Escribir sobre música es algo que normalmente me resulta bastante sencillo y casi siempre divertido, pero hay algunas situaciones ante las que no puedo evitar verme algo abrumado por la responsabilidad. Ésta de hoy es una de ellas, ya que enfocar la revisión y la valoración del que considero como uno de los grandes puntales en la historia del metal no es cosa precisamente fácil. Y lo cierto es que a pesar de que suelo poseer una verborrea absolutamente incontenible, me he quedado petrificado frente a esta página en blanco durante unos cuantos minutos sin saber demasiado bien por dónde empezar. Porque… ¿qué puedo decir yo de especial sobre un disco que casi todos vosotros debéis conocer a la perfección y que, probablemente, lo tenéis en un pedestal tan alto como el mío?
Visto con perspectiva, lo que más me fascina de este trabajo en el contexto de la carrera de Megadeth es el hecho que la banda fuera capaz de crear tres maravillas tan indiscutibles y tan distintas como son Rust in Peace, Countdown to Extinction y Youthanasia en tan solo cuatro años. Está claro que los astros se alinearon caprichosamente con el señor Mustaine durante esa época, facilitando que el exuberante favor de las musas se derramara sobre al pelirrojo guitarrista, y éste no desaprovechó la ocasión y rentabilizó un periodo compositivo dulcísimo a pesar de (o gracias a, vete a saber) llevar unos cuantos años batallando duramente contra su persistente y recurrente abuso del alcohol y de las drogas. Además, su camaleónica habilidad para adaptarse a la realidad musical y social de cada momento, escapando justo a tiempo de un thrash ochentero en pleno proceso de agonización, agarrando conceptos casi alternativos y acabando en el heavy metal más mainstream sin comprometer ni un solo ápice de su espíritu y su calidad, hizo que los califonianos no llegaran a verse nunca relegados a un segundo plano (más bien al contrario) cómo sí le ocurrió a muchos de sus coetáneos.
Aunque Dave siempre ha manejado el cotarro y lo ha escrito casi todo, se suele citar la innegable calidad de su renovado line up como hecho clave para explicar el éxito de Megadeth en esa época dorada de su carrera. Y aunque es cierto que tanto en lo compositivo como a nivel de decisiones de cualquier índole la voz y el voto de los nuevos miembros (y también las del fiel Dave Ellefson) eran probablemente imperceptibles al lado de las opiniones de su notoriamente despótico líder, no hay duda que la entrada de Marty Friedman y Nick Menza a la banda les dio una estabilidad y una proyección absolutamente decisiva. Y eso que ambos eran musicos prácticamente desconocidos por aquel entonces: Nick ejercía de técnico de bateria de Chuck Behler, dueño de la banqueta de Megadeth desde 1987 a 1989, mientras que Marty Friedman era un joven virtuoso y algo friki que había sacado un par de discos junto al talentoso y desafortunado Jason Backer en la banda de metal neoclásico Cacophony.
Las cosas habrían podido ser muy distintas si los planes originales se hubieran llevado a cabo, ya que entre los audicionados para el puesto de guitarrista había nombres tan célebres como el de Jeff Waters de Annihilator o, más notablemente, el de Dimebag Darrell, que se dice que estuvo a un tris de entrar en la banda pero cuya incorporación, por suerte para el futuro del metal, no se acabó de consumar. Porque imaginaos qué hubiera ocurrido si el pequeño de los Abbott hubiera centrado sus esfuerzos en Megadeth: por un lado, probablemente Pantera (por lo menos los Pantera tal y como los conocemos ahora) no hubieran existido nunca, con la consiguiente orfandad de todas las bandas futuras de groove metal que bebieron de su influencia (o eso o Exhorder tendrían hoy el crédito que se merecen, vete a saber). Por otro lado, este mágico y perfecto Rust in Peace (y probablemente todo lo posterior) no se parecería ni remotamente a lo que acabó siendo. Y vete a saber a qué sonarían unos Megadeth panterizados (quizás serían la ostia en vinagre), pero sinceramente a mí ya me parece bien que las cosas se queden como están.
