Antes de que continuéis leyendo, un aviso: este no es estrictamente un artículo sobre Machine Head, sino un articulo sobre mí en el que me sirvo de la música de la banda californiana como hilo conductor. Quizás te estás preguntando qué relevancia tengo yo para merecer un artículo, y quizás no la tengo, pero pensando en qué podíamos hacer en motivo de la visita de los de Robb Flynn a nuestros escenarios a principios de abril, me ha venido a la cabeza (y al corazón) enfrascarme con exactamente ésto. El hecho es que no se me ocurre ninguna otra banda con la que pudiera escribir un artículo como éste, ya que ninguna otra banda me ha acompañado con tanta intensidad desde que empezaron hasta hoy. Al igual que pasa con todo en la vida, y como podréis ir viendo, nuestro idilio ha tenido subidas y bajadas, pero es un hecho impepinable que 25 años después Machine Head siguen ahí y me continúan motivando lo suficiente como para embarcarme a escribir algo así.
Cuando yo era adolescente a mediados de los noventa, mis primeros referentes musicales y metálicos eran, por supuesto, bandas que ya llevaban años en la cúspide: Metallica, Iron Maiden, Megadeth, Sepultura, Motörhead, Slayer… podríamos decir que todas ellas, y así lo certifica la implacable perspectiva del tiempo, ya habían vivido sus mejores momentos en los ochenta, con lo que nunca tuve la oportunidad de vivir la excitación que acompaña el ver nacer sus mejores discos. De todas ellas, Slayer eran mis grandes ídolos, y en noviembre de 1994 venían a presentar el Divine Intervention (menudo discazo que tanto ellos como la mayoria de fans tienen injustamente olvidado) a Barcelona. Ese iba a ser el segundo concierto grande de mi vida, después de que Pantera nos tomaran el pelo un mes antes en el Pavelló de la Vall d’Hebron a base de parones, fumeteos, chulería y una duración irrisoria.
Como teloneros de Slayer iba a venir una banda que no conocía de nada, unos tales Machine Head, que por lo que parece eran nuevos y acababan de sacar un disco de debut llamado Burn My Eyes. Como nosotros (y particularmente yo) éramos alumnos aplicados y estábamos ávidos por hincarle el diente a tanto metal como fuera posible, y a pesar de no tener ni idea de lo que iba a encontrar allí o qué músicos estaban detrás, corrí a la tienda a comprarme este CD (de hecho, ahora no recuerdo exactamente a qué tienda fui ni si lo encontré con facilidad), al igual que habíamos hecho con el gran Crank cuando supimos que los grandes y también infravalorados The Almighty eran la banda que iba a abrir para Pantera.
En una época en que mis oídos estaban acostumbrados a descubir una maravilla tras otra, la escucha de Burn My Eyes fue otro de esos hitos imborrables en mi joven trayectoria musical. Pero más allá de que canciones como «Blood for Blood», «A Nation on Fire», «The Rage to Overcome», «None But my Own», «Block» o, evidentemente «Davidian» me volaran la cabeza y se convirtieran en banda sonora continua e imprescindible de esos años mozos, el descubrimiento de esta banda y de este disco me proporcionó algo que en esos momentos necesitaba y que era nuevo para mí: una banda que nacía conmigo y que podía hacerme mía desde el primer día. Y me prometí a mí mismo que gozaría de sus años dorados y disfrutaría de todas y cada una de las veces que vinieran a Barcelona, desde entonces hasta el fin de los tiempos.
De esa convicción adolescente a la realidad hay un trecho, por supuesto, pero sí que es cierto que los de Robb Flynn han sido una banda que casi siempre ha sido importante en mi vida y, queriéndolo o no, he acabado enganchado a la mayoría de sus discos. Lo curioso es que no recuerdo demasiado de esa primera visita junto a Slayer, supongo que por la impresión imborrable que me causaron Tom Araya y los suyos, que no por nada se convirtieron en mi banda favorita durante toda mi adolescencia y juventud. Pero al cabo de pocos meses, espoleados por el éxito global de Burn My Eyes, se volvieron a pasar por la entonces Sala Zeleste (ahora Razzmatazz) como cabezas de cartel indiscutibles, acompañados de unos imberbes Meshuggah (que venían a presentar su ahora mítico Destroy. Erase. Improve.) y de unos violentos y hardcoretas Mary Beats Jane, la banda de donde salió el futuro cantante de The Haunted, Peter Dolving.
