Tarde o temprano, todo llega a su fin. Es una de las máximas de todo. Aunque hay varias formas de alcanzar este punto final, este proceso o tomar un camino u otro depende de cada cual, sea individuo independiente o un colectivo. Las carreras o la vida laboral también tienen una fecha de caducidad y tu huella en el mundo puede ser minúscula o gigantesca. Sea como fuere, todos cometimos errores que se podrían haber evitado. Saber rectificar a tiempo no es fácil, lo que si esta en nuestra mano es aprender de dichos errores para intentar no repetirlos.
Así y partiendo de todas estas premisas, podemos afirmar que Robert Smith empieza a ver que la llama se apaga, que el fin de su carrera está próximo. Él aún tiene cosas que decir, canciones que cantar e historias que contar. Sin prisa y abusando del tiempo que empieza a escasear para bandas como The Cure, de forma totalmente inesperada, Robert nos presenta su canto del cisne y lo hace de una forma maravillosa. Songs of a Lost World (2024) es ese disco que todos los fans de The Cure soñábamos para cerrar una de las carreras más exitosas y completas de la historia del rock. Un trabajo que soñábamos de forma utópica, pues nos costaba imaginar que finalmente este trabajo prometido vería realmente la luz tras diez y seis años de silencio discográfico. Y además, ¿estaría Robert Smith capacitado para sorprendernos una última vez?
Songs of a Lost World es un disco maravilloso, sentido, orgulloso, mimado y consentido. Casi que podríamos citar ya una nueva tríada mágica de discos como Pornography (1982), Disintegration (1989) y Songs of a Lost World (2024) como la tríada perfecta de The Cure, substituyendo el genial pero no perfecto Bloodflowers (2000) de la ecuación. A nivel musical, nunca The Cure sonó tan intrincado, maravilloso, limpio, perfecto como en este decimocuarto disco. Las composiciones, que dicho sea de paso, tienen una producción mágica, están trabajadas con cura y mimo, las melodías brillan sin la ayuda de las voces, todas ellas hilvanando un poema sin tema, una música que sin voces te cuenta una burrada de conceptos y emociones. La conexión entre música y oyente es realmente sensacional y la banda ha sabido transmitir cientos de emociones solo con una encadenación de notas.
Pero es evidente que cuando la cálida voz de Robert entra en escena es cuando la magia se completa, cerramos el círculo. Notamos a un Smith más tierno y cercano que nunca. La sinceridad con la que el líder de la longeva banda recita sus miedos y anhelos es tan latente que podemos compartir con él estos sentimientos. Robert sabe que el final esta cerca y se aferra a esta sensación casi tangible del fin. Habla sin tapujos sobre el tiempo y la distancia. Podríamos abrazar a Robert y de forma reconfortante decirle, “has hecho del mundo un lugar mejor”. Pues no se podría entender la evolución de la música global sin el sonido con el que The Cure ha bañado las últimas casi cinco décadas de la era moderna.
Nadie es capaz de convertir de esta forma la tragedia en belleza. The Cure siguen sonando oscuros, rotos, inquietantes. Pero lo hacen de una forma bella. El dolor puede ser hermoso y The Cure son los artífices de haber encontrado esta simbiosis entre dos conceptos tan opuestos. Si este es realmente el final de su carrera, el cisne ha cantado una última melodía preciosa.
Songs of a Lost World cuenta con ocho grandes composiciones, todas ellas firmadas al completo por Robert (la segunda vez en catorce discos en la que vemos autoría completa del líder). Ocho canciones todas ellas indispensables que funcionan mucho mejor como conjunto global que como piezas independientes. El trabajo de todos los músicos es sensacional, destacando por encima del resto el increíble y sensacional trabajo de Simon Gallup con su incombustible bajo. La pesadez y profundidad que el veterano bajista aporta a las melodías son de matrícula de honor. El juego de guitarras es suculento con momentos exuberantes y placenteros como en “Drone: Nodrone”. En ésta canción Robert clama a los cuatro vientos “down down down, I’m pretty much done” (“abajo, abajo, abajo, estoy casi acabado”).
El disco arranca con una inusual “Alone” en la que Robert nos cuenta que “this is the end of every song that we sing… we toast, with bitter dregs, to our emptiness” (“este es el final de cada canción que cantamos… brindamos, con heces amargas, por nuestro vacío”). La preciosa “I Can Never Say Goodbye” es un tributo a su fallecido hermano y “And Nothing Is Forever” lamenta no poder cumplir una promesa hecha en un lecho de muerte. El épico cierre con la larga y perfecta “Endsong” nos recuerda que “It’s all gone, it’s all gone, it’s all gone, left alone with nothing, at the end of every song” (“todo se ha ido, todo se ha ido, todo se ha ido, nos quedamos solos sin nada, al final de cada canción”).
Hay discos que uno tiene que vivir y sentir. Hay discos que afrontamos como una despedida gloriosa. Puedo recordar dos magníficos trabajos que me dieron el mismo feeling: Blackstar (2016) de David Bowie y You Want it Darker (2016) de Leonard Cohen. The Cure se encuentran en esta encrucijada, más de tres lustros en publicar un trabajo nuevo y mirar de frente a un futuro que cada vez es más corto. La valentía con la que Robert ha creado esta nueva obra atemporal la que habla sin tapujos de su propio fin es digna de admiración. The Cure ha logrado hacer lo que pocos soñábamos, volver a ilusionarnos con este epílogo brillante a una carrera sin igual.