Es bien cierto, o por lo menos en este caso, lo es, que una desgracia nunca suele venir sola: este cronista se despertó la aésfora de su asistencia al concierto de WarCry y Romanthica en el Razzmatazz de Barcelona con síntomas de una infección respiratoria que, al día siguiente, se confirmaría que correspondían a una infección por 0. Consecuencias, entre las que nos atañen: una semana y media en cama debido a las fiebres y el malestar muscular, consiguiente retraso en la entrega de esta crónica, y sentimiento de culpa tanto por parte del mismo escribiente como por parte de los responsables de Science of Noise (tremendamente comprensivos, todo hay que decirlo) al quedar ellos, a su vez, mal con todos los implicados, especialmente con vosotr@s, lectores/-as, que sois los que dais sentido a nuestro trabajo, y a quienes seguramente os gusta leer este tipo de escritos con algo más de antelación. Vayan por delante mis disculpas, a pesar de ser más víctima que culpable de algo.
Pero, pero, pero… también se cumple en esta ocasión aquello de que no hay mal que por bien no venga: el tiempo transcurrido desde el mencionado show, hasta hoy que he podido ponerme a la tarea, ha mitigado mis originarias intenciones, que no eran otras que romper la baraja, bajarme de la escena definitivamente (ya he hecho varios amagos) y dejar esto del perro-dismo rockero para otr@s que no se pongan tan de mala ostia al constatar algo de lo que ya he hablado en otros textos pero que me es imposible obviar cuando me encuentro en el meollo: la pasividad, cada vez en conciertos de más subgéneros de lo que conocemos, a grandes rasgos, como heavy metal, de un público cada vez más impermeable (al desconocido), reaccionario (al ligero movimiento, no digamos ya al desmelene), impávido (durante el riff, durante el solo, durante el puente…) y mudo (hasta en los más coreables de los estribillos); pero, como diría nuestro feliz y recientemente re aparecido/hallado Roberto Iniesta, dejo esta historia sin final, por si quisiera (o no) regresar, y todo, o nada, fuera cierto; y hablemos de los que sí cumplieron en esta ocasión: las bandas y sus equipos. Cuando acabemos con eso, que es lo que me empuja en esta ocasión a entregar estas líneas, ya veremos si lo que se había mitigado habrá revivido o las ascuas darán paso a las cenizas, la tormenta a la calma, y la indignación a una nueva perspectiva por mi parte.
Romanthica
Llegaba a la cita auditivamente virgen en cuanto a la discografía de los barceloneses Romanthica se trataba, con lo cual no sabía muy bien qué esperar, si bien tanto el nombre de la banda como algunas imágenes suyas vistas por aquí y por allá ya me hacían presagiar que no iba a comulgar mucho con su propuesta. Vaya por delante que se trata de una banda de una sensibilidad y unos bemoles (para hacer rock gótico melódico en el 2023 hay que tenerlos no sólo en el pentagrama, sino también en el sentido figurado) infinitos, pero, simplemente, su propuesta (también conocida como Love Metal) no casa con mis gustos (quien me conoce sabe que mi postura consiste en cagarme en el amor) si bien, a estas alturas, quien más quien menos ha pasado por algún dramón que le lleve a empatizar con esas letras negras rozando lo bantablackiano y esas melodías entre la nana, la electrónica y el rock de cadencia más hipnótica. No os negaré que aproveché que la coyuntura juntaba a dos grupos de muy diferente índole (una estrategia de venta como cualquier otra) y que mi debilidad tenía que ver con el cabeza de cartel de la noche y no con los de David y Rubén, para, durante su show, reconocer a gente conocida, conocer a desconocidos y desempolvar el boli, el papel y el gaznate; pero tampoco renunciaré a confesar que en momentos puntuales, como por ejemplo en la aperturista “Despierta” (grabada en su momento junto a Liv Kristine, al parecer una diva del género, para su disco debut, Eterno de 2014), de inusitada delicadeza, me vi atrapado por el peculiarísimo vibrato del cantante y el minimalismo de las bases electrónicas y los teclados.
