Me da la sensación que, de toda la discografía de Slayer, este Diabolus in Musica (1998) es su trabajo más generalmente despreciado tanto por la crítica como por los fans, quizás en parte por el hecho de haber salido en una época, a finales de los noventa, en la que el thrash metal estaba de franca capa caída, con prácticamente todas (me atrevería a decir todas) las bandas que habían sido grandes diez años atrás o bien separadas o bien viviendo crisis galopantes de identidad a ambos lados del charco.
En el caso de los californianos, de todas maneras, y a pesar de sufrir un descenso de popularidad muy serio (sobre el 2000 yo llegué a verlos en un Razz 2 con tres cuartos de entrada) creo que su paso por los años oscuros del thrash se saldó con nota. Se sobrepusieron a la aparentemente reaumática marcha de Dave Lombardo con un discazo tan infravalorado como es Divine Intervention, y cuatro años después, con el gran Paul Bostaph totalmente asentado tras los parches, dieron una pequeña vuelta de tuerca para actualizar su sonido a los nuevos tiempos y presentarnos este Diabolus in Musica, un disco que, a mis orejas, significaba lo mejor de la vanguardia del nuevo metal.
Y es que en esos momentos, amigos, yo era muy fan de Slayer (y aún lo soy), y no tenía ninguna duda en considerarlos mi banda favorita. Ahora me resulta más complicado entender ni tan siquiera el concepto de banda favorita, pero entonces mi lealtad a estos tíos era total. Recuerdo que en esos tiempos empezaba a dar rienda suelta a mi aún desconocida vocación de crítico musical aficionado, escribiendo opiniones para el portal Dooyoo (¿os suena esa página, ancestros de la Internet?). En total, debí escribir unas 50 reseñas de forma compulsiva, y la verdad es que no recuerdo absolutamente nada de lo que dije sobre ningún disco, excepto (más o menos) lo que dije sobre éste: «Slayer fueron la mejor banda de metal de los ochenta y, con el cambio de década y la matización en su música, se han convertido en la mejor banda de metal de los noventa».
No sé si eso es cierto o estaba encegado por mi devoción a Jeff Hannemann y los suyos e hipnotizado por las siete millones de veces aproximadamente que escuché este disco (esa cinta con el Diabolus en una cara y el genial Nemesis de Grip Inc en la otra acabó literalmente pulverizada de la de veces que la puse en mi recién estrenado Opel Corsa verde – el coche metalero definitivo, vamos -), pero sigo sin tener duda de que este trabajo no tiene nada que envidiarle a ningun otro. De hecho, rescatándolo hoy me parece que ha envejecido a la perfección y que sigue sonando totalmente fresco y poderoso. Mucho más que casi ningún álbum de la época e incluso mejor que algunos discos de los propios Slayer, cuyo catálogo, sobretodo hasta entonces, me parece absolutamente impecable.
Y eso que al ver esa horrible portada (Slayer serán buenísimos, pero lo de las portadas no es lo suyo), con el logo revisado y extrañamente moderno y un concepto tan distinto a lo que nos tenían acostumbrados, uno podía temer que incluso un valor tan seguro y confiable como Slayer también fuera a embarcarse a la desesperada y sin demasiado criterio en los extraños derroteros que marcaban las tendencias de la época. No recuerdo si temí por ello en ese momento, pero lo que sí que recuerdo es que las primeras notas que forman la magistral intro de «Bitter Peace» me atraparon rápidamente y aplastaron cualquier atisbo de duda. Clásico instantaneo. Y discazo.
En Diabolus in Musica hay experimentación, es evidente. Hay una gravedad en las guitarras y unos guiños al groove y al proto nu-metal que dominaba el panorama metálico estadounidense en la segunda mitad de los años noventa evidentes, pero tanto la esencia general como las canciones que encontramos aquí, a pesar de algún sonido telefónico y algún ritmo raro, no dejan nunca de ser 100% Slayer. La banda se intentó adaptar a los tiempos modernos, pero lo hizo con mesura, con gracia y con clase, sin renunciar a su personalidad y a todos los rasgos característicos que les habían hecho tan grandes: maldad, agresividad y riffacos. Muchos riffacos.
