Si me pongo a hablar de la «puta mili» muchos lectores se quedarán patidifusos. Pero no tengo más remedio que citar mi efímero paso por el ya extinto servicio militar obligatorio porque allí es donde se afianzó mi interés por las partituras de Neil Young. Concretando, mi breve e inoperante estancia en el cuartel San Gregorio de Zaragoza fue aliviada mediante las asiduas audiciones de una casete que contenía el recital «Live Rust», una compilación que siempre me ha parecido el manual idóneo para adentrarse en el vasto catálogo del canadiense. La cinta en cuestión me la había grabado y recomendado fervientemente un colega de mi pueblo, con quien llevaba una buena temporada intercambiado las propuestas musicales que cada uno tenía menos controladas. Por ende, cuando regresé del absurdo deber patriótico, le pedí a mi amigo que me proporcionara todo el material que dispusiera de aquel insigne cantautor y, al unísono, empecé a adquirir cualquier trabajo en el que estuviera estampada su firma. Así, mirando hacia atrás, quedé prendado de exquisiteces, abrasivas o delicadas, como “Everybody Knows This Is Nowhere”, “After the Gold Rush”, “Harvest”, “Tonight’s the Night”, “Zuma”, “Decade”, “Comes a Time” o “Rust Never Sleeps”, continuando el trayecto a partir del antes mencionado doble en vivo de 1979 me dediqué a oír, sin tanta devoción, los controvertidos elepés lanzados a lo largo de gran parte de la década de los ochenta (especialmente los editados bajo el sello del empresario David Geffen) y, a la postre, volví a disfrutar del resurgir del ave fénix con la tríada formada por el meritorio “This Note’s for You”, el notable “Freedom” y, por supuesto, el excelente redondo que encabeza este artículo con motivo de su 30 aniversario.
Como bien se muestra reflejada en la formidable fotografía de su carátula frontal, la principal cualidad de “Ragged Glory” es que te transporta directamente al granero reconvertido en estudio en el cual Neil y unos pletóricos Crazy Horse parieron y ejecutaron esta obra maestra. Te sientas en el confortable sofá que aparece en la contraportada del plástico, a poder ser con una espumosa cerveza en una mano y, aunque este mal visto, con algo de fumar en la otra, y durante una hora te dejas cautivar por un cancionero energético, descarado y pasional. Ten por seguro que al término de la sesión te sentirás completamente saciado.
La sobrada inspiración creativa y la frescura interpretativa son las dos facetas primordiales que diferencian el fenomenal resultado global de este álbum con respecto a lo registrado en otros discos (los irregulares “Re-ac-tor”, “Life”, “Broken Arrow”, “Greendale”, la reelaboración tradicional encerrada en “Americana” o incluso el reciente “Colorado”) por los mismos protagonistas. Aquí, Sampedro, Talbot, Molina y Young, con la inestimable colaboración del fiel productor David Briggs, desgranan con desparpajo y visos de extremada improvisación un compactado y fluido temario que transita en el justo punto medio entre lo ruidoso y lo cristalino, entre lo rocoso y lo estepario, entre el acople distorsionado y el coro melódico. En definitiva, las diez soberbias composiciones, algunas añejas (por ejemplo la agridulce “White Line”, incluida en el recuperado “Homegrown”) o ya rodadas en anteriores giras, forjaron la “gloriosa imperfección” que fue alabada unánimemente por la prensa especializada, los fans incondicionales y las nuevas generaciones, resituando al influyente hippie en la primera línea de una palpitante escena rockera.
Y yo, tras el inmenso goce que me provocaron (y aún lo hacen) las múltiples escuchas de este memorable documento, he ido siguiendo muy de cerca su prolífica carrera posterior, saboreando mis seleccionadas compras (“Harvest Moon”, “Sleeps With Angels”, “Chrome Dreams II”, “Psychedelic Pill”, la penetrante banda sonora de “Dead Man” o varias de las ediciones rescatadas de su amplio archivo) y emocionándome con un par de sus conciertos peninsulares.