Todo el mundo ha llegado a Opeth a su ritmo, pero los suecos son una de esas bandas que a la que te atrapan, te atrapan de verdad. De hecho, y a pesar de los meandros estilísticos que han ido tomando a lo largo de los años, pocos grupos deben contar con fans tan fieles como ellos ni con un número tan elevado de gente que los considere, sin reservas, su banda favorita. Hoy celebramos el vigésimo aniversario de una de sus obras clave como es Blackwater Park, y además de dedicarle el día con varios artículos monográficos, también hemos querido extender la invitación a hablar de él a un buen puñado de compañeros de la escena extrema y progresiva que nos rodea.
Andrés Aguilar (Afasica, Agathos)
Cuando en 2001 se edita Blackwater Park yo aún no conocía a Opeth, al menos de manera consciente. Me explico:
En aquellos tiempos no había Youtube, Spotify ni redes sociales; Internet en general todavía andaba medio en pañales. Las formas de descubrir nuevas bandas (aparte de jugarte el dinero en comprar un CD por la portada) eran las críticas de los fanzines, los programas de radio y el buen gusto del DJ del pub de turno.
Precisamente Oscar había estado pinchando a Opeth en el añorado Gillman Lokal. Y antes de eso, Vicent Riera había escrito maravillas de Still Life en la revista La Oreja Metálika (publicación nacida del programa de radio). Pues fue en LOM radio donde José Antonio Gabaldón y su equipo estuvieron desgranando los avances que llegaban de su posterior Deliverance. Y ahí sí que me engancharon. ¡Y de qué manera!
Estuve hablando obsesivamente de la banda a todo aquel que sacase conversación sobre música. Uno de estos incautos comentó que tenía otro disco de ellos, que no le había gustado demasiado, y que si tanto me apasionaban a mí pues me lo regalaba. Era Blackwater Park . Gracias, Joanvi. El álbum en sí es una obra maestra, no tiene desperdicio por ningún lado. Desde el inicio con “The Leper Affinity” te mantiene enganchado a lo largo de todo su minutaje. La producción de Steven Wilson llevó la música a otro nivel. Esa combinación de belleza, melancolía y rabia sigue siendo única y desde luego hacreado escuela.
Tiene tantos temas que se han convertido en clásicos, que me es difícil destacar sólo uno, aunque ahora llevo una temporada con “Dirge For November” puesta en bucle.
Una banda en estado de gracia. Si bien soy gran fan de todo lo que han hecho anteriormente a Heritage, mi época favorita es la que va desde Still Life hasta Ghost Reveries, con un muy digno Watershed siendo su canto del cisne.
No puedo hablar de Opeth sin mencionar a mi hermano David Impío. Él y yo lo hemos compartido todo; quedar cada jueves durante un año para poner el DVD Lamentations acompañados de unas cervezas, ver cómo casi muero atropellado en la puerta de Apolo o rasgarnos las vestiduras en un momento épico de locura mientras “Blackwater Park” cerraba el setlist de la banda en el primer Be Prog!
Jaime Arjona (Science of Noise)
Seguramente me repetiría mucho si digo aquello de que Blackwater Park supuso un antes y después para Opeth, un punto de inflexión en su carrera, pero es que es una verdad como un templo. Resulta que también fue de esos discos que participaron en mi punto de inflexión musical, en mi antes y después.
En la entrada del 2000 algunos de mis héroes estaban, o de capa caída, o haciendo cosas que no me llamaban la atención, el metal extremo me estaba empezando a agobiar, había power hasta en la sopa, y nunca me sentí cómodo en el Nu-Metal. Necesitaba nuevos aires y me empecé a enganchar tanto al prog más setentero, como al que estaba de más actualidad en aquel entonces. A Opeth los conocía desde los tiempos de Morningrise (1996) y ya habían demostrado que eran una banda con una evolución constante, para muestra tenemos Still Life (1999), antesala perfecta al disco del que hoy se habla, y que juntamente con el siguiente Deliverance (2002) forman mi trío maravillas.
Blackwater Park me ofreció todo lo que estaba buscando por aquel entonces: Excelentes líneas de guitarra, melodías, grandes cambios de ritmo, una exquisita sección rítmica, amalgama de voces guturales y limpias, atmosferas oscuras de aire melancólico, y eso olorcillo a prog que tanto empezaba a gustarme. «Bleak» podría servir de resumen perfecto a todas mis palabras Además sirvió para adentrarme en el universo Porcupine Tree / Wilson, ya que una de las primeras cosas que hice fue saber quien coño era ese tal Steven Wilson que había conseguido semejante brutalidad con la producción del disco. 20 años han pasado ya, se dice pronto, 20 años de cuando Opeth eran Opeth y Åkerfeldt era Mikael y no Miguelito.
Eric Baulenas (Moonloop, Eric Baule, Bauluna)
Hablar de Opeth y de su trayectoria es sinónimo de poner sobre la mesa varias obras musicales que han marcado un punto de inflexión en la evolución del Metal Extremo y Progresivo. La osadía de mezclar de forma muy personal un sonido oscuro, complejo, y perverso, junto con pasajes melódicos y acústicos que destilan delicadeza, melancolía, y lirismo, son características que se convirtieron en su insignia desde que editaran el primer álbum, además sin rival.
Considero que a partir de My arms, your hearse, y junto con la entrada de una nueva sección rítmica en la banda, personalizaron aún más su propio estilo partiendo hacia un camino repleto de álbumes memorables. Still Life, editado en 1999, fue mi primer contacto con ellos, y debo reconocer que la primera escucha me desconcertó y también me ocasionó un extraño sentimiento de saturación informativa y al mismo tiempo una irresistible atracción.
