2001. El efecto 2000 había sido superado… HAL 9000 nunca llegó ni a iniciar su odisea… Y aunque todavía coleaban sus consecuencias… ¡habíamos sobrevivido a los 90!
Aaah, los años 90. El tantas veces anunciado fin del metal se manifestaba a manos del grunge, de la MTV, de los mercados comerciales devorando nuestras queridas bandas, de la aparición del Black Album (1991) de Metallica, de W. Axl Rose erigido como nuevo icono/estrella/”rebelde”… el metal de verdad estaba tocado, ¿o no?
En la fría, Escandinavia los paladines del underground recogían filas para lanzarse a la conquista del vacío dejado por grupos que se habían vuelto “comerciales”, asaltando al mundo metálico con un monstruo de tres cabezas. Noruega atacó con la llamada segunda ola de black metal y desde Suecia bombardearían dos reanimadas vertientes del death metal, cada una de ellas identificada por las ciudades de dónde provenían sus bandas insignia: Estocolmo con Nihilist/Entombed, Dismember y Unleashed como puntas de lanza, y Gotemburgo, con At the Gates, In Flames y Dark Tranquillity al mando del destructor imperial. Había pues esperanza entre las hordas de seguidores del metal que anhelaban unos ídolos comprometidos con la causa del undergroundismo, sedientos de una cultura de manifestaciones artísticas no aptas para todo el mundo.
Una de las tres cabezas del Cerberus escandinavo, el sonido de Gotemburgo, arrasó en la segunda mitad de los 90. Slaughter of the Soul (1995) de At the Gates (el mejor disco de death metal sueco de la historia) se encargaba de empaquetar las influencias más thrash en el sonido melodeath, In Flames dejaba que fuera el power metal el que permeabilizara su metal de muerte en The Jester Race (1996), Whoracle (1997) y Colony (1999); y Dark Tranquillity optaban por un trabajo más intrincado en guitarras y composiciones para sorprender con su aclamado The Gallery (1995).
A final del siglo XX, Gotemburgo había descargado toda su artillería de melodeath, numerosas bandas se habían unido a la causa pero quien tomaría el relevo?…. At the Gates se habían separado, Clayman (2000) de In Flames seguía siendo excelente, uno de sus mejores álbumes, pero parecía perder algo de punch (y más que perderían a partir de entonces) y Dark Tranquillity se habían tomado una ruta escénica por las costas del gótico-melódico-experimental… ¿habría relevo?
Entre los numerosos grupos que hacían las veces de infantería y seguidores de los generales del melodeath, había unos mozalbetes, que influenciados por un encuentro con Michael Amott, decidieron cambiarse el nombre colectivo de Inferior Breed a Soilwork. Con su primer asalto Steelbath Suicide (1998) ya apuntaron maneras, y su segunda descarga, Chainheart Machine (1999), les valió un contrato con la poderosa Nuclear Blast, con la que siguen 20 años después.
Estaban listos. Con la experiencia de los dos primeros álbumes, un arsenal de ideas que aportar a un género que parecía estancado y el apoyo de la multinacional del uranio enriquecido, Soilwork recogían el testigo para brindar al mundo A Predator’s Portrait (2001)… ¡la esperanza del melodeath sueco del nuevo milenio!
Grabado en la catedral del sonido de Gotemurgo, los estudios Fredman, y producido por el propio alto sacerdote, Fredrik Nodström (solo superado en rango por su anti-santidad Dan Swanö), A Predator’s Portrait significó el aire fresco que el ya estereotipado melodeath sueco necesitaba. Y se convirtió rápidamente en gran fuente de influencia para intérpretes venidores, no solo dentro del death melódico, también de otras corrientes del metal. ¿Que cómo lo hicieron? Echémosle un vistazo… o mejor aún, una escuchaza.
Nada más empezar, “Bastard Chain” nos asalta sin concesiones. Rápida, directa a la yugular el tupa tupa inicial nos da paso a un coro con más groove para volver al tupa tupa y vuelta a empezar. Bjorn “Speed” Strid se nos desgañita con la voz típica del género comandando el blitzkrieg con precisión y para cuando descargan los solos de guitarra, con una base más heavy/groove, ya nos vamos percatando de la que se nos viene encima. Solos de guitarra alternados, bien cuidados y entrelazados que dinamizan éste y el resto de temas que marcharán sobre nuestras cabezas.
Sin tiempo para realmente asimilar, “Like the Average Stalker” nos ataca los tímpanos y… ¿son eso teclados? ¡Sacrilegio deathmetalero! A decir verdad, Soilwork introdujeron con éxito teclados en su melodeath desde el primer álbum, pero no deja de sorprender gratamente el exquisito uso que hacen de ellos, añadiendo atmósferas sin que se hagan pesados. Y, ¿son eso voces limpias? ¡Sacrilegio deathmetalero número 2! Pero no, Strid se nos rebela por primera vez en este álbum como un cantante con muchos registros y eficiente en todos ellos, añadiendo aún más dimensiones al sonido de estos desatados Soilwork.
A partir de ahí, los de Helsingborg desatan todo su arsenal sónico, incluyendo -pero no limitado- a riffs heavy-blueseros, guitarras solistas melódicas e intrincadas, dobles harmonías, velocidad y blast beats, coros épicos, más riffs técnicos, asesinos y groovies e incluso alguna pincelada prog.
Todos los temas del álbum presentan su propia identidad, cada uno con sus partes memorables, bien combinadas para ejecutar su rol a la perfección y demostrar que Soilwork llegaron con este trabajo a una madurez no alcanzada hasta entonces. Los mazazos se suceden uno detrás de otro, “Needlefeast”, “Neurotica Rampage”, “The Analyst”, “Shadowchild”, hasta la final “A Predator’s Portrait”, para ir edificando un trabajo con muchos matices, pegadizo y contundente a la vez, abrasivo en sus partes thrashy, aterciopelado en las partes melódicas y “berserkeador” en las partes más épicas.
Mención especial para “Grand Failure Anthem”. Probablemente, la mejor canción escrita por Soilwork hasta la fecha, es de principio a fin un alarde de todo el arsenal antes mencionado, que a medida que avanza va despertando el pequeño bárbaro que llevamos todos dentro.
En definitiva, hace 20 años, Soilwork se desmarcaron de la turba con un disco que se convertiría en estandarte de la heterogeneidad que el melodeath sueco aún tenía por ofrecer, incorporando elementos propios de otras vertientes musicales sin por ello perder un ápice de brutalidad y contundencia. Este retrato del depredador irradia una riqueza compositiva que sentaría los cimientos del tipo de institución metálica en la que se han convertido hoy en día, el grupo más en forma (productiva y compositivamente) de los que surgieron entre aquellas hordas venidas del norte durante la fría noche entre siglos.
Autoexiliado desde el 2007 a la tierra del salmón, el sirope de arce y el oso, he llegado a pocas epifanías en mi vida, pero una es segura: Si la gula por (casi) todas las manifestaciones del metal se considera un pecado capital, me merezco mi propio círculo en el infierno. ¡Traed aceitunas!