Cuando hace unas semanas revisaba los 25 años del Ceremony of Opposites de Samael aproveché para recordar el magnífico programa vespertino de Radio 4 La Taverna del Llop. Gracias a Consol Sáenz y sus colaboradores descubrí algunas joyas que se hicieron un hueco en mi menú musical, y su predilección, como yo, por las vertientes más oscuras y más cercanas al doom y al black (en un programa de la radio pública a media tarde eh, ojo) lo convirieron en una de mis citas radiofónicas semanales obligatorias.
Como solía ser habitual en esos tiempos de acumulación interminable de cintas, me pasaba el programa con un dedo siempre cerca del botón de REC de la minicadena para así poder trasladar a mi propia colección algunas de las gemas que se me rebelaban en cada una de esas mágicas sesiones. Y curiosamente (y no sé bien por qué), de las decenas de temas que debí acumular mediante ese proceso, hay tres que recuerdo con especial detalle y que me sirvieron para descubrir a tres bandazas: el «Son of Earth» de Samael, el «I Am the Bloody Earth» de My Dying Bride y el «Visionaire» de Tiamat.
Como digo, los tres son temarrales y las tres son bandazas, eso es evidente, pero aunque lo digo con cierta vergüenza ninguna de ellas ha tenido un lugar especialmente privilegiado en mi vida musical a largo plazo. Los que estuvieron más cerca fueron los suizos Samael, que gozaron de su momento alrededor de este Ceremony of Opposites del que hablo y, sobretodo, con el brutal Passage que vino después, pero mi atención por las otras dos se ha limitado a visitas ocasionales a sus discos clásicos y, a veces, a alguna novedad que nunca me enganchó lo suficiente.
Si hablamos de los suecos en particular, ya os avanzo que este WIldhoney no fue nunca un disco demasiado especial en mi vida, ni Tiamat tampoco son una banda que se encuentre entre mis muchas bandas destacadas (spoiler alert: al menos hasta hoy). «Y si tan poco lo conoces, ¿por qué te metes con esta reseña? ¿No tienes nada más que hacer?«, diréis. Pues sí, lo cierto es que tengo muchas más cosas que hacer, pero en mi afán de completismo, y viendo que nadie lo tachaba de la lista de aniversarios pendientes, me animé a cogérmelo y, más que tomármelo como un artículo retrospectivo al uso, aprovechar para descubrir y saborear este disco como Dio manda con 25 años de retraso de nada.
De hecho, de todo el cancionero que acumulan tanto éste como el anterior Clouds (que ese sí tenía en CD, y que son básicamente los discos a los que presté más atención), me he reducido siempre a una serie de temas bastante limitada: «Clouds», «The Sleeping Beauty», «A Caress of Stars», «Whatever That Hurts», «The Ar», «Visionaire»…. y para de contar. Escuchado ahora mismo me doy cuenta que eso ha sido un error (quizás un error garrafal), ya que si bien Clouds es un disco magnífico pero quizás un poco más genérico dentro de los parámetros del doom / death depresivo del momento, lo de Wildhoney ha sido un descubrimiento bastante flipante: un disco valiente, original e inspiradísimo que ha conseguido hacerme levantar las cejas con admiración, esbozar alguna que otra sonrisa de asentimiento y, en definitiva, levantarme de la silla para aplaudir a rabiar.
Para ponernos un poco en situación, éste fue ya el cuarto disco de los suecos, publicado cinco años después de la fundación de la banda como un combo de death / black metal orientaloide. Disco a disco, los de Johan Edlund fueron separándose más y más de ese camino primigenio, y después de que el resultado obtenido con Clouds no convenciera para nada al líder de la banda (a pesar de ser, probablemente, uno de sus discos más reconocidos), éste despidió fulminantemente al resto de los componentes del combo a excepción de su bajista John Hagel para ponerse a trabajar en el disco que realmente quería, algo que pudiera unir su pasión por el metal extremo con el legado de su banda favorita: Pink Floyd.
Y visto el resultado, supongo que casi nadie se atreverá a discutirle la decisión a Johan, ya que no solo este Wildhoney es indudablemente exitoso en ese cometido en concreto, sino que supone el punto más álgido de la carrera de la banda y, probablemente, uno de los discos más especiales de toda la escena doom noventera escandinava. Con Waldemar Sorychta (el que al cabo de poco iba a ser el guitarrista de los Grip Inc. de Dave Lombardo) a los mandos de la producción, Johan se dejó ir absolutamente y parió un disco bellísimo, cálido y sentimental que, efectivamente, tendió un puente entre la potencia, la melancolía y la crudeza del doom y el death metal con la sensibilidad del prog clásico. Y aún no lo sabían, pero eso iba a resultar una influencia mayúscula para muchas bandas que estaban por venir.
