Cuando empezó aquel (crucial, al menos para mí) curso de 2º de BUP (no me pidáis el equivalente actual, por una decisión de pareja fácil de deducir), sólo había dos fervientes e incondicionales consumidores de hard & heavy en clase. Uno, por supuesto, era yo; y el otro, mi compañero de pupitre, al que si es conveniente llamaremos Gagarin (en honor al legendario cosmonauta soviético, al no disponer de su permiso para aparecer en el presente artículo). El flechazo de amistad surgió por la afinidad en los gustos musicales, pese a que éramos bastante distintos de carácter y procedencia. A partir de aquí, unificamos, cada uno a su manera y en función de las propias posibilidades, nuestra indumentaria (chapas, parches, muñequeras, camisetas ilustradas, chupas o tejanas) y nos dedicamos, constantemente, a intercambiar vinilos o casetes del marginado género. Y aunque presumíamos de ser muy estudiosos y lo suficientemente educados, rajábamos de los alumnos que escuchaban estilos diferentes, a nuestro juicio, sumamente comerciales (yo a media voz porque, en aquella época, ya contaba con un puñado de guilty pleasures). A medida que fueron pasando los meses, descubrimos que nuestras preferencias también eran un poco divergentes: Yuri (nombre de pila del antes mencionado piloto espacial ruso) sentía predilección por bandas extremas como D.R.I. (Dirty Rotten Imbeciles), Suicidal Tendencies o por el incipiente thrash metal perpetrado por Anthrax, Slayer o Exodus; y un servidor, en cambio, se decantaba por el glam metal popularizado por formaciones como Quiet Riot, Mötley Crüe, Ratt o Bon Jovi.
Sin embargo, seguíamos coincidiendo en una serie de grupos, y Scorpions era uno de ellos (prácticamente a la misma altura que nuestros idolatrados Iron Maiden). En mi poder tenía su psicodélico debut Lonesome Crow (1972) y el ecléctico Lovedrive (1979); y él poseía el mítico doble álbum en directo Tokyo Tapes (1978) y el aún vigente Blackout (1982); por tanto, llegados a este punto, me tocaba a mí adquirir su siguiente lanzamiento. Dicho y hecho, con la excusa de un cercano cumpleaños me autorregalé Love at First Sting, el novedoso disco de los germanos, que venía enfundado en una sugestiva carátula frontal, en la cual, parafraseando el título de su irregular elepé de 1980, la sobria pero erótica instantánea en blanco y negro me producía un magnetismo casi animal. Igual de atrayente que la foto en la contraportada de los cinco componentes del conjunto, el batería Herman Rarebell; el bajista Francis Buchholz; el cantante Klaus Meine; y la dupla de guitarristas Matthias Jabs y Rudolf Schenker, vestidos de canónico cuero oscuro y avanzando con firmeza hacia el espectador.
Y como era de esperar, las nueve canciones encerradas en el plástico hacían justicia a aquellos desafiantes retratos. La vigorosa «Bad Boys Running Wild», la notoria «Rock You Like a Hurricane» y la coreable «Big City Nights» eran marca de la casa, pero con mejor patina. «I’m Leaving You» (la “tapada” del flamante repertorio), «Coming Home» (entera, incluida la penetrante intro) y «As Soon as the Good Times Roll» (con su cadencia reggae) no bajaban del notable; la marcial «Crossfire» atrapaba por su singularidad; la veloz «The Same Thrill» encajaba como cierre de la primera cara y, en el lado inverso, «Still Loving You» se convertiría en la inmortal declaración de amor/desamor y en el hilo sonoro de innumerables relaciones sexuales.
Fue esta célebre balada la que metamorfoseó, temporalmente, a la mayoría de la gente de nuestro entorno, provocando que mi colega de tribu acabara rechazando las inmediatas creaciones del quinteto alemán. Por mi parte, a pesar de hartarme de prestar mi copia original a muchos oportunistas oyentes, continué mostrando cierto interés por su posterior longeva trayectoria.