La cosa empieza con «Bitter Peace», y creo que no podría empezar mejor. Se trata de un temazo incontestable con una intro super motivante y casi perfecta. Tiene ese velo de modernidad que sobrevuela todo el disco, pero en su mayor parte me parece que sigue la estructura de cualquier clásico de la banda, desde los riffs tralleros y maravillosos que lo trufan de arriba a abajo hasta la batalla de solos que protagoniza su excitante final. Teniendo en cuenta el buen recibimiento del que este tema gozó en su momento, me extraña bastante que haya caído en el saco del olvido. A mí, personalmente, me parece magnífico.
En los cortes que le siguen, eso sí, la influencia más core y más panteril (yo jamás le llamaría nu-metal a esto) es bastante más protagonista. Tanto «Death’s Head» como «Overt Enemy» o «Stain of Mind» están llenos de ritmos y recursos desconocidos hasta entonces en la música de la banda, y es interesante ver la evidente influencia de los Machine Head de Burn My Eyes (1994), una banda que los propios Slayer ayudaron a hacer despegar unos años atrás, en muchas de las ambientaciones y los periplos sonoros que vemos aquí. Es más, diría que son precisamente la mayor de las influencias detrás de los matices que la banda introdujo en este disco.
«Stain of Mind», por cierto, fue el único single de este disco y el único tema que ha tenido realmente algo de recorrido en sus repertorios futuros (y tampoco os creáis que demasiado). Aunque es un corte un poco raro que yo no cuento ni mucho menos entre mis favoritos de este disco, recuerdo que en directo era un auténtico trallazo, y resulta bastante representativo de lo que la banda quiso plantear en este trabajo.
«Perversions of Pain» tiene algo de ese rollo oscuro que veíamos en Divine Intervention y enlaza maravillosamente con «Love to Hate», otro temón que fluye de forma muy natural gracias a un montón de ritmos tremendamente pegadizos y llenos de groove y algunos crescendos verdaderamente apoteósicos. Aunque tampoco es que desentone, quizás «Desire» me parece un poco más floja que lo que la rodea, pero a partir de aquí todo lo que nos espera hasta el final son temarrales: desde la pesada y antémica lentitud de «In the Name of God» (por cierto, el único tema escrito por Kerry King, todo el resto son obra de Jeff Hannemann) hasta la velocidad y la tralla de la breve y fabulosa «Scrum», una suerte de «Dittohead» revisitado con un montón de partes brutales que se enlazan entre ellas con esa magia y fluidez de la que solo Slayer es capaz.
Hablando de enlaces, el contraste entre el histerismo de «Scrum» y el vacile controlado de «Screaming from the Sky» también me parece para quitarse el sombrero. A estas alturas la experimentación ya se ha quedado bastante a un lado, y este triunvirato final es Slayer sin matices y, quizás, el momento que más disfruto de todo el disco con permiso de «Bitter Peace». Y si éste penúltimo tema es un medio tiempo brutal que no te deja la cabeza quieta, el final con «Point» ya es la puta leche. Se trata de una canción que siempre me ha encantado y que me sorprende que haya pasado tan desapercibida, ya que contiene absolutamente todo lo que hace de Slayer lo que son. Un principio tremendamente vacilón, unas melodías opresivas y pegadizas, unos solos disonantes, un final apoteósico, un montón de riffs sencillamente impresionantes y la habilidad de alternar con total credibilidad momentos veloces y esos medios tiempos rompecuellos tan característicos de la banda. Te-ma-zo. Con todas las letras.
Pero no solo los fans (y quizás también la crítica) han parecido ignorar este disco injustamente, sino que los propios Slayer no han confiado nunca en él como creo que se merecía. Solo cinco de las once canciones que lo forman han sonado alguna vez en directo (siendo «Stain of Mind» y «Bitter Peace» las más comunes, pero sin alcanzar nunca un protagonismo demasiado destacado), y aún hoy, en su gira de despedida, la banda ha configurado un setlist de homenaje a su carrera en el que hay temas de absolutamente todos sus álbumes, excepto de uno. Sí, lo habéis adivinado, excepto de éste. Si le quisieran hacer bullying al disco, oye, no lo habrían hecho mejor.