La breve intro a base de piano, guitarra y pajaritos, de poco menos de un minuto de duración y llamada como el propio disco, es una preciosidad sencilla y melancólica que enlaza a la perfección con «Whatever That Hurts», tanto que no entiendo por qué ambas no se combinan en un mismo corte. Éste es el primer gran temarral del disco: atmosférica, pesada, bombástica, inquietante y con un aire gótico que me recuerda a lo que más tarde desarrollarían bandas como Moonspell. La canción crece poco a poco gracias a unas guitarras acústicas deliciosas que no tienen ninguna prisa a dar pie a la voz íntima, susurrante, hostil, áspera y por momentos dramática del señor Edlund. Los berridos guturales y cavernosos del estribillo marcan un punto de inflexión fantástico y acaban de formar un tema absolutamente brillante.
«The Ar» introduce coros etéreos y fantasmagóricos también muy típicos del estilo, así como algunos samplers que serán prominentes en el futuro de la banda. Aquí hay aún mucho de doom gótico estándar, incluso con un cierto aire a Cradle of Filth (grupo de vanguardia en esos momentos) en parte de la instrumentación, pero otros pasajes se construyen a base de ruiditos inquietantes e industriales. Aunque para ruidito, ahí está «25th Floor», que es un ruidito en sí misma. Dos minutos de sonidos inquietantes y abismales que sirven para separar los dos primeros temas del resto del disco, empezando por la épica y orientaloide «Gaia».
El nombre de Tiamat obedece a una diosa de la antigua Babilonia, y el elemento oriental, tanto en lo musical como en lo temático, siempre ha estado más o menos presente en la música de la banda (también en muchos otros temas de este propio disco). «Gaia» es tema mayéstico, lleno de coros y de simfonías con una excelente y emotiva línea vocal que no vé una guitarra (ni falta que le hace) hasta bien pasados los dos minutos. La potencia de la batería (que recuerda un poco a Samael, precisamente ¿no creéis?) se basta y se sobra para insuflar de potencia y personalidad un tema cuyas guitarras solo aparecen esporádicamente para deleitarnos con delicados y emotivos solos.
Y si «Gaia» es todo un temarral, qué decir de «Visionaire», quizás el más grande de entre los (muchos) temarrales que se llegar a empaquetar dentro de este disco. Una joya del doom lánguida, emotiva y deprimente que tiene incluso ese delicioso punto pegadizo y que no solo es la canción con la que los descubrí, sino que me parece una auténtica maravillaes un tema que siempre me ha flipado bastante. Y escuchado aquí, en su contexto y como pieza central del disco, ese visionario destaca quizás aún más que por sí solo. Para separar esta potente y brillante parte intermedia del sorprendente trío final, cómo no, Tiamat recurren a un nuevo interludio, esta vez el llamado «Kaleidoscope».
Si hasta ahora habíamos flipado con canciones que han sido valientes pero que más o menos se han mantenido dentro de los parámetros del doom, en lo que queda de disco los suecos se dejan ir totalmente y sudan deliciosamente de todo tipo de etiquetas. «Do You Dream of Me?» (con guitarras acústicas maravillosas, exhuberantes e indisimuladamente latinas en su recta final) es una especie de folk doomero, oscuro y espacioso en la onda de ciertos The Beatles, Nick Cave, Mark Lanegan o incluso Depeche Mode (por ejemplo). La instrumental y etérea «Planets» es otra especie de interludio espacial, bastante largo en este caso, y que suena muchísimo a los futuros Riverside e incluso a Anathema. Y para acabar, una auténtica y espectacular bacanal progresiva de sensibilidad que lleva por nombre «A Pocket Size Sun» y que es todo un homenaje a Pink Floyd. Traca final, amigos, y todos de pie.
La escucha de este WIldhoney has sido un verdadero gozo, una sorpresa recuperada y el redescubrimiento de un discarraco excepcional. Un disco en el que no profundicé en su momento y que ahora me acaba de dejar con la mandíbula en el suelo. Toda una pena no haber sido hasta ahora que soy capaz de apreciarlo en toda su esplendor, pero más vale tarde que nunca. Si tú también eres de esos que no le prestó tanta atención en su momento, haceos un favor y dadle rápidamente una (o dos, o tres, porque engancha lo suyo) oportunidad. ¡Menudo discazo!
Siempre me ha encantado escribir y siempre me ha encantado el rock, el metal y muchos más estilos. De hecho, me gustan tantos estilos y tantas bandas que he llegado a pensar que he perdido completamente el criterio, pero es que hay tanta buena música ahí fuera que es imposible no seguirse sorprendiendo día a día.
Tengo una verborrea incontenible y me gusta inventarme palabras. Si habéis llegado hasta aquí, seguro que ya os habéis dado cuenta.