Pasé de tener la sensación de no terminar de conectar con su propuesta, a caer rendido irremediablemente cuando lo escuché más veces, y es que a medida que iba descubriendo cada uno de sus rincones, una multitud de melodías y pasajes fueron metiéndose en mi cabeza creándome verdadera adicción. Por aquel entonces, ni yo mismo era consciente de que aquella extraña fusión entre estilos tan dispares como el Death Metal y el Rock Progresivo, podían unirse de tal forma para crear un mundo nuevo. Ese disco resultó ser un gran empujón para mí como músico, pues crecí escuchando mucha música distinta, pero con lo que más me identificaba era con el Metal Extremo y las músicas progresivas. Opeth resultaron ser unos mensajeros para despertar y perder el miedo a crear partiendo de esos dos estilos musicales tan aparentemente distanciados entre sí, cosa que siempre agradeceré.
En pleno fervor opethiano a finales del año 2000, esperaba con ansia su siguiente trabajo, y mi anhelo se incrementó locamente cuando leí en la revista Terrorizer que en el nuevo álbum estaría colaborando Steven Wilson de Porcupine Tree como productor y también como músico invitado. Aquello era ya demasiado. Si Opeth ya me gustaban, Porcupine Tree eran una de mis bandas predilectas, capaces de crearme verdadera fiebre y pasión por percibirlos como una de las mejores propuestas musicales de todos los tiempos. Recuerdo estar trabajando por aquel entonces en la desaparecida tienda de discos Overstocks en la calle Tallers de Barcelona, y le dije a mi jefe: “del nuevo álbum de Opeth tenemos que pedir muchas copias porque no solamente tienen seguidores dentro del Metal, si no que a partir de ahora muchos clientes que son devoradores de música progresiva, se van a interesar por el lado oscuro”. Y así fue.
Blackwater Park llegó en Marzo de 2001 y se desató un fenómeno que recuerdo como una bendición, pues para mí era especialmente mágico y sincrónico que Opeth y Wilson cruzaran sus caminos. Era como una señal, una especie de reafirmación en la que tu voz interior te repite: “no estoy chalado, la mezcla entre los estilos musicales que más escucho tiene sentido, hasta el punto de que el destino hace que dos de mis músicos preferidos estén creando juntos…¡bingo!”. Curiosamente, a principios de 2001 nació Moonloop, la banda con la que mis compañeros y yo tomamos una dirección musical basada en la mezcla de estilos.
Centrándome en el álbum, que cumple veinte hermosos años, solamente con ver la portada en la que aparece un bosque moribundo y gris con unas escalofriantes siluetas humanas al fondo, ya imaginé que me encontraría con la oscuridad, complejidad, y densidad a la que Opeth nos tenían acostumbrados. Pero por suerte también había mucha luz, y un tratamiento de las harmonías junto con varios arreglos que hacen de él un viaje que lo sitúa muy por encima de una etiqueta tan simple como la de “Metal Extremo”. La banda ya dominaba el arte de crear piezas únicas de orfebrería partiendo de lo que Mike componía, pero el añadido de Wilson en lo que respecta a voces, mezcla, y arreglos, convirtieron Blackwater Park en una exquisitez absoluta.
La furia, la tragedia, los riffs laberínticos, la obsesión, y la fangosidad que se respira en todo el álbum, se compensan muy bien con el tratamiento orgánico que hay en los pasajes líricos, melancólicos, y más místicos. Algunos estribillos hasta destilan aires de música Pop. Me refiero a que hay un gusto especial por crear buenas melodías de voz que puedan ser recordadas, en las que además se percibe la delicadeza, la calidad, y la fluidez en su elaboración, cosa que personalmente, me fascina. Se trata de un álbum muy completo, y sin pretender desmerecer ninguna de las canciones que lo integran porque todas son excelentes, personalmente destaco algunas piezas a continuación.
“Bleak”, con sus aires arabescos en los riffs de guitarra y el memorable estribillo cantado por Akerfeldt y Wilson, entre otros muchos pasajes interesantes. “The Drapery Falls” por su melancolía, misterio, y explosión melódica vocal repleta de lírica. Es un tema que te atrapa y te arrastra. “The Funeral Portrait” por su grueso y poderoso riff pentatónico setentero, elemento predominante dentro del tema, que además va cambiando de tono, creándote un estado de posesión en el que la cabeza no puede parar de hacer headbanging. Para terminar, sin duda mi preferida, la que da título al álbum y con la que aquello de rizar el rizo se convierte en una norma que consiguen llevar hasta un nivel que es sinónimo de éxtasis. Un inicio con un riff que posee un feeling descomunal y aplastante se ve interrumpido por unos breaks repletos de misterio (que en este disco ya son tradición). A medida que avanza el minutaje, consiguen sumergirte en una especie de pesadilla, añadiendo cada vez más tensión y culminando en un clímax que te deja aniquilado, pero de placer. Menudo viaje…porque a estas alturas, ¿quién duda del hecho de que hay canciones y álbumes que son un auténtico viaje hacia un paisaje tangible?
Blackwater Park significó para Opeth entrar por la puerta grande hacia el punto de mira a nivel mundial, y aunque por calidad y buenas canciones también lo podrían haber conseguido con alguno de sus dos anteriores trabajos, la clave reside en la alquimia que se dio entre el binomio Akerfeldt/Wilson, unas canciones excelentes, y un público cada vez más ansioso por reivindicar los sonidos progresivos. Poco después, y con los siguientes lanzamientos, tanto Opeth como Porcupine Tree ganarían muchos más adeptos de ambos lados. Los suecos se sacaron un ying y un yang de la manga, en el que dejaban claras sus capacidades para desarrollar por separado los dos estilos que les definen, ambos con una calidad abrumadora.
