incluyesen en el que, hasta ahora, es su último lanzamiento de estudio (The Book of Souls, 2015), la canción más larga de su discografía (“Empire of the Clouds”, a mi juicio, una de las más disfrutables de sus últimos cuatro lanzamientos) y la dedicasen al desastre del dirigible LZ 129 Hindenburg (ocurrido el 6 de mayo de 1937), The Pretty Things utilizaron dicho acontecimiento para devastar definitivamente la vida del prota de su obra magna (“Ese globo, haciendo arder fragmentos de mi vida»). Simplificando: su mujer se ha embarcado en el citado zepelín para reunirse con él, que acaba de volver a la guerra, cuando el globo se incendia y sega su vida. La musicalidad escogida contribuye a subrayar la tragedia: una instrumentación eléctrica que genera tensión y contrasta con una líneas vocales planas, que parecen evocar la desgana vital que los acontecimientos van produciendo en Sorrow.
6. «Death» (3:07)
El particular réquiem que es esta sexta pista, en la que se narra el entierro de la difunta esposa (“Mientras tus seres queridos colocan piedras en tu cara, tus sonetos de vida van llenando el hueco”), inicia la parte más lisérgica de la obra, que se extenderá hasta el final de la misma. Y lo hace con una cadencia casi hipnótica, un citar muy elocuente (este instrumento, de por sí, es capaz de evocar muchas sensaciones) y unos versos en los que las percepciones del Sebastian empiezan a pesar más que los propios hechos que le toca vivir.
7. «Baron Saturday» (4:02)
Si solo escucháramos el popero y melódico estribillo de esta canción (que, por cierto, me hace reafirmarme en mi idea de que el indie anglosajón de los 90 inventó más bien poco), nos estaríamos llevando a engaño. El tal Barón Saturday, que no es otro, según algunas interpretaciones, que el Barón Samedi (loa a la muerte de la cultura vudú), introduce a Sorrow a un ritual místico y le da a probar sus primeros alucinógenos. Tal iniciación, por supuesto, no podía expresarse únicamente a través de unos versos almibarados (que seguramente respondan a la parte lúdica de la experiencia), sino, con buen tino, el tema atraviesa por distintas fases, en la que destaca una parte central casi tribal, en la que la percusión nos conecta con la parte más animal que conlleva el coqueteo con sustancias lisérgicas (todo esto me lo han contado, ¡eh!, no es que yo alguna vez…).
8. «The Journey» (2:45)
Y claro, si vas de tripi, pues viajas: “Un gorrión ciego me lleva…Descanso mi cabeza en un arcoíris, arriba de un árbol”. Una primera mitad cuyo motor armónico está definido por rasgueos rápidos de guitarra acústica deriva, progresivamente, en una parte final en la que, a través de la electricidad de un inspirado bajo y una guitarra eléctrica susurrante, intuimos que la excursión mental puede haber empezado a torcerse:
“En espejos de lágrimas me reflejo (…) convirtiendo mis pensamientos en sombras.”
9. «I See You» (3:56)
Es bastante lógico que, cuando las obra que compones, además de hablar de los viajes mentales desencadenados por el LSD, están compuestas bajo los efectos del mismo, las convenciones te den un poco igual y metas solos donde nadie se espere que suenen, mezcles instrumentos que en principio parecieran disonantes o insistas en torturar al objeto de tus divagaciones, Mr. Sorrow, como si fuera un juguete roto. «I See You», con un bajo protagonista, con su cadencia lenta y repetitiva, pareciera explicarnos que Sebastian está definitivamente deprimido. A su poco interés por la gente de su entorno (“Las caras que veo de la gente que me encuentro, con sus ojos construyen un santuario, que me lleva de regreso a los bosques de mi mente), se suma el constante e irremediablemente doloroso recuerdo de su amada (“Te veo. Sombras silenciosas se deslizan por las paredes”).