En ese concierto, que recuerdo vagamente que no pasó de media entrada y gracias, tocaron Burn My Eyes casi al completo y un par de versiones. Como por esos entonces yo ya llevaba el disco trilladísimo, y como los de Robb Flynn siempre han sido una máquina en directo, disfruté como un enano y, aquí sí, se cimentó del todo mi relación eterna con la banda, que culminó con la compra de la única camiseta suya que nunca he poseído (y que me duró dos telediarios por cierto). Se trataba de una en la que salía un cristo semi demacrado con una seta atómica de fondo y el lema de «Jesus Wept» (frase que forma parte de la letra de «Old»). A mi madre el dibujillo de marras no le hizo ni puñetera gracia, ya os lo digo, y por el poder que le otorgaba ser la limpiadora única de mi casa y decididora última de todo lo que ocurría dentro de esas cuatro paredes, un buen día la hizo desaparecer sin dejar rastro, algo que me sigue negando, con pétrea frialdad y cinismo, aún a día de hoy. Bien, hace tiempo que no le he sacado el tema, es verdad, pero seguro que me lo seguiría negando.
En aquellos viejos buenos tiempos (no es que hoy no lo sean, de buenos, que lo son, pero aquellos también lo fueron) había un puñado de bares y locales donde ponían metal (en este sentido sí que eran bastante mejores). Incluso en mi pequeña ciudad, Granollers, ponían metal de tanto en cuanto en la discoteca «del pueblo», el mítico As de Copes en el que semi-malgastamos nuestra adolescencia y juventud. Si el DJ estaba de buenas, le podrías traer tus propios Cds y, previa escucha-filtro, había la posibilidad de que te pusiera algun tema. Como los clásicos ochenteros del metal estaban totalmente fuera de la línea habitual del lugar, la manera de garantizarte el éxito era con «Davidian» o con algo de Pantera y Biohazard. Recuerdo como la adrenalina recorría mi cuerpo en forma de éxito adolescente cuando sonaba el redoble de batería que daba paso al mítico primer tema de Burn My Eyes y los fans de Green Day tenían que dejar la pista para permitir el engorileo de los metaleros del lugar. «Davidian» también era el tema de referencia a pedir cuando íbamos a algun bar de metal en Barcelona, en Lloret de Mar o donde fuera. Machine Head molaban, e incluso nos parecía cool y moderno que te molaran.
En aquella época, el line-up de la banda estaba formado por el eterno líder Robb Flynn a la voz y a la guitarra, el semi eterno y gigantesco Adam Duce al bajo y los efímeros Logan Mader y Chris Kontos a la guitarra y a la batería. Logan duraría un disco más y después pasó por bandas como Soulfly o, últimamente, Once Human. Chris, mientras tanto, se largó al cabo de nada para formar parte de otro grupo que no tuvo nada de recorrido pero que a mí me gustaba mucho, los daneses Konkhra, que tenían un temazo simplón y pegadizo que se llamaba «Life Eraser» y que también vinieron poco tiempo más tarde junto a Decide y Suffocation, en un aburrido concierto de los primeros y un despliegue de contundencia y precisión impresionante de los segundos. Brutal death metal en el Razz 1 y casi sold out, chicos, qué tiempos aquellos.
Superado un poco el hype que supuso descubrir a la banda en 1997 apareció The More Things Change…, un disco algo distinto a su debut pero igualmente maravilloso. En general, había más hardcore y menos thrash, pero a mí me enganchó igual. En esos tiempos yo ya había superado la adolescencia más estricta y me había convertido en todo un universitario con coche. Si hasta entonces el lugar predilecto donde escuchaba música era la minicadena de mi habitación, el coche no tardó en convertirse en mi gran baluarte musical (y de otras cosas, claro). No solo me permitía escuchar lo que quería sin que alguien me picara en la puerta cada dos por tres, sino que podía compartirlo con todo transeúnte que se cruzara en mi camino. En esos tiempos, claro, no tenia reproductor de CD en mi flamante y nada metalero Opel Corsa verde guisante, así que todo lo que escuchaba eran cassettes. El que contenía el segundo disco de Machine Head llevaba un compañero de viaje en la cara B tan poco probable como los divertidos punk rockeros melódicos californianos Guttermouth (que si no habéis escuchado, os lo recomiendo. Debilidad personal: «Lipstick». Brutal, cachondísima y tristemente cierta).
