Si hay una figura que todos convendremos en considerar universalmente icónica dentro del mundo del rock y del metal es sin duda la de Lemmy Kilmister. El grandullón vocalista inglés vivió como quiso, epitomizó como nadie eso del sexo, drogas y rock and roll, dejó un montón de frases para la historia, trascendió la propia esfera de la música para convertirse en un referente global que gozó de la admiración y el reconocimiento de todo el mundo gracias a su autenticidad y su carisma y, finalmente, acabó por alcanzar un estátus y un aura inmortal que, paradójica y trágicamente, se consumió con desoladora e impotente rapidez para acabar dejándonos a los setenta años recién cumplidos, una edad aún muy joven para alguien que todos confiábamos en que iba a vivir para siempre.
Tras la inmensidad de su persona y su personaje, claro, estaba Motörhead, el trio (por momentos cuarteto) que lideró y personalizó tan fielmente durante cuarenta años. Ante una figura tan gigante como la suya, la producción musical de su banda toma una posición hasta cierto punto secundaria, y a pesar de que la influencia de los londinenses en el devenir del rock más agresivo es evidentemente mayúscula, también es innegable que el respeto y la adulación de los que Lemmy y Motörhead gozan entre la comunidad rockera no se suele corresponder con el reconocimiento que tienen en lo eminentemente musical. Motörhead molan, por supuesto, y su marca y simbología ha trascendido todos los estilos y son incluso cool, pero a la hora de hablar de música, para muchos son demasiado guarros, demasiado punkis o demasiado simples como para acabar de comulgar del todo con su propuesta.
Ante este curioso fenómeno, podría existir la tentación de preguntarse si, yendo más allá de la figura sobrehumana de su líder, hay para tanto con Motörhead. Pues no lo dudéis: hay para tanto, e incluso para bastante más. Después de pasar por un puñado de agrupaciones a principios de los setenta y de ser expulsado de una banda de space rock psicodélico tan ácida e interesante como fueron Hawkwind, el interés de Lemmy por el punk incipiente y por el rock and roll clásico (recordáis eso de que ellos son Motörhead y tocan rock and roll, ¿verdad?) le hizo crear un propio proyecto del que nadie le pudiera echar. Desde el primer momento esta nueva agrupación, llamada Motörhead como pequeña oda a su amado speed, sonó a nadie más que a ellos y, gracias a su filosofía de sonar más alto y más duro que cualquier otra banda ahí afuera, se convirtió en la principal fuente de inspiración para algunos de los movimientos que dominarían el panorama metálico en la siguiente década.
Porque sin Motörhead, es muy probablemente que no existieran ni el heavy metal clásico en su versión NWOBHM, ni el speed metal, ni el thrash metal ni incluso probablemente el black metal, con protofiguras como Sodom o Venom adoptando el formato de power trio y bebiendo descaradamente de la esencia que emanaba de Lemmy y los suyos. O al menos, no existirían de la manera que los conocemos ahora. Lemmy y sus compañeros (en esa época los fieles Eddie “Fast” Clarke y Phil “Philty Animal” Taylor) construyeron el puente entre rock, metal y punk, entrelazando para siempre esos movimientos y ganándose para siempre el respeto y la admiración de unas comunidades que habían vivido enconadas hasta entonces y, en buena parte, también a partir de entonces, pero que han mantenido a Lemmy y a su banda como referente común.
Muchos podrán alegar que la música de Motörhead no es especialmente original y que, en buena parte, han estado haciendo lo mismo durante cuarenta años. Supongo que la segunda afirmación es (matices a un lado) más o menos cierta, ya que los londinenses nunca han aspirado a nada más que a divertirse tocando el rock and roll de sus amores, pero la primera de ellas sólo se sostiene bajo el prisma de que muchos llevamos toda la vida escuchando a Motörhead queriendo o sin querer, así que ya los tenemos más que asimilados. La fuerte distorsión en el bajo o el uso del doble bombo para infundir un extra de agresividad son ahora características intrínsicas del metal como estilo, pero a medidados de los setenta eran una verdadera rara avis que el trío británico ayudó a implantar y popularizar.