Deliverance fue su propuesta metálica y menos arriesgada estilísticamente, aunque no por ello deja de ser otro gran álbum repleto de momentos memorables. Damnation resultó ser su opuesto, con el que optaron por crear una obra de una belleza única, permaneciendo en terrenos más suaves y setenteros (el uso del Mellotron por parte de Wilson es simplemente mágico). Por otro lado, Porcupine Tree editarían “In Absentia”, su álbum más metálico, ecléctico, y comercial hasta entonces, con el que no solamente ampliaron su paleta de colores a la hora de expresarse, sino que además lograron consagrarse como uno de los estandartes del nuevo Rock Progresivo. Sin duda, hubo una alineación de astros que sentó las bases para entender cómo ha evolucionado el género progresivo hasta nuestros días.
Hace diez años, Opeth decidieron dejar atrás uno de los dos estilos que configuraban su personalidad musical, optando por suprimir el Metal Extremo en sus nuevas composiciones. Es algo que acepté y sigo aceptando, pues al fin y al cabo siguen creando buena música progresiva, y tampoco han perdido del todo el flirteo con terrenos oscuros. No me gusta entrar en debates o nostalgias, ya que pretender que un músico haga siempre lo mismo es enterrarlo en vida o cortarle las alas. Lo mejor es optar por escuchar ciertos álbumes en función de cómo te sientes, y ante todo, celebrar y agradecer que existan ciertos discos que permanecen emocionalmente vinculados a nuestras vidas de una forma tan especial.
Jose Broseta (Opera Magna)
Los riffs. Y las voces. Y el ambiente que son capaces de crear. Recuerdo la primera vez que escuché Opeth y los elementos de la banda que me volaron la cabeza. En esa época yo estaba en una banda en la que, precisamente, intentábamos mezclar de alguna forma el death metal con el heavy metal más clásico. Realmente, los temas que componíamos eran una especie de corta/pega de muchos riffs y secciones instrumentales que daban como resultado algunas canciones bastante extrañas pero, cuando nos metimos en el mundo de Opeth, nos dimos cuenta de que ese era el camino de lo queríamos hacer.
Ése, ni más ni menos, fue mi primer contacto con el señor Akerfeldt. Un contacto que hizo que una banda como en la que estaba quisiese acercarse a ese sonido. Lo primero que llegó a mis manos fue Deliverance. En aquel momento era su último álbum y fue el que me descubrió toda la paleta que trabajaban Opeth, esas atmósferas marca de la casa, las partes reiterativas que, sin embargo, te mantienen enganchado disfrutándolas, los growls y las maravillosas armonías de las partes limpias.
Lo primero que hice cuando asimilé ese disco fue informarme un poco y buscar el anterior. Blackwater Park se llamaba. En cuanto pude, escribí ese título en el ya obsoleto eMule y me lo descargué (era un adolescente sin dinero, no me juzguéis). Recuerdo escucharlo en mis viajes en metro por la ciudad y que me alucinase igual o más que el Deliverance con el que los descubrí.
Las partes limpias de «Bleak», el estribillo de «Harvest», la crudeza de «The Leper Affinity» o la propia «Blackwater Park», la imagen sonora que crean con intros como la de «The Drapery Falls»… todo lo que me había gustado de ellos en Deliverance estaba aquí pero, si me permitís la opinión, de una manera mejor ejecutada. No me malinterpretéis, Deliverance es un grandísimo álbum, es solo que Blackwater Park me parece a día de hoy un disco más redondo.
Ahora que se cumplen 20 años de su lanzamiento y, con la escusa de escribir estas palabras, he vuelto a escucharlo y os aseguro que realmente lo he disfrutado. Son unos Opeth ya totalmente cómodos en un estilo que pocas bandas pueden imitar y, para mí, en uno de sus mejores momentos compositivos. Aunque hayan tenido una evolución ciertamente polémica, la verdad es que sigo disfrutando enormemente sus últimas entregas. Los rasgos que siempre los definieron siguen ahí y, además, muestran a una banda honesta y sin complejos respecto a su propia evolución.
Dicho todo esto, os invito a que celebréis este 20 aniversario haciendo lo mismo que he hecho yo antes de ponerme a escribir. Sentaos en un lugar agradable, escuchad Blackwater Park y dejaos llevar por todos esos parajes sonoros. No os arrepentiréis, palabra.
J.F. Fiar (Foscor, Graveyard)
Si en algún momento puedo haber considerado la existencia de un idilio con Opeth, ese sería sin dudarlo con su quinto álbum. Y aunque haya sido tan fugaz como de un solo álbum en su extensísima y brillante discografía, me debo a la honestidad para con aquellas obras o bandas que de un modo u otro han desequilibrado para bien mi concepción musical; de ahí que me hagaespecial ilusión participar en este humilde homenaje y compartir algunos pensamientos.
Recuerdo entrar en contacto “serio” con Opeth como teloneros de Cradle Of Filth en una de sus primeras visitas a la Sala Garatge de Barcelona en 1996. Para entonces los suecos presentaban su segundo álbum “Mornigrise” y siguieron dejándome con la sensación de que a su música le faltaban rasgos de emoción que sobradamente me había cautivado en la que sus compatriotas y conciudadanos Katatonia, a quien la prensa se empecinaba en comparar… o mejor dicho, contraponer, habían desarrollado con anterioridad.
