No es ningún secreto que Slayer siempre fueron, en mis tiempos mozos, mi banda absolutamente favorita. Y eso que por cuestiones de edad me fue imposible coincidir con su época dorada (entiéndase como época dorada aquella que va desde Show No Mercy (1983) hasta Seasons in the Abyss (1990) o, si me apuras, hasta Decade of Aggression (1991)), pero tan pronto como los descubrí quedé absolutamente atrapado ante todo lo que significaban tanto musical como conceptualmente. Tras haberme empapado diligentemente de todo lo que habían sacado hasta entonces, el primer disco que publicaron siendo yo ya fan fue el genial Divine Intervention (1994), denostado por muchos de sus seguidores de la época por no sé exactamente qué motivo (¿quizás sencillamente por haber cambiado a Dave Lombardo por Paul Bostaph?). En mi opinión, y aunque es cierto que es ligeramente más «moderno» que su producción anterior, ese disco supuraba exactamente la misma rabia y la misma calidad que siempre les había caracterizado, pero los inescrutables designios de la opinión generalizada le han convertido en una especie de (inexplicable) principio del fin para la banda.
Por supuesto, no me quiero ni imaginar la reacción de todos esos thrasheros obtusos y reticentes al cambio ante la noticia de que, tras la semi-herejía que ya les pareció el Divine, su banda favorita y gran tótem del metal incorrupto se iba a echar la manta a la cabeza publicando un disco de homenaje a todos aquellos clásicos del punk y del hardcore que les habían marcado en su adolescencia. Porque lo curioso es que para mucho metalero, el punk / hardcore y el metal eran una especie de enemigos irreconciliables, cuando la inmensa mayoría de bandas que tanto idolatraban tenían ambos estilos como referentes casi indistintos. Slayer no eran menos (de hecho, la pura esencia del thrash radicaba precisamente en esa dicotomía), y con este sorprendente e inesperado disco nos quisieron dejar más que claro de dónde venían.
Lo cachondo de la cosa, de hecho, es que la idea original era que este disco contara con versiones de clásicos del heavy metal como Judas Priest (cuyo «Dissident Aggressor» ya habían versionado unos años antes), U.F.O. o Deep Purple (¡e incluso The Doors!), pero a la que se pusieron a ensayar vieron que no les convencía del todo cómo quedaba la cosa, así que decidieron echarlo todo a la basura y empezar de nuevo con un concepto totalmente distinto. Hay quién dirá, de hecho, que es más fácil hacer sonar una canción punk que un tema de Purple (y supongo que no le faltará razón), y el hecho es que, aunque Undisputed Attitude es divertido y disfrutable, difícilmente aporta nada especialmente relevante ni a la música en general ni a la propia carrera de la banda en particular. Y aunque se trata de un disco de estudio de Slayer a todos los efectos (el séptimo en su carrera), está claro que se trata de un pequeño paréntesis con más interés a nivel de curiosidad que valor musical en sí. Para la mayoría, de hecho, se trata del peor trabajo de toda la discografía de la banda, pero como a mí me cuesta ponerlo en el mismo plano que sus demás discos de estudio, lo cierto es que me cuesta engancharme a una afirmación así. Lo que me parece claro es que es probablemente su álbum más irrelevante de la banda, pero como no creo que ellos se plantearon hacerlo precisamente para ser relevantes, tampoco eso me parece del todo mal.
Personalmente nunca tuve ninguna reticencia para con el punk, más bien al contrario, y más allá de mi afición por el metal en muchas de sus vertientes, crecí con una devoción parecida hacia el punk rock melódico de bandas como Bad Religion o Pennywise o, en menor medida, hacia el hardcore más cafre de Sick of It All o de los seminales Minor Threat y Verbal Abuse (dos de las bandas representadas, precisamente, en este Undisputed Attitude). Por ello, el anuncio y la publicación de este disco me parecieron la mar de excitantes, y a la postre sirvieron como excusa, incluso, para que muchos de mis amigos eminentemente hardcoretas metieran un poco el hocico en el mundo de Slayer (alguno tan inocente como para acompañarnos en festivales futuros con la esperanza que la banda metiera dos o tres de esos temas en el repertorio), pero en general creo que ni los punkies ni los thrashers se miraron este disco con especiales buenos ojos. Los primeros, ofendidos porque unos jebis peludos mancillaran algunos de sus himnos más preciados, y los segundos, porque uno de los suyos se atreviera a cruzar a terreno enemigo de una forma tan explícita.
Que ocurriría esto, de todas maneras, ya estaba más que cantado antes de publicarlo, cosa que, en mi opinión, no hace sino dar más valor aún a la idea y la voluntad (probablemente inpopular) de tirarlo adelante. En una entrevista posterior, el guitarrista Kerry King explicó que una de las motivaciones detrás de este disco era mostrar su rechazo y su animadversión hacia los caminos que había tomado el punk más mainstream, con todo el mundo enfrascado en Green Day y The Offspring y olvidando las raíces del género. Visto el éxito que tuvo el álbum, no estoy seguro que su misión evangelizadora llegara a muy buen puerto, pero la intención me parece muy loable. Por otro lado, la portada muestra un chaval llevando una camiseta de Slayer agarrado a la barra de seguridad. La portada no es exactamente bonita (Slayer son unas bestias en lo musical, pero nunca han sido especialmente brillantes en este sentido, la verdad), pero sí que me parece bastante apropiada y que desprende un espíritu hardcore que le pega mucho al disco.