Otros momentos, además del iniciático, destacables según mi poco versado gusto serían el principio de la siguiente en caer, “Sólo si estás” (perteneciente a su segundo y, hasta el momento, último larga duración Músicas para el fin del Mundo de 2018), de un trazo ochentero que casi hacía ver pasar a los bicivoladores por el escenario; el estribillo de “Mejor será olvidar”, también de su primer LP y en el que lo mismo os pueden evocar a Sôber que a (¡)OBK(!); o, ya que estamos con influencias y/o alusiones, la instrumentación a lo Crematory en la que dará nombre a su próximo esfuerzo discográfico (tiene que estar al caer), “Qué más da”. Intercalados: un medio tempo pegadizo y de voz más grave, “Arder” (Live MMXVIII de 2016); cuervos negros y baterías con mucha rever en “Flor marchita” (inédita); y fantasmas y baterías con aún más rever: “Mercurio”. Entre medias: mucho amor doloso, mucho “uó” y “ouó”, mucho corazón partío, mucha sangre y frases del tipo “Haré de tus lágrimas el agua que sacie mi sed”. ¿Y al final? Al final el que es considerado su gran hit, “Muriel”, arquetipo ultra melódico de la propuesta de los catalanes y la re constatación de que, si bien yo no seré quien corra a escuchar su música, el envite cuenta con sus seguidores (ya al principio del show unos dos tercios del aforo de la sala habían sido copados por propios y extraños). ¡Bravo por quienes la persiguen! Y por los que arroparon en esta ocasión a los ya citados David Gohe (voz) y Rubén (guitarra), quienes llevan más de una década persiguiéndola: Marco a la segunda guitarra y Erny a la batería (no, no había bajista, ni teclista – curioso esto último en una banda de esta calaña). Sin ellos no la conseguirían.
“Me hacen gracia esos artistas que después de un concierto se van de fiesta. Si después de tu actuación no tienes ganas de descansar o de ir a dormir es porque has timado a tu público.” (Dee Snider de Twisted Sister)
WarCry
No voy a detenerme, en el caso del show de WarCry, en desgranar una a una las ¡25! canciones que los asturianos interpretaron; no le veo el sentido. En lugar de eso, quiero poner todavía más el foco en los músicos y, aprovechando que éstos, ya sea por iniciativa propia o como parte de la campaña de imagen que todo grupo “relevante” pone en marcha a la hora de presentar un nuevo lanzamiento en los tiempo que corren, han querido identificarse cada uno con un símbolo individualmente pensado que les represente como músicos y a los que profesionales del diseño han dado forma para incluirlos en Daimon, lanzado en 2023, dar mi punto de vista sobre quién es quién a día de hoy en la formación, especialmente en lo que a sus directos se refiere y por qué sus conciertos son una de las razones han movido y mueven tanto público (rozaron el sold out) en el rollo metalero patrio:
- Víctor García (voz principal): el que es desde sus tiempos en Avalanch una institución dentro de la escena, ha elegido las garras del pájaro con cabeza humana que representan el Ka-Ba (¿Alma? ¿Energía?) griego y les ha dado forma de V para que quede claro que es uno de los mejores cantantes que han nacido dentro de nuestras fronteras. Víctor y victoria ya hace tiempo que son casi sinónimos. Por supuesto, los registros de sus comienzos se le hacen inalcanzables a día de hoy, pero ha sabido, discográficamente hablando, ir bajando la exigencia para, de cara a la interpretación sobre las tablas, poder defender dignamente los temas más antiguos y sentirse más cómodo con el rango elegido para sus tres o cuatro últimos discos. Como todo músico, tienes días mejores y días peores (esta vez no fue ni la mejor ni la peor que le he visto cantar); el problema es que a los voceras se les exige más porque suelen ser los showmen y porque para el fan medio es mucho más fácil detectar los errores en la voz que en otros instrumentos. Tal vez le toque ir poniéndose algo más en forma físicamente para los años venideros. Por lo demás, siempre da el callo.
- Pablo García (guitarras y coros): un as de corazones con la P de Pablo en medio. Para representarse a sí mismo y a su alias; el Mago. No es prepotencia ni ego desmedido, es la realidad. Y ya no hablo de sus dotes técnicas, sino de cómo en ocasiones como la que nos ocupa, en las que al público parece que le cuesta entrar en calor y a Víctor igual no le apetece tirar mucho de él, se echa esa responsabilidad al hombro que el tahalí le deja libre y es capaz de, mientras ejecuta un solo más que exigente con una sola mano, avivar el fuego con la otro mientras posa para un fotógrafo y también se da cuenta de que un colgao, en este caso yo mismo, no deja de pedirle una púa (desde aquí mi agradecimiento por acordarse de dármela al final de la presentación: una persona más melómana que yo la guardará con todo su cariño y seguro que recuerda, en parte gracias a este texto, lo que significa ese naipe gravado en ella).
- Roberto García (bajo y coros): no me gusta el papel que la producción moderna le da al bajo en los discos de metal en general, y de power metal en concreto; parece otra guitarra. Por eso ver a los bajistas en directo es la mejor forma de tomarle el pulso a esos músicos que a veces pasan demasiado inadvertidos. Roberto ha elegido la representación gráfica de los cuatro elementos alquímicos para su logo y me parece que viene muy a cuento al ser este bajista y su arma de cuatro cuerdas el que les da el empaque y la compactación necesaria a los cuatro miembros del grupo restantes. Siempre, además, discreto, pero siempre, también, ajeno al desaliento.