A pesar de haberse cruzado artísticamente en la consecución de otra de las joyas más preciadas de los ’90, como es aquél “Sounds Of Decay” donde Åkerfeldt ponía la voz al último trabajo de la era Death Doom de los de Blackheim y Renske, sus trayectorias nunca fueron en paralelo a nivel artístico, y nos podemos congratular de que ello llevara a ambos a erigirse como referentes y pioneros absolutos en sus respectivas propuestas y lenguajes.
Pasados otros dos álbumes con solo destellos de magia en mi memoria, llegamos al 2001, donde para empezar a centrarme en el objeto de este escrito se edita “Blackwater Park”, y en mi caso editamos la primera demo con mi banda Foscor. Da hasta vergüenza pensar que por aquellos años servidor y sus compañeros de banda estábamos intentando sintetizar las enseñanzas de la anterior década en lo que a Black Metal se refiere, cuando estos señores editaban la que, para mí, catalogo como su mejor obra y pilar absoluto en lo que a Metal Moderno se refiere. Me cautivó de tal manera que, cómo no, fui al concierto, ya como cabezas de cartel, presentando el álbum de nuevo en la Sala Garatge, en uno de los últimos conciertos antes de su cierre a primeros del 2002.
Recurro a este álbum por su clase y por la forma en la que sabe emocionarme, lejos de estridencias. Nada en el desarrollo de “Blackwater Park” es gratuito, y eso lo hace sin duda un obra atemporal. Su densidad de capas y texturas, el equilibrio entre fuerza y sutileza a la hora de hablarte… entre distorsión y acústica, rítmica y control del silencio o del espacio vasto e intimo… son señas de identidad, y un cúmulo de factores tan bien articulados que la hacen imperecedera. Como no, junto a una ejecución en lo individual y colectivo, a nivel vocal e instrumental, sobrada de técnica y humilde semblante, que alcanza la excelencia en los inicios de una década que estaría muy por debajo de la anterior en lo que a brillantez se refiere.
Quizás esta fuera una de las últimas obras de un legado y travesía iniciados en los ’90… o quizás la primera de las que servirían a una nueva y futura forma de abrirse y leer la música Metal. Cualquiera de las dos, para bien o para mal, o para todo lo contrario, no dejan de convertir “Blackwater Park” en pilar esencial sobre el que articular y argumentar muchas de las cosas que le han sucedido y siguen sucediendo a esta nuestra tan querida música Metal.
Felicidades a todos sus miembros, y gracias.
César Lozoya (Critical, Skull Sun Down)
2021: 20 años desde que escuché «Bleak». Esa misma semana bajé a Barcelona a por el disco, y a la siguiente ya tenía la discografía completa.
Además de ser el disco que me dió a conocer a Opeth, 20 años después puedo decir que, para mí, Blackwater Park se ha convertido en todo un referente del metal progresivo. Un disco que aúna todos los ingredientes musicales del metal en su justa medida: técnica, melodía, agresividad… y todo ello aderezado con una voz capaz de transportarte de las melodías más dulces a los pasajes más oscuros y desgarradores sin apenas darte cuenta, pues todo ello está entrelazado de un modo magistral. Para mí fue y es el disco insignia del Death metal melódico progresivo (así lo denominaba yo) Aunque Opeth no necesitan etiquetas, son un género musical por sí solos.
Opeth me dieron a conocer un estilo distinto a todo lo que había escuchado hasta entonces, y Blackwater Park fue la obra clave. Sin duda, la calidad de las composiciones, junto con la producción de Steven Wilson, marcaron un antes y un después respecto a sus trabajos anteriores, un antes y un después en mi concepción de la música en general, y del metal progresivo en particular.
Cristóbal Márquez (Science of Noise)
Recuerdo que la primera vez que escuché el Blackwater Park de Opeth iba en metro, camino de la universidad, hace ya más de 15 años. Como me ha solido pasar con la mayoría de mis discos favoritos, las primeras escuchas no fueron las que más me marcaron. Sin embargo, en todos siempre hay un detalle —un pasaje, una melodía, un ritmo— que, por alguna razón, se te queda flotando en la cabeza, y te obliga a acudir a ellos una y otra vez.
En el caso del Blackwater Park de Opeth, la culpable de eso fue «The Drapery Falls». Ir en metro no es la mejor manera de escuchar música, desde luego, por el ruido ambiental, por las distracciones, por el agobio… Pero, por alguna razón, el grandioso pasaje que abre esta pieza, con esa melodía tan bella, elegante y melancólica —como una flor que se marchita y renace constantemente—, me cautivó hasta la médula en ese momento. Después, vino todo lo demás: la potencia de «The Leper Affinity», el inolvidable estribillo de «Bleak», las guitarras acústicas de la triste y delicada «Harvest», el épico y tenebroso riff de «Blackwater Park» —si la Muerte personificada tuviera un himno, sería este—.
Porque, si soy sincero, mi relación más inmediata con Opeth fue esa: pasajes de lo más increíbles en medio de una jungla instrumental que no acababa de entender del todo. Solo escuchas posteriores y el paso de los años te hacen ver que estás ante algo que solo se produce una vez cada mucho tiempo. Todo en Blackwater Park parece estar perfectamente medido y equilibrado, en un juego de contrastes que refleja un diálogo entre la delicadeza y la agresividad, la sofisticación y la sencillez, la vida y la muerte. Todo parece estar en su lugar y responder a un propósito. Blackwater Park, además, culmina la trayectoria de un grupo que, con raíces en el death metal, elevarían el género como pocos lo habían hecho y lo llevarían mucho más allá.
