Nuevamente me veo en la tesitura de escribir una reseña improbable de un disco que, en unas circunstancias mínimamente normales, jamás habría atraído mi atención. De hecho, así había sido hasta este momento.
Hasta donde alcanza mi escaso conocimiento, escasez atenuada por una breve investigación en la red, parece ser que estos Celtic Frost fueron una banda de culto a la que se consideró y aún se considera, junto con Venom y Bathory, los tres puntales en los que se cimentó eso que algunos conocemos como black metal. Antes de publicar el disco que hoy nos ocupa, el combo helvético había publicado un par de trabajos considerados, especialmente el segundo, imprescindibles por los expertos. Hablamos de To Mega Therion (1985) e Into the Pandemonium (1987). Ambos hicieron gala de un sonido sucio, descuidado, con influencias punk, que transitaba el camino que anteriormente había abierto el señor Kilmister y sus Motörhead y que sirvió de inspiración a tantísimas bandas que llegaron después.
Sin embargo, todos y todas sabemos lo efímero que es el éxito y lo volátil que es la memoria humana. Lo que hasta entonces había sido una sobresaliente banda dentro de los ambientes underground, de repente se convirtió en la vergüenza de aquellos mismos ambientes, en un cuarteto de traidores, de vendidos, y el presente trabajo supuso un desvergonzado de procacidad y un insulto a todos aquellos fans que los habían llevado a la fama. La causa fue este Cold Lake (1988).
Sin entrar a valorar tema por tema, cosa que extendería demasiado la longitud de este texto, y sin poner tampoco este trabajo en el contexto de la trayectoria de la banda, cosa que haré unas líneas más abajo, encontramos en Cold Lake algunas cosas que pueden resultar, cuanto menos, interesantes. Por poner un par de ejemplos, “Pretty Obsession” tiene un talante macarra que da cierta personalidad al trabajo y un riff que, sin ser un prodigio de virtuosismo, tiene su punto. Por su parte, “Cherry Orchards” posee un aire que la podría colocar como precursora del groove metal, anticipándose de esa forma a lo que en la década siguiente haría de Phil Anselmo, Rex Brown y de los hermanos Abbot grandes entre los grandes. Otro tanto merece “Little Velvet”, su riff pegadizo y su aire de petardeo ochentero.
Sí que es cierto que el conjunto del álbum parece mostrar a un cuarteto que va dando bandazos sin un rumbo claro, como si Fischer y sus compinches no supieran muy bien ni lo que están haciendo ni a dónde quieren llegar. Lo que sí que es de juzgado de guardia, y de este burro no me bajo, es la fotografía del grupo que podemos ver en la contraportada del disco.
Y bien, llega el momento de hacer comparaciones, sí, esas que son tan odiosas. Siendo Celtic Frost una banda que ni me va ni me viene, sí que he podido encontrar en su historia ciertos patrones que se han repetido en otras bandas. Si en el pasado, incluso los absolutos dioses de este mundillo (hablo de Iron Maiden) contrariaron a sus seguidores con su salto al planeta del metal progresivo con Somewhere in Time (1986) y con Seventh Son of a Seventh Son (1988), ¿qué no se puede esperar de los simples mortales? No obstante, los ejemplos más evidentes que conozco de esta “traición” musical los tenemos en Metallica, con sus Load (1996), Reload (1997) y St. Anger (2003), y en Paradise Lost, con One Second (1997), especialmente con Host (1999), Believe in Nothing (2001) y Symbol of Life (2002), o Kreator, con Renewal (1992), Cause for Conflict (1995), Outcast (1997) y Endorama (1999). En el caso de las tres bandas, los seguidores renegaron de su fe, crucificaron a sus ídolos y maldijeron los nombres que otrora habían glorificado. Más adelante, con la perspectiva que sólo el tiempo otorga a las personas, hemos podido reivindicar unos trabajos que, si bien fueron el intento de sus autores de hacer algo diferente con el objetivo de dar salida a unas inquietudes y no encasillarse. No, ninguno de los discos mencionados es un trabajo ni siquiera mediocre. Bueno, St. Anger es la cosa más infumable que he podido escuchar en toda mi vida, pero toda regla tiene su excepción. Curioso es que, el caso contrario, es decir, el de bandas que repiten y repiten ad nauseam el mismo patrón disco tras disco, y estoy seguro que todos y todas tenemos ahora mismo el mismo nombre en la mente, también es objeto de las quejas de los seguidores.
Uno de mis mentores musicales (gracias, Juan, por eso y por tantísimas otras cosas) me dijo que los buenos músicos siempre hacen buena música. El hecho de que tal o cual banda sea presa de una cierta deriva musical debería ser considerado algo tan natural como que tal o cual banda se enroque en un estilo concreto. De la misma forma que esa deriva estilística ya se dejaba entrever, por ejemplo, desde el segundo trabajo de los de Halifax, en el caso de Celtic Frost ya se puede presumir en Into the Pandemonium. Los artistas tienen derecho a buscar nuevos caminos (y los fans lo tenemos a criticarlo, por supuesto), pero hay ciertas cosas de las que únicamente se toma conciencia cuando hay canas y madurez. Por desgracia, no todo el mundo las tiene. En lo que a mí respecta, después de haberle dado un repaso a los tres primeros discos de Celtic Frost para redactar esta reseña improbable, mi veredicto es este: ni tan mal.
Y así acaba la historia de hoy. Para el próximo capítulo de La Reseña Improbable he decidido, después de mucho cavilar, que nuestro colega Víctor Salas haga su primera incursión en el mundo del death metal reseñando el Altars of Madness (1989) de Morbid Angel. ¿Quién sabe? Igual hasta le gusta.
Soñador en tiempos de hierro, solitario corredor de larga distancia, disfruto tanto de leer un libro en el más absoluto silencio como de la música más salvaje imaginable. Y a veces escribo algo.