Sex Museum, Ladrón y una historia de pasión
Hay objetos que con el paso de los años se revalorizan, se convierten en preciados bienes a los que se les atribuye un valor desmedido por contener tal o cual atributo, por escasear o ser únicos, o por llevar una firma de autenticidad. Algunas obras de arte y las joyas de diseño es lo que tienen. Sin embargo, están también las llamadas piezas de culto, objetos cuyo valor intrínseco no es tan alto, pero que pasan a convertirse en especímenes tan anhelados, tan buscados, que necesitan ser atesorados por quienes consideran que en ellos radica parte de su felicidad fetichista, razón por la que están dispuestos a pagar lo que sea por conseguirlos: es el pecado del coleccionista, del amante redomado de bagatelas; en definitiva, una perdición para los aficionados a la música en formato vinilo. ¡Y es que hay que ver cómo se han puesto de caros algunos disquitos!
La cuestión es que la mezcla de ambición y codicia por un objeto bajo el pretexto de que es algo exclusivo o raro, convierte a éste automáticamente en joya u obra de arte, aunque objetivamente no sea ni lo uno ni lo otro. Simplemente se cotiza en el mercado porque hay quienes están dispuestos a pagar un alto precio por adquirirlos. Las subastas de obras de arte y antigüedades son un claro ejemplo de pujas ascendentes y despilfarros asombrosos de auténticas fortunas, con el único objeto de poseer el objeto anhelado y sentir algo parecido al triunfo de una conquista. Pero vamos, en lo que a nosotros nos toca que es la música, algo muy parecido – aunque en una escala algo más pequeña- pasa con la compra/venta de algunos discos.
Sin ir más lejos, en la plataforma Discogs se han llegado a pagar cantidades desorbitadas de dinero por un single o un LP. No me malinterpretéis, no cuestiono que la obra musical en sí no sea merecedora de la categoría de obra maestra, lo que entiendo desproporcionado es que el soporte de la misma se precie tan alto que resulte escandalosa y absurdamente cara. Sea una primera edición o un ejemplar con alguna alteración que lo convierta en singular, la obra musical que contiene es exactamente la misma que si estuviera en la edición más reciente.
En 2018 alguien abonó algo más de 16.000 dólares por un ejemplar de la edición original en 7” del God Save the Queen de los Sex Pistols. Y esto no es un hecho aislado. Cada año, la famosa plataforma establece un ranking con los cien discos más caros vendidos, y cada mes saca una lista de los treinta álbumes con mayor precio que fueron adquiridos por un comprador en cualquier parte del mundo. Singles de The Beatles, LP’s de David Bowie, álbumes de jazz de los años 50, suelen estar siempre entre los más cotizados… y algunos EP’s de bandas de black metal noruego, también.
Hecho este preámbulo, he de reconocer que hacía tiempo, bastantes años diría, que le seguía la pista a una curiosidad vinílica que se me resistía (hablo de cifras por debajo de los 100 euros) porque la encontraba excesivamente cara: se trataba de una “edición limitada” de un EP de los madrileños Sex Museum titulado The Covers incluido inicialmente como regalo dentro del que era su séptimo disco de estudio, Sum, editado como LP en 1996, aunque también salió en casete y en CD.
La inmensa portada de Joaquín Ladrón
Lo curioso es que con los años, algunos desaprensivos quisieron vender el disquito a parte, como si se tratara de una obra independiente, colándolo en el mercado de segunda mano a un precio que superaba con creces el del LP. He llegado a verlo por 120 euros intacto, aunque lo normal es que se encuentre entre los 40 y 60 usado y en buen estado. En cualquier caso, se trataba de un siete pulgadas con cuatro versiones empaquetadas en una funda blandengue cuyo único mérito parecía ser que la portada y contraportada habían sido facturadas por el gran Joaquín Ladrón, dibujante alicantino afincado en Barcelona, conocido por ser el responsable de la tira cómica de la clásica revista Ruta 66, y autor de un buen número de cómics de corte pendenciero, de carteles con el colorido y el tono subido, amén de una ingente obra gráfica que ha sido expuesta, no sin cierta polémica, en diversos puntos del territorio nacional, aunque siempre con enorme acogida por parte de un público devoto y abierto de mente (y abiertamente demente también).
Ladrón ha sido capaz de crear un estilo propio plagado de barbarie escatológica, desvergüenza erótico-gore y eyecciones blanquinosas. Nadie dibuja como él a los iconos rockeros del mundo: parecen frívolas caricaturas llenas de desproporciones y estiramientos anómalos de la perspectiva, pero en realidad son perspicaces retratos que se mueven en un espacio lleno de sonidos y onomatopeyas. Y nadie dibuja como él el miembro masculino en fase proyectil.