Pero tener un sonido único no es suficiente para ser una obra maestra. Te das cuenta de que lo es cuando te levantas un día por la mañana con unas notas en la cabeza y, tiempo después, descubres que es un detalle de una canción de Opeth. O cuando escuchas grupos posteriores, y piensas: ahí está Opeth. O cuando te pones rock progresivo de los setenta, y dices: de ahí viene Opeth, y su música es la que te ha conectado con un época mítica que ya no existe, que ni siquiera llegaste a conocer. Porque en los setenta la gente pudo flipar con King Crimson, Pink Floyd o Camel. Pero si, como yo, naciste más tarde y tu década fue la de los 2000, al menos podemos decir: «Nosotros estuvimos ahí, y flipamos con Opeth«.
Pablo Martín (Science of Noise)
Recuerdo que Opeth fue un grupo tardío en entrar a mis gustos. Posiblemente el hecho de vivir en un pueblo en la época en la no todo estaba a golpe de click tuvo que ver. Debía ser el año 2002 o 2003 cuando alguien me paso una copia de este Blackwater park y el Morningrise. Pese a que el Morningrise me gustó mucho, lo de este disco fue de otro nivel.
A día de hoy creo que los dos mejores discos de Opeth son el Still life y este, pero creo de quedarme con uno, elegiría Blackwater Park, quizá un poco por motivo sentimental, pero también porque creo que es el mejor momento de ellos tanto compositivamente como en la capacidad para unir pasajes más brutales con otros absolutamente melódicos de una manera que las canciones fluyen de tal manera que te quedas pensando: ”esto no podía sonar mejor de ningún otro modo”. La voz en limpio de Mikael me parece una de las más bonitas de toda la escena y sus guturales son muy digeribles, casi melódicos, lo que hace este disco perfecto para introducir a ese colega reticente a la música extrema (sí, casi siempre son los guturales, al menos en mi experiencia).
Para escribir esta breve reseña me lo he vuelto a poner un par de veces esta semana y sigue sonando perfecto de principio a fin. Sorprende que un disco de 67 minutos de duración pase como un suspiro. Para la producción contaron con Steve Wilson y la verdad es que es soberbia, aunque la de Still Life también lo es (así no todo el mérito es solo de él). Aunque a los que nos gusta la voz de Steven, su aportación vocal en “Bleak” lo convierte en uno de los temas más destacables del disco. Para mí la mejor colaboración que han hecho Mikael y Steven juntos (no, no soy muy fan de Storm Corrosion, qué le vamos a hacer).
En definitiva un disco icónico, influyente – muchísimos grupos han querido sonar así, por poner una muestra, no creo que el Back to Times of Splendor de Disillusion sonara así si Opeth no hubieran abierto la puerta antes – y recomendable tanto para los seguidores del death metal melódico como para los oyente más progresivos pese a las guturales. En general creo que es un disco que trasciende estilos, y eso entre otras cosas, lo hace muy grande.
Miki Martínez (Time Lost)
«¡Oh sí, j***r, el p**o Blackwater Park!» Es el pensamiento recurrente cada vez que rescato esta obra maestra del progresivo.
Este disco marcó un antes y un después en la carrera discográfica de Opeth y claramente indicó el camino hacia dónde iba a evolucionar la banda, un camino muy criticado por algunos, no es mi caso, pues considero que la evolución es algo natural; quedarse haciendo lo mismo sería forzar.
Evolución que posteriormente trajo obras de un calibre excepcional cómo pueden ser Deliverance, el sorprendente Damnation y los que seguirían, todos de la mayor calidad, aunque con mayor o menor aceptación por mi parte.
Después de esta disquisición acerca de los discos de Opeth a partir del Blackwater Park vamos a volver a esta maravillosa obra que cumple 20 añazos. Se podría decir que es uno de mis discos vitales, una obra a la que volver cuando no sé que escuchar, he pasado un día o una racha mala o simplemente me ataca la nostalgia, pues recuerdo muy bien cuando lo escuché por primera vez. Me lo pasó un colega grabado en un cassette TDK. Yo no estaba nada acostumbrado a las voces guturales, de hecho me molestaba, pero es que los guturales de Mikael Akerfeldt, estaremos de acuerdo, son de otro nivel. Puedes detectar en ellos todos los sentimientos que busca expresar el cantante, algo inconcebible para mí hasta entonces.
También me ayudó a descubrir, o a profundizar en todo caso, no solo en el mundo del progresivo más extremo si no en el mundo del progresivo en general. Escucharlo me hace retroceder a mis 18 años con unas ganas locas de ver conciertos, poca pasta y billetes de 1000 pesetas que daban para mucho, pero no para todo. Así que cuando tuve dinero suficiente me compré la camiseta del Blackwater y me fui a Razzmatazz 2 a ver la barbaridad de concierto que dieron en la gira del Deliverance. Flipé.
Posteriormente vinieron grandes conciertos en Apolo con bandas espectaculares como Pain of Salvation o Cynic, donde siempre esperaba que sonaran alguna de las canciones del Blackwater Park. Muchos conciertos, creo no haber fallado a ninguno en Barcelona, incluso los vi en el festival Costa de Fuego, en Benicàssim en su primera y única edición. Nunca falló el tema que da nombre a este trabajo. Y es que escuchar en directo la canción homónima del disco, por poner un ejemplo, es una experiencia personal que trasciende mi cuerpo conecta con mi alma y me hace entrar en catarsis. Además quiero remarcar que esta maravilla me enlaza a una persona muy especial en mi vida y es que es de los pocos discos que cada vez que cumple años nos llamamos o nos enviamos un mensaje para recordárnoslo y brindar por ello.