Su amplísima discografía comprende hasta un total de 22 álbumes de estudio, y dejando de lado algún que otro pequeño borrón (quizás March ör Die, que en mi opinión lo es más por inauténtico que por malo), creo que toda ella es más que notable. Pero aún y esa regularidad, supongo que todo el mundo estará bastante de acuerdo en que entre Overkill y este Ace of Spades está el queso de verdad. Publicado solamente tres años después de su debut discográfico, el álbum que nos ocupa fue el cuarto trabajo de estudio de la banda (quinto si contamos el controvertido On Parole) y el penúltimo en el que aún mantienen su line up clásico formado por Lemmy Kilmister, Eddie “Fast” Clarke y Phil “Philty Animal” Taylor. Una formación que se mantuvo sólida, icónica y estable desde casi sus inicios en 1975 hasta que Eddie se largara (o le largaran) poco después de la publicación del ligeramente decepcionante Iron Fist en 1982.
A partir de ese momento, la banda entró de lleno en una pequeña crisis que hizo que nunca más llegaran a gozar del mismo nivel de éxito ni de ventas que hasta entonces, estableciéndose como un grupo de culto de perfil alto con una respuesta comercial más bien relativa y múltiples devaneos por discográficas independientes durante los siguientes treinta años. Así pues, la marcha de Eddie (y la transformacion de trío en cuarteto que tuvo lugar un par de años más tarde) simboliza el final de la época más gloriosa de la banda, cuya popularidad de masas ya no volvería. Phil aguantó un disco más (Another Perfect Day, aunque después volvería para una segunda etapa), pero según explica el propio Lemmy, esa debacle comercial fue lo mejor que pudo haberles pasado, ya que de lo contrario se habrían convertido, textualmente, en unos auténticos gilipollas.
Así que volviendo a lo que decíamos un poco más arriba, podríamos discutir si Overkill es un disco más completo y con más hitazos que éste (cosa en la que estoy quizás un poco de acuerdo), pero no hay duda de que Ace of Spades es el disco definitivo de Motörhead. Fue el primero con el que dieron el salto a Estados Unidos (un territorio que, por cierto, nunca fue del todo fácil para ellos) y también el más exitoso en lo comercial de toda su carrera. Tanto la crítica como los fans están de acuerdo en darle un aplauso más que unánime, y en muchos círculos está incluso considerado como uno de los mejores discos de la historia del rock duro. Sin querer pecar de excesivamente efusivo, supongo que no tengo más remedio que estar de acuerdo con todos ellos: a mí Ace of Spades también me parece un discarral prácticamente obsceno, con una cantidad de temazos exagerada y una banda en un punto de inspiración y confianza sencillamente espectacular.
Junto a la Overnight Sensation (2003), la de Ace of Spades es la única portada en toda la discografía de la banda en la que sus componentes le roban el protagonismo a Snaggletooth, su omnipresente mascota. Y aunque la historia tras esta foto es un pelín cutre (y falsa como un billete de seis euros), la imagen icónica con la que se muestran aquí iba a acompañar a Motörhead durante toda su carrera. Después de descartar la idea de posar como pistoleros jugando al poker en una mesa de saloon, finalmente decidieron recrear el desierto americano y que cada uno de los componentes de la banda basara su carácter en una figura conocida del universo western. Eddie escogió al Clint Eastwood de la trilogía del puñado de dólares, Phil era el Marlon Brando de El Rostro Impenetrable y, finalmente, Lemmy se caracterizó como el televisivo Maverick. Por si tres londinenses haciéndose pasar por cowboys de Arizona en una suerte de desierto improvisado situado en la esquina de una cantera de las cercanías de la capital británica no fuera una engañifa suficientemente grande, incluso el reluciente cielo azul es más falso que judas, ya que parece que ese día estaba muy nublado y al final tuvieron que optar por pintarlo a posteriori.