Y así fue que, dibujando a unos ardientes Sex Museum tocando en directo, delgaduchos, melenudos, revolucionados, bañados en sudor y semen, el disquito de marras editado por Roto Records, se ha llegado a convertir hoy en día en un espécimen a parte, que ha triplicado -y hasta quintuplicado- su valor en el mercado de segunda mano. Vamos, que pasó de ser un regalo a un objeto de culto cotizado, y lo triste es que en estos avatares de compra–venta, ni los músicos ni el ilustrador verán jamás un solo céntimo de beneficio. Así que me siento en el deber, como mínimo, de elogiar a ambas partes y concederles este espacio de reconocimiento.
Me resulta curiosa y admirable la precisión retratista del ilustrador. El boceto corresponde a una época en la que yo aún no conocía a los de Malasaña, pero fue a partir del 2000 que me volví muy fan de su música y estuve contemplando la posibilidad de verles en directo hasta que lo logré en 2010 o así, y empecé a hacer acopio de su discografía. El mentado EP llegó a obsesionarme, pero era caro de cojones. Hasta que hace unos días lo vi anunciado en otra plataforma de compra venta por un aceptable buen precio. Regateé. Coló. ¡Y ya fue mío!
Por fin, pude escuchar las versiones y contemplar de cerca mientras tanto esa portada que parece tener movimiento propio y donde vemos al guitarrista Fernando Pardo con camiseta a lo Stryper secundando, púa en alto, a su hermano Miguel. El cantante le da lametazos al micro, bien abierto de piernas, y estirando la mano cornuta como si se tratase del mismísimo Dio. Solo que se está tocando los huevos, cosa que el de Black Sabbath no llegó a hacer nunca en público.
La teclista Marta Ruiz, con el rostro oculto por su larga cabellera rubia, parece enfrascada en su órgano Hammond incendiado, ajena a la carnicería que acaba de producirse a sus espaldas: miembros cercenados esparcidos por el suelo y algunos charcos de sangre junto a algunas colillas de cigarrillos y el setlist.
Completando la escena, vemos el bajista y al batería de la época (diría que eran Pablo Rodas y Kiki Tornado) con gesto ahumado y pasota el uno, y haciendo aspavientos con las baquetas, el otro. Al voltear el disco, nos damos cuenta de que entre el público variopinto y esquizoide que asiste al demencial concierto destacan algunos monstruos reconocibles, entre ellos, el Hombre de los Caramelos, un Ramone zombi y un Mortadelo cabreadísimo.
El disco
La elección de las canciones y su interpretación vertiginosa es mérito exclusivo de los Sex Museum. ¡Y menudos temas! Arranca la cara A con “Haircut & Attitude”, himno punk que en 1990 sacaron los Manitoba’s Wilde Kingdom –o lo que viene a ser lo mismo que decir deThe Dictators– solo que éstos últimos no grabaron ese tema como tales hasta el 2005.
Le sigue un salto al sonido Manchester del 78 de la mano de la mano de los Magazine (cuyo cantante, Howard Devoto, provenía de los Buzzcocks) y su “Shot By Both Sides”. La versión hecha por los madrileños lleva una “o” de más y un trabajo de teclados de Marta espectacular.
No es extraño que guste tanto este disquito: la cara B sorprende con una versión acelerada del “Hanging Around” de los Stranglers, una de mis bandas y uno de mis temas favoritos. Compuesto en 1977 por Hugh Cornwell para el LP Rattus Norvegicus, este cover es uno de los mejores del disco, en el que escuchamos a Miguel cantando “singing around” mientras el coro de Fernando insiste con el obediente “hanging around”. ¡Qué cachondo!
Termina este EP con un para mi desconocido “Bubble Gum” de Kim Fowley. La verdad, no tenía ni idea de que el manager de The Runaways hubiese compuesto y editado discos durante los 60. Este hit da buena cuenta de su buen hacer como músico.
Y esto es todo… yo contenta porque me he hecho con mi ejemplar de culto y ellos espero que también porque es una manera de devolverles parte de la ganancia en forma de homenaje.
Siempre quise ser una novelista de éxito pero soy tan perezosa que me conformo con escribir pequeño artículos sobre la música que me apasiona, las bandas que admiro y los discos que me impactan. Veréis que si me dan vía libre, haré especial énfasis en las portadas, como si éstas cargaran con el peso de una buena historia que solo conocemos unos pocos. Con suerte entre esos pocos estaréis vosotros, lectores.