Aunque siempre había creído que Jon Dette fue el encargado de grabar las baterías, ahora leo que tras los parches se sentó de nuevo Paul Bostaph, que efectivamente abandonó la banda temporalmente poco después de la grabación de este disco. El californiano había demostrado (y ha seguido demostrando desde entonces) que tiene calidad de sobras para solventar tal responsabilidad de forma más que solvente, y en esta ocasión pone el metrónomo al 11 sin dejar de recurrir a patrones complejos y técnicamente exigentes. Por lo demás, el disco cuenta con una producción muy sucia en todos los instrumentos, así como una voz desatada y rabiosa pero ligeramente apagada y distorsionada que, a pesar de no sonar demasiado a ellos, les ayuda a llevar todos los temas a su terreno y a alienar aún más, quizás, a su nutrida base de fans.
Sin ponernos ahora a desgranarlo tema por tema, aquí encontramos canciones de Verbal Abuse (cinco, agrupadas en tres cortes, entre ellas el single «I Hate You»), T.S.O.L, D.R.I., Dr. Know o The Stooges (con el clásico «I Wanna Be Your Dog» que aquí se rebautiza como «I’m Gonna Be Your God» en clásica arrogancia slayérica). También hay una presencia más o menos generosa de los reyes del straight edge Minor Threat, una banda que me solía flipar y que ayudó a dar forma a lo que después hemos conocido como hardcore. Más allá del brutal combo formado por «Filler» y «I Don’t Wanna Hear It», la polémica vino de la mano de «Guilty of Being White» («Culpable de ser blanco»), una canción en la que se cuestiona la responsabilidad de las nuevas generaciones de blancos ante las atrocidades racistas del pasado (en concreto el esclavismo del sur de Estados Unidos) y con la que Slayer aprovechan para echar más gasolina a su supuesta aura de supremacía blanca cambiando la última frase por «Guilty of Being Right» («Culpable de tener razón»). Os podéis imaginar como el comprometido líder de Minor Threat (y posteriormente de Fugazi), Ian Mackaye, se echó las manos a la cabeza ante lo que King y Hanneman definieron como una divertida broma, pero ya sabéis que a Slayer siempre le ha gustado jugar con esa polémica y esa ambigüedad (como con lo de Tom Araya cantando sobre infiernos y demonios siendo cristiano católico, vamos).
Más allá de dos temas de Pap Smear (la banda de hardcore punk que Jeff Hanneman y Dave Lombardo tuvieron a principios de los ochenta junto al guitarrista de Suicidal Tendencies Rocky George), la única canción original que encontraremos en Undisputed Attitude es la final «Gemini». Más allá de que os parezca más o menos inspirada (a mí no me desagrada pero no la colocaría entre mis cincuenta canciones favoritas de la banda), se trata de un tema absolutamente distinto al espíritu del disco y que uno se pregunta qué hace exactamente aquí. Porque no solo no tiene nada de hardcore sino que es particularmente lento y pesado, formando un puente lógico y natural entre la vertiente más oscura y lánguida de Seasons in the Abyss y Divine Intervention y la experimentación que iban a soltar sin remisión en el posterior Diabolus in Musica (1998), un disco que, éste sí, iba a levantar ampollas de verdad entre los seguidores clásicos de la banda (pero que a mí me parece bastante discarral).
Aunque ya os podéis imaginar que las canciones que encontramos en este disco no han tenido demasiado recorrido en los repertorios en directo de la banda, tampoco es que hayan sido totalmente ignoradas. «Gemini», claro, se lleva la palma porque ha llegado a sonar casi 150 veces (repartidas entre 1996, 1998 y su gira de despedida en 2019), pero también otros cortes han sido interpretados en una veintena de ocasiones, eso sí, nunca más allá de la presentación del disco en 1996, demostrando que Undisputed Attitude fue, quizás, un experimento (fallido) que ha quedado como un simple rara avis en la discografía de los californianos. Aún así, e insistiendo en que se trata sin duda del disco más irrelevante de su carrera, no creo que sea difícil disfrutarlo de tanto en cuanto. Yo, por lo menos, he pasado un muy buen rato recuperándolo.
Siempre me ha encantado escribir y siempre me ha encantado el rock, el metal y muchos más estilos. De hecho, me gustan tantos estilos y tantas bandas que he llegado a pensar que he perdido completamente el criterio, pero es que hay tanta buena música ahí fuera que es imposible no seguirse sorprendiendo día a día.
Tengo una verborrea incontenible y me gusta inventarme palabras. Si habéis llegado hasta aquí, seguro que ya os habéis dado cuenta.