10. «Well of Destiny» (1:46)
Ya tenemos a Sebas (le estoy cogiendo cariño, así que ya hasta le acorto el nombre) en el pozo del destino. Así que démosle una tregua a sus infortunios con un breve tema instrumental. Pero no lo vamos a hacer con el oyente, que esto es pura paranoia apoyada en la distorsión. Desesperada balada perfecta para revolcarnos en el fango cuando estamos de bajona.
11. «Trust» (2:51)
¡Ostia! ¡”Confía”! Qué título más optimista. A ver si la suerte del pupas va a cambiar… ¡una mierda pa nuestra boca! El mensaje de la única canción del grupo que he escuchado alguna vez en la radio (creo recordar que fue en RockFM, ese reducto en el que los obispos hacen caja con la música que tantas veces han demonizado), en realidad, es el contrario:
“Disculpe mientras me seco una lágrima que escapa de un ojo que ve que no queda nada en qué confiar.”
12. «Old Man Going» (3:11)
El comienzo del fin. Del disco, de su ya viejo protagonista, y de nuestros comentarios. Un rock de potente instrumentación en el que llama la atención la forma de cantar de Mr. Phil, con un punto macarra que le viene muy bien a una letra triste, sí, pero también socialmente comprometida en cuanto encierra un velado zasca al negocio de la muerte:
“La casa negra que construiste pronto desaparecerá (…). Otra corporación comienza a cavar.“
13. «Loneliest Person» (1:31)
El espíritu de Bob Dylan (pareciera que la canción estuviera compuesta e interpretada por él) aparece en la última canción para poner la puntilla a la sensación de ausencia que deja S.F. Sorrow cuando terminamos su escucha. Pocas veces el nombre de un personaje estuvo tan bien escogido, desde luego. De todas formas, y aunque es cierto que “mal de muchos, consuelo de tontos”, tal vez podamos encontrar un rayo de esperanza en las palabras que nos dedica Sebastián antes de morir:
“Nunca podrías estar tan solo como yo.“
Como ya dijimos, en Science of Noise no decidimos empezar esta serie con este disco por motivos de excelencia musical. Simplemente entendimos que, para diseccionar un género, era de recibo comenzar por la obra que se considera su semilla. Sin embargo, al que esto escribe, y a pesar de no ser seguidor de las raíces de las que parte este tronco, S.F. Sorrow le ha parecido estimulante, rico en matices, muy digerible (una vez entendemos de dónde bebe, tanto lírica como musicalmente), sin duda avanzado a su tiempo y digno de estar entre la discografía de cualquier amante del rock y sus derivados. Gracias a May, Taylor y compañía, tenemos una extensa cantidad de óperas rockeras y/o metaleras, indicadísimas para aquellos momentos en los que queremos ir más allá del simple disfrute sensorial.
La siguiente en caer, ya lo sabéis, será Tommy de The Who. Y, ya que lo prometido es deuda, pese a que se intuye otro artículo largo puesto que incluiremos también comentarios sobre la película, buscaremos la manera de darle la vuelta para hacer un texto más ameno y menos analítico que éste que ya termina y que, a mi juicio, era necesario hacer de esta forma para meternos bien en el contexto de lo que está por venir. Quim Heras se vuelve a su cueva, que Simple necesita el ordenador y yo volver a mi retiro espiritual, en el que nadie ni nada, y mucho menos la música, me importa un carajo. Salud.
Vivo en una cueva (no pienso deciros donde que me la okupais, so rojeras) de la que nunca salgo, con un lemur, al que llamo Simple, que se encarga de comprar (en el Bonpreu, of course, que soy asceta pero molt català) víveres para ambos y, de vez en cuando, chivarme kosikas sobre eso que los mortales llamais Jevi Metal o RokanRós para que yo, después, y sin ningún tipo de criterio ni el más mínimo sentido del gusto, dé mi opinión al respecto y algún medio de comunicassao, en este caso el de los científicos del ruido, se atreva a publicarlo. Jamás dejaré de perder. Si quereis, perderos conmigo…