Todos los que vivistéis el mundo de los cassettes recordaréis que cada cinta era un mundo y tomaba vida propia con esas combinaciones de caras A y caras B. En este caso, daba la casualidad que el final del disco, a media cara B (que incluía dos bonus tracks excelentes: una versión del «The Possibility of Life’s Destruction» de Discharge y un temazo que me encataba como «My Misery») coincidía con el principio de «Bay of Pigs» («la 7») en la Cara A. Y como Guttermouth estan bien pero tampoco es necesario abusar, y normalmente no me apetecía rebobinar hasta el principio de la Cara A, mi procedimiento habitual era escuchar de la 7 a la 10 y los dos bonus tracks, girar cara y volver a empezar. Por ello, las canciones que más amo de este disco se encuentran en este grupito, aunque para la mayoría de gente (y también para la banda) son algunas de las más olvidadas.
«Blistering» («la 9») solía ser mi favorita, un tema que jamás han tocado en directo y que a todo el mundo pareció y parece pasarle totalmente desapercibido pero que me a mí me flipaba y me sigue gustando mucho. Unos pocos años más tarde, con mi humilde banda The Drazehn (que ya hace lustros que está más que enterrada pero que, entre vosotros y yo, tenía algun que otro temazo con ejecución más que mejorable), nos llenamos de buena voluntad e intentamos versionarla, pero nuestras capacidades interpretativas estaban tan lejos de lo requerido que nos acabamos conformando con el facilísimo «Remember the Fallen» de Sodom y una versión insultantemente simplificada del «Domination» de Pantera.
El otro gran tema de este tercio final de The More Things Change, más allá de un «Blood of the Zodiac» que también me parecía genial era sin duda «Violate». Un tema oscuro, profundo, ambiental, en el que Robb Flynn te susurraba primero y te escupía después haciendo uso de toda su rabia. No solo solía fliparme con la escucha y la auto interpretación de tal temón en mis trayectos en el coche sino que creo que fue la principal fuente de inspiración para un proyecto sin nombre, entonces secreto y ahora olvidado, de música acústica, íntima y oscura en la que sacaba a pasear mis demonios del momento y expresaba mis más hondos e inconfesables deseos (que tampoco ahora es momento de confesar).
Al llevar un dos de dos imponente, seguramente tenía más hype esperando a The Burning Red que el que había tenido con The More Things Change. Aunque el nu metal venía pegando fuerte a finales de los noventa, con bandas como Korn, Limp Bizkit o Linkin Park copando listas y con unos System of a Down que vi abriendo para Slayer y Sepultura en la Vall d’Hebron empezando a hacerse un hueco, en ningún momento sospeché que mis amados Machine Head iban a subirse a ese carro. Mirado con perspectiva, tampoco es algo tan extraño, pero entonces esa decisión me dejó bastante ojiplático.
El tema que escuchamos como adelanto, «From This Day», ya hizo saltar mis alarmas, pero ese estribillo tan pegadizo, a pesar de ser muy distinto a lo que me había gustado siempre en ellos, aún me motivaba lo suficiente como para insistir en ponérmelo una vez tras otra. Eso sí, la escucha completa del disco me resultó, en ese momento totalmente infumable. Entre mis evoluciones musicales de esos días estaba el black, el death, el death melódico, el doom, el hardcore punk, el post hardcore y un montón de cosas más, pero ninguna de ellas se acercaba lo más mínimo al nu metal que parecía acapararlo todo , así que, olvidando las promesas de amor eterno que había hecho años atrás, y aunque sus dos primeros discos siguieron ocupando un lugar privilegiado en mi rotación y en mis listas de favoritos, nuestros caminos se desviaron aquí.