Así pues se podría decir el Blackwater Park no es solo un disco vital para mi si no que además es, creo que estaremos de acuerdo, una joya del progresivo, que nunca envejece, o envejece de maravilla, a la cual siempre puedes volver y nunca te decepciona. Por no hablar de lo que me marcó este disco en la parte artística. Musicalmente creo que se pueden ver las influencias Opeth en general y este disco en particular en algunas de las canciones de Time Lost, sobre todo en la parte melódica de la voz, todo y que nunca me he atrevido, y no creo que me atreva, a hacer guturales. Michael Akerfeldt es una bestia.
Celebramos el 20 aniversario del Blackwater Park cómo celebramos los otros 19 y lo seguiré celebrando y emocionándome siempre cada vez que llegue esta fecha.
David Montón (Poire)
Con Opeth me pasó como con algunas series, recuerdo engancharme a Juego de tronos cuando ya estaba empezando la sexta temporada mientras grabábamos Remote con Captains of Sea and War en una noche de Lagavulin y ganchitos.
Esto te permite devorar de golpe todo lo anterior, con los suecos me pasó lo mismo, los descubrí con Watershed, así que pude ir descubriendo todo lo que habían hecho hasta entonces.
Blackwater Park me impactó, junto con Deliverance son mis dos discos favoritos de la banda.
Jonathan Pernía (HEX, Science of Noise)
Si bien siento especial predilección y cariño a su antecesor Still Life (1999), mi álbum favorito de todos los tiempos de Opeth, Blackwater Park comparte ese honorable puesto en la discografía de los suecos. Dicho trabajo, fue el espaldarazo definitivo que las catapultó a las más altas esferas de la música extrema con una propuesta musical sencillamente fresca, y por que no, no explotada o plausible hasta la fecha. Se comenzó a popularizar el acuñado estilo/género como death metal progresivo. Aunar por un lado elementos del death metal (voces guturales, fraseos con dobles bombos, etc) junto al metal progresivo (fills y métricas de batería muy proggies, guitarras acústicas, voces limpias, etc).
Blackwater Park proporcionó a los Åkerfeldt y compañía, giras de casi un año por un montón de rincones a lo largo y ancho del planeta, actuaciones en lo más importantes festivales veraniegos de metal, firmar por Music For Nations o incluso la oportunidad de trabajar con Steven Wilson, quién resultó vital para elevar el nivel de los suecos en estudio.
A nivel de sensaciones, es un disco que emociona el alma y la mente, con un gran abanico de cortes que recorren dispares sensaciones, desde temas melancólicos como “The Drapery Falls”, la bellísima “Harvest”, la elegante homónima del álbum “Blackwater Park” o cortes como “Bleak” o “The Lepper Affinity” que hacen que todavía se me pongan los pelos como escarpias por la fuerza que transmiten. ¿Los culpables de todo esto? Pues sencillamente la mejor y clásica formación de Opeth, comandada por la carismática sección rítmica charrúa de los Martín López y Martín Méndez, flanqueado por el innato talento natural de Mikael Åkerfeldt, y su mano derecha y no menos manco, Peter Lindgren.
Y es más, gracias a este elepé, y si no recuerdo mal, fue la primera incursión de los escandinavos en nuestro país, y por ende, pude estrenarme viéndoles en directo en la actuación que ofrecieron en la sala Bilborock, flaqueados por nada menos que Katatonia (presentando Last Fair Deal Gone Down) y Novembre (Novembrine Waltz). De aquella actuación, ya pude empezar a entender la verborrea y carisma de Mikael en directo con sus larguísimos speechs y hasta haciendo un pequeño guiño al público euskaldun, portando una camiseta, nada más y nada menos que del Athletic Club de Bilbao y chapurreando algunas palabras sueltas en Euskera. Un fenómeno.
Y a partir de aquí, todo cambió para Opeth. Su nombre, quedó fraguado en el más alto firmamento, pudiendo alcanzar las estrellas y dejaron de ser una prometedora banda, para convertirse en todo un ícono de la música progresiva extrema y profesionalizarse a tiempo completo.
José Pozas (La Poza del Meh)
El Blackwater Park, amigos, qué os puedo decir… mi primera toma de contacto con el mundillo de Opeth y, aún a día de hoy, mi trabajo favorito de la inquieta banda sueca. Todo un referente para miles de bandas de diversos subgéneros, debido a la gran riqueza musical que poseen y que les ha permitido tener una carrera abierta, más o menos inspirada, pero siempre buscando algo nuevo, algo diferente hasta el día de hoy y, aunque para muchos no sea así, manteniendo una esencia propia, la esencia de ser lo que le pasa por los huevos a Miguelito Åkerfeldt, básicamente.
Y nada, 20 años cumple este trabajo que me atrapó desde la primera escucha. En los últimos años me he despegado un poco de la etiqueta “progresivo” pero este trabajo sigue ahí por el tremendo viaje musical y sentimental en el que me embarco cada vez que le doy al play desde “The Lepper Affinity” hasta el tema homónimo. Cada uno de los temas del disco me transportan a varios sitios a la vez, pasando por la intensidad del Metal extremo a jugueteos con el Jazz o el flamenco sin despeinarse y quedando perfectamente encuadrados. Basta escuchar “Bleak”, mi favorita del disco, con sus tremendos pasajes, desde ese inicio enlazado con el tema anterior hasta ese viaje atmosférico de mitad de tema con el bajo de Martín Méndez totalmente omnipresente.
