Corrían malos tiempos para el thrash metal a principios de los dosmiles. Antes de que las jóvenes bandas surgidas al albor del nuevo milenio lideraran un renacido interés por el estilo que ya no ha menguado hasta hoy, los clásicos del género vivían bastante perdidos en un exasperante mundo repleto de inventos poco afortunados, continuas desaveniencias internas y múltiples crisis de identidad. Sin excepción, todos aquellos nombres que habían aupado al thrash como género más excitante, extremo, agresivo y peligroso del espectro metálico a ambos lados del Atlántico tan solo diez años atrás apuraban los últimos coletazos de una década de los noventa que acababa con más sombras que luces en las carreras de todos ellos.
Porque en esa época, por ejemplo, Metallica habían perdido el favor de buena parte de la metalada por culpa del (incomprendido) dúo Load / Reload, quedándose para más inri sin el concurso del carismático y energético Jason Newsted por el camino, Megadeth se enfrascaban en eternos, erráticos e insustanciales cambios de formación, Anthrax asistían a un decrecimiento de popularidad a marchas forzadas que acabó con Joey de vuelta al cabo de poco, los chicos de Kreator daban tumbos estilísticos sin acabar de acertar con la tecla, Testament se encontraben en un largo hiato mientras esperaban la recuperación de Chuck Billy y, Slayer, oh Slayer, coqueteaban con el nu metal a su particular manera para indignación y terror de buena parte de sus aficionados más fieles y veteranos.
Y no se trataba de una crisis únicamente creativa, sino que el gran grueso del público parecía haberle dado definitivamente la espalda a buena parte de estas bandas otrora veneradas. Los propios Slayer, que en los complicados noventa venían de llenar repetidamente salas como Razzmatazz (entonces Zeleste) o el pabellón de la Vall d’Hebron, se veían relegados a recintos de segunda fila como un casi indigno Razz 2 con bastantes huecos en el que presentaron con más pena que gloria este God Hates Us All junto a los andaluces Hora Zulu, un concierto enmarcado en su gira veraniega de festivales que quizás no estivo rodeado de las circunstancias más propicias para que fuera un éxito.
God Hates Us All iba a ser el tercer disco (y último por entonces) de Paul Bostaph en la banda. Ya sabemos que los fans del metal tienden a ser bastante conservadores en lo referente a los cambios tanto estilísticos como de personal en el seno de sus amadas bandas de referencia, así que el sustituto de Dave Lombardo nunca fue enteramente abrazado y aceptado por la exigente (y a veces un pelín cerril) fanbase de los californianos. Es verdad que un disco tan experimental y desconcertante como Diabolus in Musica (que a mí me parece un discazo, ojo) podía haber ayudado a ampliar ese rechazo, pero incluso el incontestable y brutal Divine Intervention se ha visto siempre con cierta sospecha. Por ello, creo recordar que las expectativas alrededor des este nuevo trabajo no eran necesariamente halagüeñas fuera de los círculos más entregados a la causa (entre los que, huelga decirlo, me incluía), aunque al final la recepción fue bastante positiva.
A nivel de presentación realmente se lo curraron bastante, empezando por un título realmente impactante (y un poco malote de cara a la galería, como siempre ha sido habitual en el cuarteto de Oakland). God Hates Us All se acabó imponiendo al igualmente genial “Soundtrack ot the Apocalypse” que acabaría dando nombre al extenso box set que la banda iba a publicar un par de años después, La portada también dio mucho que hablar con esa biblia mancillada, claveteada y sanguinolenta que sufrió censura en la mayoría de países y que ayudó a que se hablara un poquito más de ellos de ellos, manteniendo así su estatus de banda más peligrosa, diabólica y provocadora del mainstream metálico. La portada no es necesariamente atractiva (Slayer no se han caracterizado nunca por eso, ciertamente) pero me parece muy apropiada, impactante y visual. Mucho más ciertamente que algunas de las aberraciones que la preceden y la suceden.