Un amigo mío, mucho más dado al blanco y negro que yo y a quién llevo desde el principio de la existencia de esta revista insitiéndole en que se haga cargo de una «Columna del Vinagre» a la que auguraría mucho éxito, se compró el CD de The Burning Red todo ilusionado y casi le dá algo, acabando ahí su relación con la banda de forma radical a pesar de que hasta entonces había sido tan fan como yo. No fue hasta su última visita a la Sala Razzmatazz 1 en 2015 (ya llegaremos a ello), ese día en el que tocaron casi dos horas y media, que pude arrastrarlo de nuevo a verlos, y aún así no difrutó de nada más que de las tres canciones inevitables de sus primeros discos que tocan (léase «Davidian», «Old», «Ten Ton Hammer» y para de contar).
Durante los años siguientes mis intereses musicales fueron por otros derroteros, y ni tan siquera le hice demasiado caso a la salida de Supercharger, que no escuché a pesar de encontrarnos en pleno auge de la descarga de mp3 vía Emule, Kazaa, Napster o el que fuera el programa estrella del momento. De hecho, me cuesta recordar algo que me relacione esa época que iba aproximadamente del 2000 al 2004 con la banda californiana, a parte del intento de versionear «Blistering» y de que, una noche que aparqué mi Opel Corsa verde junto al Palau de la Música para ir a ver a Marlango, un hijo de puta me reventó el cristal y me robó el Radio CD (que ahora ya sí que tenía) y un buen puñado de joyas musicales, entre ellas mi preciada copia del Burn My Eyes.
Escuché Through the Ashes of Empires con algo de retraso, y aunque no me pareció del todo mal (sobretodo «Imperium» y su principio épico), no me acabó de atrapar lo suficiente como para recuperar mi idilio con la banda. Con la perspectiva del tiempo reconozco sin problema que es aquí cuando los de Robb Flynn empiezan de nuevo un camino ascendente que iba a culminar pocos años más tarde, pero en ese momento aún me miraba a los californianos con algo de recelo y, de todas maneras, yo continuaba enfrascado en el descubrimiento de otras muchas músicas, incluso en ámbitos más poperos (¡Vivan los Smiths!).
A partir de aproximadamente 2006 estuve un buen tiempo viajando por países remotos (y no tan remotos), y con una mochila en la espalda y un reproductor de mp3 en el bolsillo no puede estar uno del todo atento a las novedades. De hecho, no fue hasta bien entrado 2008 que ni tan siquiera me enteré de la existencia de The Blackening mientras miraba listas de lo mejor de 2007 para ver qué me había perdido en mi ausencia. Ahí estaban bandas que me acompañarían desde entonces hasta hoy, como High on Fire o Baroness, pero lo del Blackening fue todo un cataclismo, ya que el disco negro es, casi casi, el álbum que me hizo volver de cabeza al metal.
Yo me había instalado durante un tiempo en la Gold Coast australiana, y durante los primeros tiempos después de mi descubrimiento, escuchar este disco se convirtió, casi, en una obsesión. Desde el principio con la creciente y brutal «Clenching the Fists of Descent», la casi perfecta «Aesthetics of Hate», la épica y culebrera «Halo», las infravaloradas y brutales «Wolves» y «Slanderous» o la final «A Farewell to Arms». Un disco perfecto de arriba a abajo, sin un segundo de relleno, inspirado como ninguno. Un pollazo en la mesa del señor Flynn que, acompañado de su ex colega de Vio-Lence Phil Demmel, se sacó de la manga el que es, para mí, el mejor disco de metal del siglo XXI. Tal era mi obsesión, que en esa época recuerdo haber tenido incluso un sueño homoérotico con Robb. No diré que es el único que he tenido (ni mucho menos) pero sin duda es uno de los primeros que recuerdo.