Sin duda, Opeth es una banda especial, de esas que solo con pronunciar su nombre ya hace que algo te haga ‘clic’ en tu mollera. Y Blackwater Park es, bajo mi punto de vista personal, el momento más especial de la banda, un auténtico discazo absolutamente incontestable.
Dani Ruiz (El octavo día de Ràdio Cornellà)
Escribir sobre una obra como Blackwater Park, en el vigésimo aniversario de su salida, es una tarea titánica. Sin embargo, y a pesar del tiempo transcurrido, sigo teniendo vívida la sensación que me produjo escucharlo por primera vez. En 2001 apenas había yo aterrizado en el mundo del metal y, en plena adolescencia, andaba emocionadísimo con bandas como Iron Maiden (claro), Barón Rojo (legado familiar) o, no voy a negarlo, Mägo de Oz y su Finisterra.
Poco después, y por una casualidad que no viene al caso, The Tokyo Showdown, mítico directo de In Flames, me voló la tapa de los sesos y cambió todos mis esquemas. Por primera vez me empapaba de sonidos más duros, más oscuros, de voces rasgadas, guturales… y me rendí inmediatamente.
Aún así, Opeth siguieron volando bajo mi radar hasta 2 años después; en ese momento pasé a formar parte del equipo de El Octavo Día (Radio Cornellá) y mi compañero -ahora amigo- Toni López, por quien estoy escribiendo estas líneas, me abrió las puertas de unos suecos que me iban “a flipar 1000 veces más que In Flames”. Dos o tres canciones después ya era fan absoluto, y corrí a comprar un disco al día siguiente, a la mítica calle Tallers de Barcelona. Y sí, ese disco fue Blackwater Park. ¡Y de oferta!.
Se me eriza el vello cuando recuerdo la emoción de retirar el plástico protector, introducir el CD en la minicadena (ha llovido…) y golpearme con fuerza ‘The Leper Affinity’. Durante los más de 60 minutos que dura el disco no hice nada más que adentrarme, imbuirme de cada nota, tumbado en la cama y con toda mi atención puesta en saborear tema tras tema. Y es que, para mí, ‘Blackwater Park’ es eso. Emoción. Concentración. Paz, de principio a fin, con ápex en ‘The Drapery Falls’, probablemente mi tema favorito de toda la carrera de Opeth.
Además, este trabajo -y, también, por eso lo valoro más aún- me abrió de par en par las puertas del metal. No solo hizo que me abalanzara sobre el resto de discografía de la banda, sino que consiguió que me asomara a estilos más extremos y más complejos. En definitiva, aunque suene arriesgado decirlo, el quinto disco de Akerfeldt y compañía fue una especie de Cicerone que me guió a la senda que me ha llevado, durante estos 20 años, a enamorarme del metal desde la A hasta la Z, sin dejar casi nada en medio.
Es por ello (y sin obviar la calidad técnica) que le tengo un cariño especial. Porque, para mí, siempre irá ligado a una etapa de descubrimiento, conocimiento y pasión. Y nunca lo agradeceré lo suficiente.
Jordi Tàrrega (Popular 1 y Science of Noise)
Hay bandas que no son fáciles de entrar en su música, pero cuando lo haces… descubres un enorme mundo en el que la calidad, la elegancia, la técnica y la contundencia conviven a un nivel pocas veces visto. Pero también me gustaría subrayar que con Opeth me costó mucho tiempo y escuchas poder llegar a que las puertas de la criatura de Miguelito se me abriesen de para en par. La trayectoria de Opeth me parece impresionante y soy de los que pueden disfrutar incluso de la etapa actual. Es más, soy de los que animaría a Mikael a que no se corte y se meta de lleno en el mundo del prog itálico que tanto ama como Banco del Mutuo Soccorso por mucho que le cayeran palos por parte de prensa y fans.
Blackwater Park es la culminación de la evolución de los tres primeros discos más el Still Life, con el que sí se llegó a otro nivel. En la obra que nos ocupa y en la anterior los momentos de calma irrumpen jugando a cumbres y valles, ganan presencia las guitarras acústicas, los guturales, la elegancia melancólica y esos momentos de caos controlado hipnótico y arrebatos furibundos alcanzan ya el sello personal. También deberíamos subrayar la presencia de otra entonces estrella al alza, otro genio: Steven Wilson. Blackwater Park es una obra maestra hecha a base de temas extensos, densos y que definen perfectamente al grupo. Si tengo que quedarme con algún tema clarísimamente me quedo con “The Drapery Falls”, “The Leper Affinity” y “Harvest”, que un poco enseña el futuro del grupo.
Y siendo Blackwater Park el disco más emblemático del grupo me encuentro en la misma situación que muchos otros fans de Opeth, que le dan muchísimo más valor al disco que les abrió al grupo que a lo más valorado por la mayoría. En estos suecos lo personal y subjetivo pesa mucho más que la objetividad. Soy de los que entró en ellos con Still Life, de los que quedó prendado por Damnation y de los que se quedaría con Watershed como disco favorito. Lo que sí tuvo clara la escena es que cuando se editó Blackwater Park estábamos ante el ascenso a Champions por parte de Opeth.
Albert Vila (Science of Noise)
Quizás os va a sorprender que os lo diga (hasta a mí me sorprende cuando lo pienso), pero no llegué a meterme de verdad en el mundo de Opeth hasta la publicación de Watershed en 2008. Sí, ya sé que eso significa que me perdí vivir en primera persona los años dorados de su carrera (o, al menos, los que se consideran unánimemente como los más brillantes), pero por H o por B esa época me pillo por otros derroteros musicales que me impidieron poner el ojo como se merecía en lo mucho y muy bueno que iba sacando al mercado la banda liderada por el carismático y absurdamente talentoso Miguelito Akerfeldt.