Sea como fuere, el formado por Mustaine / Ellefson / Friedman / Menza fue el primer (y podríamos decir que único) line up verdadermente «estable» de la banda en sus 35 años de vida. Juntos grabaron los cuatro discos que los elevaron al olimpo del metal tanto en calidad como en popularidad, así que la leyenda alrededor del cuarteto se basa tanto en su longevidad (ocho tristes años son muchos en el particular y convulso universo Megadeth) como en su evidente y unánime brillantez. Lo cierto es que los cuatro parecieron complementarse a la perfección, con Marty y Dave ejerciendo a la práctica de doble guitarra solista y con Nick bombardeando en perfecta conjunción con el sobrio y elegante bajo de Dave Ellefson. Y antes de simplificar en extremo su sonido a partir de Countdown to Extinction (una simplificación que les quedó siempre maravillosa, todo hay que decirlo), aprovecharon este Rust in Peace para explorar sus envidiables capacidades técnicas con total exuberancia, demostrando que el thrash podía ser feroz y complejo si dejar de sonar limpio, melódico y pegadizo.
La verdad es que yo siempre he sido muy fan de Megadeth. Y aunque ya eran una banda muy reconocida en esos tiempos, recuerdo descubrirlos y escucharlos por primera vez al comprarme a ciegas el CD de Countdown to Extinction (sí, ni una triste cinta grabada había escuchado). Esta técnica tan habitual años atrás me ha costado más de una sorpresa negativa, pero en este caso la apuesta no podía fallar. La impresionante colección de temazos que se acumulan en ese disco convirtió a los de Dave Mustaine, desde esa misma tarde, en una de mis bandas de referencia adolescente, e inmediatamente me puse a bucear como un poseso (y a gastareme mi escueta paga) en su discografía anterior.
Primero me compré el CD de Peace Sells… But Who’s Buying?, un álbum magnífico e inspirado con algunos cortes realmente eternos. Después me hice con la cinta de Killing is My Business… and Business is Good, un disco que tiene sus cosas, sin duda, pero que a mi finolis juicio suena como el ojal y me cuesta un poco conectar con él. También en cinta cayó un So Far So Good…. So What? que siempre me pareció algo irregular y disperso (y claramente el disco más flojo de su época clásica a pesar de contar con algún que otro tema maravilloso). Finalmente, también me agencié el cassette original de Rust in Peace (uno de los pocos discos que me he comprado tanto en cinta como posteriormente en CD, al lado del Painkiller de Judas, el No Prayer for the Dying de Iron Maiden, el Low de Testament o el Ride the Lightning de Metallica). Y ay, amigo, menudo discarral. Desde un primer momento se veía a venir que este disco era especial, y efectivamente no andaba nada desencaminado.
La portada misma, obra de toda una leyenda en lo suyo como es Ed Repka, es todo un símbolo de la época y te despierta inmediatamente el gusanillo thrashero. Bajo el techo de ese famoso «Hangar 18» en el que, según cuenta la leyenda urbana (sobradamente desmentida, pero vete a saber), se trasladaron los restos del OVNI (y de sus ocupantes) que cayó en Roswell en 1947, se ven a algunos de los grandes líderes mundiales del momento (concretamente John Major, Toshiki Kaifu, Richard von Weizsäcker, Mikhail Gorbachov y George Bush padre) observando con conspirativo detalle como la mascota de la banda brande una extraña piedra fosforecente ante el cuerpo inerte y encapsulado de un alienígena. El amor por los juegos de palabras que siempre ha profesado el sardónico Dave Mustaine motivó el título «Rust in Peace» (oxídate en paz, en contraste con el descansa en paz que significa «Rest in Peace»), siendo éste el primer disco de la banda cuyo título se desmarca de la fórmula de frases largas, complejas y con puntos suspensivos que habían usado hasta entonces.
A finales de los ochenta, el thrash que había abanderado la vertiente más extrema del metal en esa década estaba dando los últimos coletazos antes de ser arrasado por el rock alternativo, el groove metal y, sobretodo, por un afamado death metal que lo iba a reemplazar como totem de la agresividad metálica. Pero a pesar de ello, los chicos de Megadeth aún tuvieron tiempo para grabar uno de los grandes clásicos del género (¿quizás el último gran clásico puro junto al Seasons in the Abyss?). Para ello, decidieron apostar por un sonido mucho más limpio y saturado que en discos anteriores y también de lo que es habitual en cualquier trabajo de thrash metal que yo conozca. El artífice fue ni más ni menos que Mike Clink, el productor que había saltado al estrellato gracias a su trabajo en el Appetite for Destruction de Guns N Roses y que se iba a convertir en uno de los ingenieros estrella del hard rock tardío abanderado por los de Axl y Slash. Rust in Peace sería su única colaboración con Megadeth y con cualquier otra banda alejada de su estilo de referencia, pero el legado y el impacto de ese iconico y particular sonido son indiscutibles.