Durante esos meses que permanecí en Australia, Machine Head tenían que venir a tocar a la cercana ciudad de Brisbane acompañando a unos entonces gigantescos Slipknot, que justo acababan de sacar All Hope is Gone. Teniendo en cuenta que en esos tiempos yo era un semi-nómada de la vida, mi reserva económica era tirando a inexistente, así que no me podía permitir ni en mil vidas un concierto de pavellón que, si aquí es caro, ahí ya ni os explico (¡y sin sueldo!). Pero de golpe, como acostumbro a ser un tío con suerte, un resquicio de oportunidad se vislumbró en el horizonte…
Resulta que los padres de mi pareja tenían unos amigos, noruegos ellos, que estaban podridos de pasta. Esos amigos tenían un hijo, de quince años, más bien tirando a repelente, pero que por esas cosas de la vida (y como buen noruego, supongo) le gustaba bastante el metal. De hecho, forzados por nuestras circunstancias expatriadas, habíamos pasado algunas tardes juntos tocando clásicos metálicos a la guitarra. A pesar de ello (o justamente por ello) a mí me parecía un tío arrogante y bastante imbécil, y me temo que yo tampoco le caía del todo bien, ya que nunca le seguí el juego de consentido que se llevaban sus padres.
La historia es que el chico en cuestión iba a ir al concierto de Slipknot y Machine Head que comentaba, y como era menor de 16 años necesitaba ir acompañado de un adulto para poder entrar. Ese adulto iba a ser su padre, pero como el hombre no podía tener menos ganas de meterse en tal fregado, me comentó que quizás podía ir yo con él. Yo dije que claro, encantado, mientras me aguantaba las chispas en los ojos. Así quedó la cosa hasta que al cabo de unos días me informaron que finalmente en vez de yo iba a ir otro miembro de nuestra familia extendida al que habían visto un par de veces, curiosamente también noruego él, y al que el metal se la traía absolutamente al pairo (de hecho, me pidió si le podía bajar algo de Slipknot para escucharlos un poco, que no le sonaba ni el nombre – de Machine Head ni palabra). Así que me tocó joderme. Evidentemente no voy a exigir conciertos gratis, pero ahí ví la mano del pequeño gilipollas, que me dá que no estaba por la labor de compartir su noche de pasión metálica con nadie.
Mi maldición por motivos económicos se extendió un poco más aún a mi vuelta de Australia. Tras casi tres años de dar vueltas por el mundo volví a instalarme cerca de Barcelona a mediados de 2009, muy pocas semanas antes de la celebración de ese brutal y recordado Sonisphere en el Parc del Fòrum con Metallica, Slipknot, Lamb of God, Mastodon… y Machine Head. Como yo había llegado con una mano delante y otra detrás, y como quien dice, hasta tenía que pedirle prestado a mis padres para comer hasta que encontrara trabajo, me dió apuro mendigar un mini crédito para ir a ese festival. Por supuesto, fue una decisión absurda y me he arrepentido mil veces de no haberlo hecho, pero qué le vamos a hacer.
El tiempo pasó, y yo conseguí mi trabajo, de oficina y con flamante ordenador. Al haberlo descubierto hace poco, claro, tenía el Spotify puesto a todas horas (no sé a vosotros, pero aunque su modelo de retribución es muy discutible, a mí Spotify me ha cambiado la vida). Gracias a ello, pude seguir la salida de Unto the Locust al momento, un disco que satisfizo mis más elevadas expectativas. Quizás no es tan bueno como The Blackening (¿y cuál lo es?), pero tampoco es que se quede muy atrás. Temazos como «Beautiful Morning», «Darkness Within», «Locust» o «Who We Are» alargan el momento dulce que vive la banda, en el mejor momento de su carrera.
Mis memorias de ese disco, de todas maneras, no estan relacionadas con mi trabajo de oficina sino que lo estan con el correr. En esa época me dió por empezar correr medias maratones y otra carreras de medio fondo (una afición que me duró unos cinco años), con lo que solía salir a trotar dos o tres veces por semana. Unto the Locust fué la banda sonora que me acompañó durante muchas de esas primeras salidas, y a veces recuerdo tener que parar porque me faltaba el aire al haberme puesto a berrear el estribillo de «Darkness Within» (a mí este tema me encanta) con demasiada pasión.