Pero lo importante es que tras esta portada algo dudosa (a mí por lo menos me lo parece) se esconde un discarral como una casa y que va muchísimo más allá de la canción “Ace of Spades”. El tema quintaesencial de Motörhead no deja de ser un temazo incontestable a pesar de estar más que trillado, ser su canción más universalmente conocida y representarles a la perfección siempre que fuera necesario, como en ese mitico episodio de The Young Ones que encandiló a toda una generación y en el que la banda aparece tocando en el salón de la casa de Vyv, Rick, Phil y compañía. Esa actuación, por cierto, fue grabada en 1984, cuatro años (y tres discos) después de que saliera la canción, con la banda ya convertida en cuarteto y con Phil Campbell y Würzel a cargo de las guitarras. De la misma manera, el as de picas se ha convertido también en el símbolo extraoficial de la banda (hasta el punto de que Lemmy se lo tatuara en su brazo junto al lema “Born to Loose / Live to Win”), y el juego y las apuestas entraron de lleno en las temáticas habituales de la banda junto a las recurrentes mujeres, los excesos de todo tipo y, básicamente, el vivir como te dé la puta gana, todas ellas premisas innegociables de la vida del propio líder de la banda, que con este disco cimentaba su leyenda de forma definitiva.
Aquí hay tantos temazos y son tan icónicos que repasarlos uno por uno carece de sentido. Motörhead van a piñón fijo y no esperaríamos otra cosa de ellos que no fuera que sonaran a Motörhead, algo que hacen al 100% en los 36 minutillos que dura este disco. Pero en esta ocasión las musas estuvieron generosamente de su lado, ya que es innegable que en estos surcos se encuentran algunos de los cortes más inspirados de su carrera. Más allá del archiconocidísimo tema título, canciones inmortales como la veloz y libidinosa “Love Me Like a Reptile”, la vacilona y maravillosa “Shoot You in the Back”, la bailonga “Fast and Loose”, la generosa “(We Are) the Roadcrew” (dedicada a todo el equipo de técnicos y roadies que les acompañaban en sus aventuras por la carretera), la divertida “Bite the Bullet” o la hardrockera y bluesera “The Chase is Better than the Catch” se cuentan entre lo más granado de todo el amplio catálogo de la banda. Pero más allá de esos clasicos atemporales, otros cortes como la pegadiza “Live to Win”, la potente, machacona, infravalorada y simplemente brutal “Fire Fire” o el excelente final con «The Hammer» también rebosan calidad y mojo a raudales para mantener el listón global del disco a un nivel estratosférico.
Según la siempre valiosa información que nos aporta setlist.fm y que a mí me suele servir para juzgar el impacto que la propia banda le ha querido dar a cada uno de sus álbumes, Overkill es claramente el disco que más protagonismo ha adquirido a lo largo de la carrera en directo de Motörhead (algo que no nos debería extrañar si tenemos en cuenta que este disco cuenta con cortes tan imprescindibles como “Metropolis”, “Stay Clean”, “No Class”, “Damage Case” o, por supuesto, el propio tema título). Curiosamente, los números nos dicen que a pesar de que Ace of Spades se sitúa cómodamente en segundo lugar, lo hace sobretodo gracias a la ubiquidad y la omnipresencia de su tema título, el más interpretado de toda su carrera. Tras él, tanto “The Chase is Better than the Catch” como “Shoot You in the Back” tienen una presencia importante pero relativamente modesta, mientras que ningun otro de los temas que completan Ace of Spades ha aparecido en más de un 10% de los conciertos registrados en esta plataforma. Una información sorprendente que me ha pillado un poco a contrapie y que, vista la magnitud del disco y de los temarrales que contiene, la verdad es que no me esperaba para nada.
Para acabar con este pequeño homenaje a un trabajo atemporal y, en extensión, a una banda única, solo recordar que ninguno de los tres gañanes que grabaron este disco están ya entre nosotros. En un periodo de tan solo un par de años (desde finales de 2015 a principios de 2018), los tres fueron cayendo irremediablemente delante de nuestras narices, quizás por culpa de los excesos que arrastraron durante tantos años o, sencillamente, porque ya había llegado su hora. Lemmy, Eddie y Phil: abramos una botella de Jack Daniels y brindemos por vosotros. Gracias por todo lo que habéis aportado a la música y, también, gracias por ofrecernos uno de los discos más icónicos y jodidamente brillantes que jamás ha parido el rock and roll.
Siempre me ha encantado escribir y siempre me ha encantado el rock, el metal y muchos más estilos. De hecho, me gustan tantos estilos y tantas bandas que he llegado a pensar que he perdido completamente el criterio, pero es que hay tanta buena música ahí fuera que es imposible no seguirse sorprendiendo día a día.
Tengo una verborrea incontenible y me gusta inventarme palabras. Si habéis llegado hasta aquí, seguro que ya os habéis dado cuenta.