- Rafael Yugueros (batería): no podía ser de otra forma. El más enrevesado y complicado de los cinco símbolos es el del machaca-parches. Un pulpo (evidente el porqué) con alas (símbolo de libertad) y un Jing Yang (el bien, el mal y sus irremediables convivencias). En pleno año 2023, en que los buenos baterías parecen salir de debajo de las piedras, se agradece muchísimo que Roberto intente siempre darle una vuelta de tuerca al sonido que quiere para su instrumento en cada nuevo lanzamiento y que sea tan capaz (ingenieros de sonido mediante, por supuesto) de plasmar dichos matices encima del escenario.
- Santi Novoa (teclados): por último, Santiago, representado en esta aventura por un calderón (signo de notación musical que deja a su libre albedrío al intérprete o, en su caso, al director de orquesta, la prolongación y/o la pausa necesarias para enriquecer el pasaje de turno); su estilo difiere bastante de sus predecesores, especialmente del mucho más omnipresente Manuel Ramil. Novoa, sabedor de la sobreproducción de muchas obras del género, optó desde su incorporación por ser mucho más minimalista en su aporte a la banda; un aporte que, sin embargo, daría al traste, de faltar, con toda la propuesta. Sobre las tablas, siempre enérgico y sonriente.
Desde la Ciencia del Ruido decíamos, en la noticia previa a este concierto, que WarCry son como la Coca-Cola: tienen la(s) fórmula(s). No voy a entrar tampoco a valorar lo que significa para mí la banda porque tendría que explicaros no sólo lo que me gusta, sino lo que me chirría, y el por qué eso que me sobra o no me convence lo puedo pasar por alto; y no toca. Sólo, para ir rehilando con el principio de este escrito, comentar que dicha fórmula, que han ido adaptando en los últimos años a su nueva realidad y, seguramente, también a la realidad de vuestra (no la mía) manera de asistir a los conciertos, debería dar más de sí de cara a convertir un encuentro como el descrito en, sino un despiporre, al menos sí un desfogue; nos vamos a morir. Y cada ratito que pasamos sin soltarnos y disfrutar allí donde aún nos dejan, es un ratito (siempre desde mi punto de vista) mal utilizado.
Pues parece que sí, que el cuerpo me pide regresar para contar el final de la historia de Quim Heras. O al menos de esta etapa, ya más de una década, de Quim Heras como colaborador de diversos medios especializados en rock y metal. Gracias al gran Robe por, como muchas otras veces, aconsejarme indirectamente, a través de sus versos, cómo hacerlo. Si por mí hubiera sido, lo habría hecho de una forma mucho menos reposada, os lo aseguro. Como él mismo hizo con el título del disco en directo de Extremoduro lanzado en 1997 (quien lo entienda, ya sabe; quien no, que investigue). Salvando las laaaaaaaaaaaaaargas distancias, permitidme un paralelismo: WarCry anunció un parón indefinido en enero de 2020, un par de meses antes de que la pandemia de Covid trastocara la vida de (casi) tod@s. En aquella ocasión fueron muy concisos en su explicación: necesitaban descansar. Yo os voy a dar tres razones, casi igual de concisas, pero mucho más crípticas, del por qué cuelgo la pluma y el papel. Y no lo hago porque piense que os importa un carajo mi vida, sino porque igual sí que os importa lo que está pasando en el mundillo que ante estas pantallas nos congrega:
- La escena y lo que la rodea (meted aquí lo que queráis) apestan
- El periodismo sobre rock y metal ha muerto
- Yo tengo sangre en las venas. Si tuviera horchata escribiría sobre otro tipo de arte
Hasta aquí he llegado. Ya se verá si algún día descuelgo los enseres de escribiente. Lo que tengo claro es que, si lo hago, no será para hacer crónicas de conciertos de heavy metal (aún he de ver si no dejo de asistir como mero aficionado; lo que es seguro es que, si voy, seré mucho más selectivo) ni reseñas de discos de ningún género (a excepción de una que guardo en la recámara y que es una excepción ganada a pulso por los autores del LP que comentaré).
Me vuelvo a la cueva. Simpel está preparando bisonte a la brasa.
Vivo en una cueva (no pienso deciros donde que me la okupais, so rojeras) de la que nunca salgo, con un lemur, al que llamo Simple, que se encarga de comprar (en el Bonpreu, of course, que soy asceta pero molt català) víveres para ambos y, de vez en cuando, chivarme kosikas sobre eso que los mortales llamais Jevi Metal o RokanRós para que yo, después, y sin ningún tipo de criterio ni el más mínimo sentido del gusto, dé mi opinión al respecto y algún medio de comunicassao, en este caso el de los científicos del ruido, se atreva a publicarlo. Jamás dejaré de perder. Si quereis, perderos conmigo…