Indudablemente, admito que cada vez me causa menos sorpresa la música que voy descubriendo y, al mismo tiempo, añoro esa lejana época en que prácticamente cualquier audición era una destacable o imprescindible revelación. Aunque, por supuesto, durante mi prehistoria melómana también tuve unas cuantas primeras impresiones desacertadas. Por ejemplo, me sucedió con Stevie Wonder, al que conocí a través de la extremada difusión de su mierda sentimentaloide “I Just Called to Say I Love You” (descrita con estos certeros términos por el dependiente Barry, en un capítulo de la disfrutable ficción Alta Fidelidad del novelista y periodista inglés Nick Hornby) y algo similar me ocurrió con Marvin Gaye por culpa de su exitosa composición ochentera Sexual Healing. En ambos casos, borré sus nombres de mi agenda de artistas a profundizar. Por fortuna, con el transcurso de los años, diversos indicios me hicieron ver que estaba equivocado, ya que en sus catálogos habitaban creaciones superlativas y esenciales.
Me compré What’s Going on por tres determinantes razones: la insistencia por parte de algunos oyentes de fiar, la constante presencia de dicho álbum en los puestos principales de la mayoría de listas retrospectivas y, como guinda, el deleite que me provocó el single de tributo, con sample incluido, lanzado en 1995 por el rapero Speech (cantante del ecléctico colectivo estadounidense Arrested Development).
No voy a diseccionar el undécimo trabajo de estudio del apodado el príncipe de la Motown (la fértil compañía discográfica fundada y presidida por su cuñado Berry Gordy Jr.) porque, al igual que hago invariablemente con el sublime Kind of Blue de Miles Davis, es un redondo que siempre escucho de una tacada, dejando que sus 35 minutos de extensión me impregnen lo suficiente para desconectarme plenamente del bullicio del momento. Por un lado, su instrumentación hipnótica y cálida, trazada de forma unitaria y conceptual, me envuelve sin remisión y, asimismo, su literatura humanista y universal (versando sobre la inutilidad de los conflictos bélicos, las injusticias sociales, la adicción a las drogas, la angustia por el futuro de los niños, la degradación medioambiental, la intensificación de la criminalidad o la brutalidad policial), redactada con madurada introspección e indiscutible sinceridad, me atrae como si fuera la instructiva trama de una película intemporal. Sus detallistas arreglos, sus cohesionadas mezclas sonoras (soul, funk, blues, jazz, gospel, ritmos latinos y orquestaciones clásicas) y, en especial, su amplia paleta de registros vocales y corales (del entonado susurro al grito desgarrador) confluyen en un sugestivo e interpelante mantra que suelo saborearlo en mi intimidad.
No hay mejor manera de resumir el contenido de este excepcional documento que contemplar las fotos de la carátula frontal y de la contraportada, en las que aparece un fornido Marvin Gaye, empapado de fina lluvia, con gabardina de cuello puntiagudo, barba tupida, sonrisa reflexiva y mirada al infinito.
Evidentemente, ¿qué está pasando?