Todo parece indicar que estoy en ese momento agridulce en el que me enfrento a mi primera reseña improbable. A priori pensaba que esto iba a ser divertido, pero el compañero Israel Merc ha tocado la tecla que más me gusta que me toquen (nótese la ironía), la del stoner. Antes de empezar, vamos a poner unos antecedentes. Acompañadme en esta bonita historia de amor-odio para con los derivados del doom.
Todo empezó hace 12 o 13 años. Yo tocaba en un power trio de rock/metal con temas propios, maqueta y mucha ilusión. Yo no sé qué les pasó por la cabeza a mis dos compañeros, qué click o qué momento de apoplejía cerebral sufrieron, que de repente empezaron a obsesionarse con el doom metal. Que si doom metal por aquí, que si doom metal por allí… y yo, que en la vida había sentido el menor interés por este género musical, me vi de un día para otro descargando escuchando bandas tales como Saint Vitus, Down, Electric Wizard, incluso recuerdo a una banda madrileña llamada Moho, a la que mis dos compinches idolatraban, y a cuyo batería, un señor llamado Eduardo Rodríguez, yo tenía que emular. No tardaron en deshacerse de mí para buscar a otro batería que sí diera el perfil que mis ya ex compañeros buscaban. No obstante, nunca he acabado de quitarme esa espina. Durante la última década he reincidido esporádicamente en la descarga escucha de los anteriormente mencionados e incluso he asistido a un concierto de Candlemass (dentro de la programación de uno de esos festivales de varios días, en ningún caso he ido ex profeso a ver esa eso), pero nada. No hay forma de que me guste.
Y bien, después de todo este bagaje intelectual que cargo sobre mis ya maltrechas espaldas, me veo en la tesitura de reseñar este Stoner Witch de Melvins. Pues vamos a ello.
Publicado en 1994, Stoner Witch es el séptimo de los hasta la fecha veintinueve (sí, 29) LP de una banda que en sus casi cuarenta años de carrera ha navegado entre el stoner, el sludge, el dron, el grunge… todos ellos tan pronunciables como placenteros a los oídos de este redactor. La alineación titular del mismo estaba formada por el incombustible Buzz Osborne, por el talentoso Dale Crover y por el pasajero Mark Deutrom, formación que se repetiría en otros tres discos: Prick (1994), Stag (1996) y Honky (1997).
El disco empieza con dos temas, “Skweetis” y “Queen”, de esos que te hacen caer en un coma profundo antes del segundo compás, especialmente el primero de ellos. “Skweetis” contiene todos los elementos que me tiran para atrás que hacen de él una perfecta intro. La banda no se corta un pelo a la hora de mostrar su faceta más lenta, pesada y psicodélica. Siendo algo muy parecido, “Queen” es otra historia. Es también un tema lento y con pretensiones de tener una cierta contundencia, pero este tal vez tiene algo más de éxito en su cometido.
“Sweet Willy Rollbar” me ha recordado a otra de esas bandas que me obligo a escuchar de vez en cuando, Crowbar, con su toque doom, pero con sus arranques furiosos.
A medida que avanzamos en los temas, estos van mostrando más matices que los estrictos de un género que es el que es y que en caso contrario nos harían hablar de Melvins como de simplemente una banda más. Esto es muy palpable en “Revolve”, el que fue single del disco. Este tema ya suena a otra cosa, tal vez más a rock de los 70, a stoner, a garaje. De lo que sí estoy convencido es de que fue la mejor elección posible como single.
A continuación, con “Goose Freight Train” echamos un poco el freno, pero sólo por un momento, porque tras esta pista reposada aunque con algún riff crujiente marca de la casa, llega “Roadbull”, una descarga con reminiscencias heaviatas que nos pone en nuestro sitio.
El tema siguiente nos devuelve a la senda oscura de los ritmos lentos. “At the Stake” son ocho minutos de doom metal sin contemplaciones y algo que me deja bastante mosca: que no me ha disgustado del todo.
Seguimos. “Magic Pig Detective” es una ida de olla del quince, cuyo último tercio se convierte, sin comerlo ni beberlo, en un tema rock bastante aceptable.
Con “Shevil” nuevamente echamos el freno. Es un tema más ambiental que, sin llegar al extremo de “Magic Pig Detective”, también tiene su punto de rareza.
Después de un breve “June Bug”, llega cuando la mataron. “Lividity” es el momento “¿esta peña qué se mete?”, el momento “¿realmente esto es una canción?”, el momento “orgasmo que nunca llega”. Después de diez minutos de ruidos inconexos (drone, creo que lo llaman) el disco llega a su fin.
Sin ser un fan acérrimo ni de la banda ni del género musical que cultivan, tengo que admitir que el sonido es muy sólido y está muy conseguido. En absoluto suena a chapuza. Con todo, si tengo que poner en valor algún rasgo de este disco que ha ocupado mis oídos los últimos días, el primero sería el enorme eclecticismo, un eclecticismo que los aleja de bandas más encorsetadas en el género (tipo Kyuss, por ejemplo), del que hacen gala estos caballeros. El segundo, tal vez derivado del anterior, sería la excentricidad, esa excentricidad propia sólo de esos grandes artistas que transgreden fronteras para servir de inspiración a quienes han de llegar.
Llega el momento de nominar. Después de mucho meditarlo con mi mascota Nymeria, creo que el encargado de recoger este testigo será Beto Lagarda y la obra en cuestión, Whitesnake (1987), el célebre séptimo trabajo de estudio de Whitesnake.
Soñador en tiempos de hierro, solitario corredor de larga distancia, disfruto tanto de leer un libro en el más absoluto silencio como de la música más salvaje imaginable. Y a veces escribo algo.