Antes de la salida de este disco, Megadeth eran ya una de las bandas más destacadas del universo thrash, y por ello estaban acostumbrados a sentir la devoción y el aprecio de la mayor parte de la crítica especializada y de sus muchos aficionados. En esta ocasión no fue muy distinto, y desde el mismo momento de su publicación, Rust in Peace fue recibido con absoluto entusiasmo por todo el mundo. Pero no es menos cierto que este disco supuso un paso más allá a nivel de popularidad y respeto entre las masas, alcanzando posiciones cada vez más elevadas en las listas de éxitos y de ventas e, incluso, ganándoles su primera nominación para los Grammy (un premio que, en esos tiempos, era algo importante que toda banda anhelaba conseguir). En los años venideros, gracias a su capacidad maravillosa de adaptarse a los tiempos sin perder ni un ápice de personalidad ni de calidad, esa popularidad no paró de crecer más y más, alcanzando su punto álgido en Countdown to Extinction y Youthanasia.
Llegados a esta altura del artículo, lo normal sería que procediera a desgranar con pelos y señales cada uno de los cortes que componen el disco, pero en esta ocasión me parece un ejercicio algo futil y he decidido que no me voy a entretener demasiado en hablar de ellos en detalle. En los escasos cuarenta minutillos que dura Rust in Peace podemos apreciar y disfrutar de algunos de los momentos más intrincados, complejos, veloces, rabiosos y agresivos de la carrera de Megadeth conviviendo codo con codo con pasajes accesibles, melódicos, antémicos y fluidos que te atrapan para siempre una vez se te han metido en el tuétano (cosa que cuesta bien poco). Es complicado destacar o analizar este o aquel solo o este y el otro riff, ya que cualquier cosa que pueda decir sobre ellos no va a ser capaz de hacer justicia a la sensación de inspiración, confianza y de absoluta y desbocada brillantez que siento al escucharlos y que emana de todos y cada uno de los surcos de este disco.
La inicial «Holy Wars… The Punishment Due» y la impresionante «Tornado of Souls» me parecen sin duda los momentos álgidos del disco. Se trata de dos canciones absolutamente perfectas (digo esto sin matices) que ocupan una posición de privilegio entre los grandes temas de la carrera de la banda, del thrash y del metal en general, con un trabajo compositivo y a las guitarras sencillamente increíble (el solo de «Tornado», por ejemplo, no es de este mundo). Junto a la conocida y también brillantísima «Hangar 18» forman la triada de clasicazos imprescindibles en cualquier setlist pasado, presente y futuro de la banda, y probablemente serian las tres canciones que casi cualquier aficionado escogería, con motivos de sobras, como sus preferidas.
Pero más allá de ellas, y lejos de bajar ni un ápice el nivel, a su alrededor hay temarrales espectaculares como son la thrashera «Take No Prisoners», la inquietante y rebuscada «Five Magics», la vacilona, bailonga y melódica «Lucretia» o el genial y desbocado final con «Rust in Peace… Polaris». Temas todos ellos que podrían convertirse también en himnos imprescindibles si los de Mustaine se animaran a dar conciertos de dos horas. «Poison Was the Cure» me pareció la canción más veloz de la historia del mundo en su momento y aún ahora es una auténtica locura de espíritu deliciosamente punk y riffs histéricos hasta el absurdo, y debo estar tan obnubilado por la hipnótica y emocionante perfección general que emane del transcurrir del disco que incluso el extraño y desganado interludio «Dawn Patrol» me parece suficientemente brillante como para aplaudirlo.
Entre la comunidad metálica hay un cierto debate entre los que consideran que Peace Sells es el mejor disco de la banda californiana y los que defienden que éste es Rust in Peace. Incluso algunos opinan que se trata de Countdown to Extinction. Mi amor por este último es infinito, y Peace Sells es un discarral como la copa de un pino, pero a mi juicio lo que Megadeth logran en este trabajo tan sobrado y voluptuoso que nos ocupa hoy está en otra liga, hasta el punto que me atrevo a considerarlo uno de mis diez discos favoritos de toda la historia del metal. No creo que a estas alturas muchos de vosotros aún no hayáis profundizado en él, pero si por lo que fuera aún no le habéis dedicado el tiempo que se merece, haceros un favor y dadle al play a uno de los discos definitivos de todo un género.
Siempre me ha encantado escribir y siempre me ha encantado el rock, el metal y muchos más estilos. De hecho, me gustan tantos estilos y tantas bandas que he llegado a pensar que he perdido completamente el criterio, pero es que hay tanta buena música ahí fuera que es imposible no seguirse sorprendiendo día a día.
Tengo una verborrea incontenible y me gusta inventarme palabras. Si habéis llegado hasta aquí, seguro que ya os habéis dado cuenta.