Esta vez sí, no me podía perder su visita a la sala Razzmatazz, uno de los conciertos que recuerdo vivir con más anticipación. Completaban un cartel de lujo Darkest Hour (una banda que me había encantado cuando salieron), DevilDriver (que descubrí también en Australia) y unos Bring Me the Horizon que estaban al borde de petarlo pero que no pegaban demasiado con el resto del line up. Probablemente, estamos ante el concierto que más he disfrutado de todos los que les he visto a los de Robb Flynn, con una sala a reventar, un setlist y una actitud que me parecieron épicas, incluida la charla recordando su (y mi) primera visita a esta sala junto a Slayer y el hecho de que el mítico Under Siege de Sepultura fuera grabado aquí.
Pasaron de nuevo los años y la salida de Bloodstone & Diamonds pasó por mi mundo sin demasiada pena ni demasiada gloria. No sé si me pilló en un momento en que también estaba en otras cosas o es que el disco intentaba exprimir esa fórmula culebrera de The Blackening y Unto de Locust tan al máximo que acabó por pasarse un poco de frenada tanto en duración como en complejidad, pero no tengo ninguna memoria específica relacionada con la escucha intensa de este disco. Es un buen disco eh, ojo, pero para mí no le llega ni a la suela de los zapatos a sus dos obras anteriores.
Por supuesto, volví a verlos a su paso por Barcelona, ya que Machine Head siempre han demostrado ser una garantía en directo independientemente del disco que vengan a presentar. De nuevo en la sala Razzmatazz (como siempre que han venido, creo), y de nuevo con Darkest Hour (y nadie más) como teloneros. Ahora mismo no recuerdo el precio exacto, pero creo que era incluso más elevado que en su visita anterior, así que lo que consiguieron es que la sala estuviera solo medio llena y presentara un aspecto bastante tristón. El concierto estuvo bien, con algunos temas nuevos que sonaron más que satisfactoriamente, pero no fue, ni mucho menos, el mismo nivel de flipe que su gira anterior. El setlist casi no cambió en tres años más allá de cambiar algunos temas de Unto the Locust por algunos otros de Bloodstone & Diamonds, y el discurso casi exacto sobre la visita con Slayer y el Under Siege (una noche, esa de 1991, en que los teloneros eran precisamente Sacred Reich, con el actual batería de Machine Head, Dave McClain, tras los parches), seguía teniendo su gracia, pero a los que ya lo habíamos oído antes nos sonó un pelín menos espontáneo.
Como curiosidad, en esos tiempos intenté empezar a montar una revista / blog mutidisciplinar en catalán que nunca publicité y que siempre se quedó a medias, y ahí escribí la crónica de este evento sin ningún tipo de ambición en absoluto. Aunque siempre me ha gustado a escribir, y ya véis que me salen las palabras a borbotones, sorprendentemente nunca se me había ocurrido poner dos de mis pasiones juntas. ¿Quién me iba a decir a mí que tan solo unos pocos años más tarde me vería metido en todo este fregado que es Science of Noise, eh? Pues este concierto fue la primera crónica de las cinco o seis que llegué a publicar en ese blog, y la primera de las decenas que debo tener publicadas hasta hoy, tanto en mi paso por Metal Symphony como aquí. Y tenía que ser, precisamente, Machine Head. 🙂
El que haya seguido los rantings de Robb Flynn en el blog que ha ido manteniendo desde hace ya años, donde el hombre demuestra que no tiene ni un pelo en la lengua y que tampoco tiene miedo de quedar como un imbécil de tanto en cuanto, ya se venía a venir desde hace tiempo que su relación con las direcciones que tomaba la industria musical estaban empezando a hincharle las pelotazas esas gordas que tiene. Por un lado, acabó harto de festivales y de tocar sets cortos a media tarde ante gente que solo los conocía a medias. Así que por esa época, Machine Head decidió dejar de hacer festivales y renunciar a los buenos dineros que estos reportan. A la vez, dejó claro que se sentía un poco encajonado en los formatos habituales de gira, así que, animado por algunas bandas que ya lo habían hecho antes, decidió prescindir de llevar bandas teloneras (y renunciar a los buenos dineros que éstas reportan) y alargar sus conciertos hasta las dos horas y media.