Y no os penséis que desconocía de su existencia, no. De hecho llegué a verlos, en su versión mas embrionaria, abriendo el infame concierto que Cradle of Filth dieron en la sala Garatge de Barcelona allá por finales de 1996. En esos tiempos la banda liderada por Dani Filth venía presentando el genial Dusk… and Her Embrace, mientras que los suecos acababan de sacar su segundo trabajo, Morningrise. Más allá del sonido lamentable de los británicos y de los vergonzosos gorgoritos con los que nos torturaba constantemente su vocalista, la verdad es que recuerdo bien poca cosa de esa velada. Y en concreto, no recuerdo prácticamente nada de la actuación de los teloneros, de los que poseía sus dos primeros discos en cinta pero que en esos momentos confieso que me impresionaban lo justo, ya sea por tenerlos en un par de cintas grabadas cualquiera en medio de un mar de cassettes (y ya entonces sufría de sobreinformación y acumulación desbordante) o, incluso, porque su propuesta resultaba demasiado enrevesada (¿canciones de veinte minutos, a mi yo de 17 años? No, gracias) para el momento musical en el que me encontraba.
Es muy probable que ese ninguneo semi-consciente al que los sometí en mi adolescencia influyera decisivamente en mi decisión de mirar para otro lado a medida que iban sacando discos que a posteriori me flipan como Still Life, Deliverance o este propio Blackwater Park que hoy nos ocupa. Es cierto que esos primeros años de los dosmiles me pillaron, salvo contadas excepciones, un pelín apartado de las novedades metálicas (por culpa, entre otras cosas, del auge de un nu metal que odiaba) y más interesado en todos los posts, cores, triphops y hasta pops que me llegaban a las manos, así que cuando la curiosidad me llamó de nuevo, como digo, coincidiendo con la publicación de Watershed, me quedé con el culo torcido al ver lo jodidamente buenos que eran esta gente y lo absurdo que había sido de no hacerles el caso que se merecían.
Tras esta revelación, claro, tocaba recuperar el tiempo perdido, así que me apresuré a empaparme a marchas forzadas de una discografía sobresaliente para acabar apuntándome al carro de la devoción por el período Still Life -> Watershed, mirándome con buenos ojos todo lo que han venido sacando desde entonces (discos maravillosos todos ellos, en mi humilde opinión) a pesar de sonar nada y menos a los Opeth que nos fliparon durante la primera década de este siglo y, en definitiva, considerarlos sin duda como una de las bandas objetivamente más relevantes (y también una de mis favoritas personales) de todas las que han salido en los últimos treinta años. De hecho, según los siempre fascinantes datos acumulados por last.fm, son la catorceava banda que más he escuchado desde 2012 hasta hoy, con Blackwater Park, precisamente, como disco más revisitado.
Así que bueno, centrándonos por fin en lo que toca, el hecho es que la salida de Blackwater Park me pilló en otros menesteres y, en consecuencia, no significó nada particularmente especial para mí. Por ello, nunca le doy un valor específico a este disco a nivel emocional en relación a Deliverance o Ghost Reveries, quizás su triada de discos más celebrados. Eso no significa, por supuesto, que Blackwater Park no me flipé de pe a pa y me siga pareciendo la puñetera leche. No sé si la incoporación de Steven Wilson como productor es clave aquí o no (todos creímos que sí, pero el propio Martin Méndez nos ha dicho que no), pero el hecho es que aquí los suecos agarran el embrión que plantaron en Still Life (el primer gran disco que los define de verdad, creo) y lo llevan muchos kilómetros más allá, tanto a nivel de sonido (prístino, maduro y potente sin dejar de ser cálido y cercano) como en cuanto a la calidad de la composición.
Su tradicional mezcla entre death metal abrasivo, rock progresivo, melodeath y muchos pasajes íntimos y acústicos alcanza aquí proporciones alquímicas, y cuando uno escucha este disco, con independencia de si conecta más o menos con él a nivel de gustos, es imposible no caer de culo ante la bacanal de creatividad y genialidad que emana de cada una de sus cortes. La inicial, imponente y completísima «The Leper Affinity», la preciosa y majestuosa «Bleak» (quizás mi favorita, con la impagable participación a las voces del entonces vocalista de Porcupine Tree), la también espectacular y melancólica «The Drapery Falls», la progresiva «The Funeral Portrait» o la épica apoteosis final con el tema título (¿quizás mi favorita?) son las cortes más obviamente imprescindibles, pero todo lo que encontramos en la hora y pico que dura este disco (desde la suave balada «Harvest» hasta el breve y delicado interludio «Patterns in the Ivy») se acerca bastante a la perfección.
No sé si, tal y como creo que considera la mayoría de la gente, Blackwater Park es el mejor trabajo de la carrera de Opeth. Supongo que es injusto tener que compararlo con el pequeño puñado de obras maestras que se sacaron de la manga durante esos años en los que Mikael y compañía campaban por el mundo con las musas de su lado, rebosantes de confianza, de brillantez y de valentía, pero lo que está claro es que con él demostraron a las masas (porque éste fue el disco que acabó de catapultarles a la primera línea) que el death metal podía ir mucho, muchísimo más allá. Su influencia en cientos de bandas posteriores es mayúscula e indiscutible, y el respeto y el cariño del que gozan entre la comunidad metálica sean cuáles sean los derroteros musicales que desean tomar (además es que Miguelito es un personaje de cojones al que se le tiene que querer sí o sí) está a la altura de muy pocos. Y no hay para menos.