Aunque el disco salió el 11 de septiembre de 2001 (una fecha muy acertada para pasar a la historia), dio la casualidad que yo me hallaba en Irlanda de vacaciones y, sin esperármelo en absoluto, me encontré con que allí ya estaba a la venta aproximadamente una semana antes (es raro porque no he encontrado referencias de ello ni en Metallum ni en Discogs, pero os prometo que fue así). Por supuesto que me lo compré compulsivamente, y como yo era muy (muy) fan de la banda por esos entonces y nos esperaban siete días de kilómetros y kilómetros por las sinuosas carreteras secundarias de esa bella y frondosa isla, me lo trillé con más pasión e insistencia que los que mi pareja de aquellos entonces (compañera de viaje y cero metalera) hubiera deseado. Por ello, me resulta inevitable relacionar estas canciones con paisajes idílicos, verdes y rocosos, aunque la música no vaya precisamente por ahí.
Tras una intro ruidosa, caótica, inquietante, soflamera y muy resultona nos encontramos ya de golpe con el que es indudablemente el gran temazo de este disco y el último gran clásico universal de la carrera de los californianos. Y no hay para menos, porque “Disciple” (que podía bien haberse titulado como el propio álbum) tiene todo lo que hace que Slayer sean la ostia en tres minutos y medio sin tener que recurrir a ningún tipo de estructura cíclica: pasajes lentos imposibles de no acompañar con sacudidas de cabeza, medios tiempos vacilones, velocidad frenética, un estribillo de puño en alto, rabia y agresividad por un tubo, un final apoteósico y una batería incommensurable con esos redobles supersónicos tan característicos de Paul Bostaph, Vamos, un temarral que bien podría hacerse un lugar en nuestra sección “Canciones Perfectas”. Porque lo es.
“God Send Death” empieza de manera inmejorable, tanto en los riffs crecientes y misteriosos del principio como en el energético y pegadizo estribillo. Esas voces limpias a mitad de la canción no acaban de convencerme (no por limpias sino por una melodía un poco meh), pero la parte final con varios cambios de velocidades y acompañamientos rítmicos sobre el mismo riff vuelve a colocarla como un temazo notable que siempre he disfrutado y que supone un híbrido entre los Slayer de siempre y la experimentación que vimos en Diabolus in Musica pocos años atrás.
Tras dos temas complejos y de evolución más o menos imprevisible, “New Faith” sigue una estructura mucho más directa, con un riff facilorro y vacilón, un puente a contrapunto y un estribillo con la batería y los platos percutiendo lo más hondo de tu cerebro. A partir de ese “I Keep the Bible in a Pool of Blood / So that None of its Lies can Affect Me” la cosa se vuelve un poco más ruidosa, sobrada de rabia y agresividad y con un final muy potente. La gravísima “Cast Down” es un pelín más insulsa y no acaba de tener casi nada que la haga destacar especialmente. Es perfectamente escuchable, no hay duda, pero adolece de un poco más de memorabilidad y me recuerda a un pequeño intento de sonar a los primeros Machine Head quedándose un poco a medias.
Tampoco “Threshold” me parece nada del otro mundo, pero en este caso sí que tenemos una canción llena de personalidad. Con sus dos minutos y medio (la más corta del disco si exceptuamos la intro “Darkness of Christ”), se trata de un tema cercano al nu metal (versión Slayer, ojo) y muy del palo Diabolus con algunos momentos realmente potentes y otros que ni fu ni fa. A pesar de no estar considerada entre las más destacadas del disco (más bien al contrario), a mí “Exile” sí que me ha gustado siempre bastante gracias a sus ritmos veloces 100% marca de la casa, algún riff incisivo, cabalgadas a base de ride, ritmos asincopados y machacones y largos solos estridentes. Temazo.
El aire a los Machine Head de Burn My Eyes vuelve a hacerse presente en la intro acústica que abre “Seven Faces”. Tras un grito desesperado y la demostración que Tom Araya se encuentra aquí, en general, en uno de los mejores momentos vocales de su carrera, podemos disfrutar de un tema culebrero, pesado y algo extraño que, sin ser nada para llamar a casa, sí que me resulta notablemente disfrutable. “Bloodline”, por su parte, es el clásico medio tiempo rollo “Skeletons of Society” con el que Slayer siempre nos ha deleitado de tanto en cuanto. Creo recordar que se trató del primer adelanto del disco (¿quizás ya la tocaron en el último concierto que dieron en Barcelona antes de que saliera este disco?) y que ya entonces me pareció muy pegadiza y divertida. Y la verdad es que me lo sigue pareciendo, con una estructura sencilla y previsible pero muy bien llevada, un riff lleno de groove y un estribillo melódico e infeccioso que la siguen convirtiendo, para mi gusto, en uno de los mejores (y más conocidos) cortes de este disco.