Con este formato volvieron de nuevo a Barcelona en 2015, y la expectativa de poder disfrutar de cortes menos habituales me envió de cabeza a verlos a pesar de venir a re-presentar el mismo disco que ya habíamos visto pocos meses atrás y que en esa última visita me habían dejado algo frío. Aunque volvía a no estar lleno, había bastante más gente que en su último concierto, y es innegable que fue una noche intensa y divertida, pero las promesas de cortes sorprendentes y poco habituales resultaron ser un pequeño fracaso. Quizás podríamos meter en esa categoría a «Bite the Bullet», «From this Day» y «Now I Lay Thee Down». Y para de contar. Y lo más decepcionante es que la representación de sus dos primeros discos se limitó, como exactamente siempre, a «Davidian», «Old» y «Ten Ton Hammer».
Más arriba digo que mi amigo el vinagre, ex-fan devoto de los californianos cuando compartimos su descubrimiento en plena adolescencia, me acompañó a este concierto después de no haberlos visto en dos décadas. Tampoco es que sea un chico que se emocione especialmente ante ninguna banda, pero escudriñando de reojo sus reacciones y comentarios, ya ví que lo que iba pasando sobre el escenario no le acababa de convencer del todo. Los momentos que más disfrutó y más le tocaron la patata fueron cuando tocaron «Davidian», «Old» y «Ten Ton Hammer», así como cuando Robb introdujo «Darkness Within» recordando la primera visita de la banda a Barcelona junto a Slayer más de veinte años atrás y que en esta sala sala fue donde se grabó el Under Siege de Sepultura. Enternecedor.
En 2017 la banda publicó un single llamado «Is There Anybody Out There?». Evidentemente, antes de escucharlo pensaba que se iba a tratar de una versión de la canción de Pink Floyd (lo que habría tenido su gracia, a pesar de que se trate de un tema acústico), pero resulta que es un tema alternativo bastante raro y nada, pero nada inspirado para mi gusto. Esto ya nos podía poner en situación de lo que esperar con el siguiente, y hasta hoy último, disco de la banda. Catharsis salió a principios de este año y fue recibido por opiniones polarizadas y apasionadas (en un sentido u otro) de fans y medios. A mí me espantaron algunos adelantos (y «Bastards» no es uno de ellos, que me gusta mucho), pero a medida que lo he ido escuchándolo, la verdad es que he acabado bastante atrapado. Y no, no se trata ni mucho menos de un nuevo The Burning Red, sino de algo, para mi gusto, notablemente mejor.
Hoy en día no me encuentro en ninguno de esos momentos de relación estrecha y apasionada con la banda (que ya volverán), al igual que tampoco es que esté sin hablarles (que ya veremos si también volverán). En la medida que pueda, como un fiel amante, iré a verles de nuevo (será mi sexta, tampoco son tantísimas) en esta próxima visita a Razzmatazz a principios de abril, otra vez en formato «An Evening With Machine Head» de dos horas y media sin teloneros. Hace pocos días que empezaron el tramo europeo de su gira, y no he podido aguantarme de mirar el setlist (si no quieres spoilers, deja de leer aquí). Y a parte del sorprendente poco protagonismo de Catharsis, con solo cuatro temas entre los 25 que vienen tocando, me he llevado las manos a la cabeza al ver qué es lo que han escogido incluir de sus dos primeros discos. Sí, lo habéis adivinado, «Davidian», «Old» y «Ten Ton Hammer». Estos chicos no tienen remedio.
Ps. Y bueno, aunque ha acabado siendo, como ya avisaba, una historia sobre mí, espero que valoréis que he ido poniendo vídeos de la banda y no fotos de mi comunión y de mis viajes. 🙂
Foto de portada: Metalhammer.de
Siempre me ha encantado escribir y siempre me ha encantado el rock, el metal y muchos más estilos. De hecho, me gustan tantos estilos y tantas bandas que he llegado a pensar que he perdido completamente el criterio, pero es que hay tanta buena música ahí fuera que es imposible no seguirse sorprendiendo día a día.
Tengo una verborrea incontenible y me gusta inventarme palabras. Si habéis llegado hasta aquí, seguro que ya os habéis dado cuenta.