Quizás el motivo de esta marginación es que el propio Kerry King ha comentado en más de una entrevista que este es su disco menos favorito de la carrera de Slayer, y ya sabéis que tito Kerry es quién corta el bacalao en esta banda, sobretodo desde que nos dejó el señor Hanneman. De hecho, tal y como hemos dicho, nueve de las diez canciones del disco están escritas por Jeff en solitario, siendo «In the Name of God» la única contribución musical de Kerry King, convirtiéndose así en el disco de Slayer en el que el barbudo y tatuado guitarrista es menos protagonista. Que no sea por eso que no le gusta. No es una sorpresa, pero tampoco Tom Araya participa mucho en el proceso compositivo, con solo un par de letras escritas a medias.
Pero bueno, aunque los propios Slayer no tengan criterio, yo sigo disfrutando de este disco como uno de aquellos álbumes que marcaron a fuego mi post adolescencia, y de una etapa de la banda, con Bostaph a las baquetas, en la que parieron un trío de discos brutales como Divine Intervention, Diabolus in Musica y God Hates Us All. En mi opinión, tres discos mucho mejores que el mediocre Christ Illusion que supuso la esperada vuelta del mesías Lombardo a las filas de Slayer.
De hecho, y hablando de Bostaph, explicaré esa anécdota que explico en cada puto artículo de Slayer que tengo ocasión de escribir. Sobre el 2008 yo vivía en Australia, y aprovechando la gira de presentación de The Formation of Damnation (menudo discarral ese también), el entonces batería de Testament tuvo a bien dar un clinic de batería (el primero de su vida, según dijo) a pocos kilometros de mi casa, en la meca turística de Surfers Paradise. Allí nos dejó con la mandíbula en el suelo tocando algunos temas de ese disco, nos encandiló con su humildad y simpatía y contestó a las preguntas de todos los presentes sin ningún límite de tiempo. Y entre las no más de cuarenta personas que nos reunimos ahí se acabó generando un interesantísimo debate en el que llegamos a la consensuada conclusión de que Bostaph es perfectamente capaz de tocar las canciones de Lombardo, mientras que Lombardo nunca ha sido capaz de tocar las de Bostaph. Y por ello, estos tres discos estuvieron prácticamente baneados («Disciple» aparte) durante los años de vuelta de Dave. Bostaph, un crack.
Por cierto, Slayer vinieron a presentar Diabolus in Musica en una gira junto a unos Sepultura en pleno shock por la marcha de Max pocos años antes. En ese concierto y esa gira contaron con la presencia, como teloneros, de unos tíos, aún imberbes, llamados System of a Down. Así que por nombres, os podéis imaginar el cartelón. Eso ocurrión en 1998 en el pabellón de la Vall d’Hebron, pero la siguiente visita de la banda ya fue en el Razz 2, la sala más pequeña a la que han venido jamás a Barcelona. La vuelta de Lombardo y la recuperación del favor del público hacia el thrash en general han hecho que, a partir de entonces, su popularidad no haya hecho más que crecer de nuevo, hasta el punto en que, en la (teórica) gira de despedida que pasará por aquí el próximo otoño, van a tocar en un Sant Jordi Club que es posible que se quede pequeño.
Slayer, una de las puñeteras mejores bandas de metal que jamás han existido. Y el Diabolus, un discazo a la altura de sus mejores. Claro que sí. Diga lo que diga el papanatas de Kerry King.
Siempre me ha encantado escribir y siempre me ha encantado el rock, el metal y muchos más estilos. De hecho, me gustan tantos estilos y tantas bandas que he llegado a pensar que he perdido completamente el criterio, pero es que hay tanta buena música ahí fuera que es imposible no seguirse sorprendiendo día a día.
Tengo una verborrea incontenible y me gusta inventarme palabras. Si habéis llegado hasta aquí, seguro que ya os habéis dado cuenta.