¡Bailar no es lo mío! Desde que tengo uso de razón, siempre me ha parecido una actividad ancestral muy ridícula, probablemente porque mi manifiesta torpeza (en este caso, intuyo que de carácter hereditario) me ha impedido disfrutarla como la mayoría de la humanidad. Si fuera posible, borraría de mi memoria todos los momentos relacionados con esta elogiada forma de expresión (yo he danzado cosas que vosotros no creeríais), excepto aquel que me evoca la vez que me dejé llevar por el ritmo marcial de “Sunday Bloody Sunday”. El inusitado hecho ocurrió a mediados de los ochenta, durante una pre-estival sesión de tarde para adolescentes en una oscura sala de fiestas, justo cuando el DJ de turno pinchó, entre los hits comerciales de la época, el flamante himno de los irlandeses; y entonces, un irreconocible servidor, empujado por la excitación juvenil y unas gotas de alcohol, saltó a la pista entregado de lleno. Como de bien seguro fue un espectáculo indigno de ver, yo mismo decidí que no se volvería a repetir, a menos que un hipotético estado de embriaguez me impulsará a ello (y, puntualmente, así ha sido a lo largo de mi vida). Con la calma, de aquel suceso también extraje otro par de conclusiones: una, que la punzante letra de dicha canción exigía más respeto por mi parte y, la segunda, que U2 ya estaban enfilando el peligroso camino hacia la fama eterna. Los tiempos de poder deleitarme, en deliberada soledad o en petit comité, de los repertorios que contienen el prometedor Boy (1980) y el controvertido October (1981) quedaban atrás, y a partir de aquel instante tendría que compartir sus obras venideras con un montón de gente, a menudo nada afín con el conjunto de mis gustos. Pero, al igual que me pasó poco después con Bruce Springsteen, me convertí en un apasionado seguidor de su posterior trayectoria (pese a que mi devoción ha ido disminuyendo en las dos últimas décadas).
Re-escuchando War, ahora que se cumple el 40º Aniversario de su aparición, corroboro que es un robustecido retoño, pero, por contra, no lo puedo catalogar como la creación indiscutible e imperecedera del cuarteto. Sin ningún tipo de discusión, el trascendental The Unforgettable Fire, el universal The Joshua Tree y el estimulante Achtung Baby son las únicas producciones que, según el criterio de cada uno, gozarían de este honor.
Además, algunas grabaciones de este belicoso trabajo palidecen al lado de las correspondientes versiones incluidas en Under a Blood Red Sky (o Live at Red Rocks en su edición de vídeo), el siguiente e imprescindible directo que, curiosamente, debe su título a una frase sacada de “New Year’s Day”, el que para mí es el tema supremo del citado tercer parto; engendrado en los ya demolidos Windmill Lane Studios de Dublín por los comprometidos Bono, The Edge, Adam Clayton y Larry Mullen Jr., bajo la supervisión obstetricia del habitual Steve Lillywhite. Del resto de composiciones, a mi juicio, sobresalen moderadamente la rotunda “Like A Song…”, la espiritual “Drowning Man” y el improvisado salmo final “40”; reciben un aprobado raspado, principalmente por pequeños detalles, “Two Hearts Beat As One”, “Surrender” y “Red Light”, y mereció mejor suerte la descartada pieza “Angels Too Tied to the Ground”.
A pesar de sus evidentes triunfos, el álbum de la guerra que aún rememoraba batallas pasadas (empezando por la reiterada aunque levemente modificada imagen de un niño en la portada) en cierto modo incitó a sus cuatro soldados a invadir nuevos e inexplorados territorios sonoros. A fe que lo consiguieron, tanto a nivel artístico como de éxito popular y, por supuesto, económico. ¡Que les quiten lo bailao!