Gritos de dolor y líneas vocales lánguidas y quejumbrosas sazonan la lúgubre y psicótica “Deviance”, un tema que si bien tampoco me parece maravilloso sí que le valoro que sea un poco único en la discografía de la banda. Tras unos cortes en los que han levantado el acelerador a nivell de metrónomo, la también algo plana “War Zone” le mete un poco más de velocidad a la cosa sin acabar de hacer honor a su nombre hasta que llegamos al resultón estribillo (“Madness is coming your way”). Con cuatro minutos y medio, “Here Comes the Pain” es el corte más largo de un disco que ya hemos visto que va al grano y no se anda con muchas florituras innecesarias. Para conseguirlo, aquí alternamos entre medios tiempos “bailables”, melodías vocales vaiveantes, ritmos pesados, momentos oscuros y macabros y algún que otro momento muy potente que, sin convertirla en una maravilla atemporal, sí que permiten gozarla bastante.
Los tres discos de la era Bostaph coinciden en tener un trallazo veloz y devastador como último corte. En Divine fue la increíble “Mind Control”, en Diabolus la no menos maravillosa “Point”, y aquí le toca el turno a la también brutal “Payback”. Aunque no hay duda de que es todo un temarral, personalmente quizás la encuentro la menos motivante de las tres (porque las otras dos son muy muy muy bestiales) a pesar de que es de largo la que más y mejor ha perdurado en los repertorios de la banda. Con tres minutos pelados y a lomos de una batería desbocada, unas guitarras en plan motosierra y un montón de “fucking fucks” everywhere, se trata de otro gran acierto para cerrar God Hates Us All con un excelente sabor de boca.
Poco después de la salida del disco, a finales de ese mismo 2001 y en plena gira de presentación (pocos días después de la grabación de War at the Warfield), el batería Paul Bostaph tuvo que dar un paso atrás por culpa de una lesión crónica en su codo que le impedía poder sostener la exigencia de una noche tras otra de directos explosivos y altamente exigentes, lo que acabó motivando (no sin cierto suspense) el regreso del hijo pródigo Dave Lombardo a su trono legítimo tras los parches. Los discos que la banda sacó junto a Dave durante la siguiente década, por cierto (Christ Illusion y World Painted Blood) y sin ser malos, tampoco creo que supongan un salto de calidad espectacular respecto a esa etapa Bostaph que ponía aquí su punto y final y que creo que siempre ha sido injustamente infravalorada por parte de los fans e, incluso, por una propia banda que ha insistido en ignorarla largamente en sus repertorios posteriores (incluso tras la vuelta del propio Bostaph en 2013).
God Hates Us All, en todo caso, es el disco más apreciado e interpretado de esa trilogía, en buena parte, claro, gracias a que “Disciple” se convirtió en todo un imprescindible a la altura de cualquier clásico de la banda desde entonces. Tras ella, según la siempre intereasante información aportada por setlist.fm, solo “Payback”, “Bloodline” y “God Send Death” han tenido una presencia más o menos destacable, con “Threshold”, “Here Comes the Pain” y “New Faith” como meramente testimoniales. Es indudablemente cierto, por supuesto, que God Hates Us All tiene cierta irregularidad y no está a la altura de las grandes obras de la banda californiana, pero no es menos verdad que se trata del álbum que los reconcilió con muchos de sus fans y de un testimonio más de que ni tan siquiera en la época de vacas flacas, Slayer ha sido capaz de sacar un disco malo.
Siempre me ha encantado escribir y siempre me ha encantado el rock, el metal y muchos más estilos. De hecho, me gustan tantos estilos y tantas bandas que he llegado a pensar que he perdido completamente el criterio, pero es que hay tanta buena música ahí fuera que es imposible no seguirse sorprendiendo día a día.
Tengo una verborrea incontenible y me gusta inventarme palabras. Si habéis llegado hasta aquí, seguro que ya os habéis dado cuenta.