Según Jonathan Pernía…
Hablar de Wolvennest, no es hablar propiamente de una banda al uso. O al menos así yo mismo lo percibo. Hablar de Wolvennest, es hablar de un colectivo artístico. Reunidos allá en 2015, el sexteto de Bruselas (Bélgica), sin mucho ruido han ido cosechando una notoria reputación a nivel underground en el viejo continente, gracias a su primer homónimo álbum y Void, editados en 2016 y 2018 respectivamente a través de Ván Records. Y es que, por enésima vez, y perdón por la reiteración, prácticamente todo el material venido bajo los auspicios del sello germano es sinónimo de calidad musical.
Cuando hablo de colectivo artístico, me refiero a que son una congregación de músicos cuyo único límite es el cielo. No existen límites, ni fronteras musicales, ni ataduras de ningún tipo, ni clichés estilísticos. NADA. Simplemente que el arte, trascienda. Y esta aseveración, se ve reflejado en Temple.
Su anterior obra, Void me pareció espectacular y este Temple no le va para nada a la zaga. No se trata de una continuación respecto al predecesor, sino de otro viaje sensorial a otro recóndito rincón de nuestra psique. Si tuviera que definir a este elepé muy brevemente, lo haría describiéndolo como una excelsa conjugación de artes oscuras. Esto es, una asombrosa interrelación de elementos y de recursos tan dispares de estilos como el black metal más atmosférico, los infinitos loops y el minimalismo en su máximo expresión así como etéreas atmósferas en clave drone o ambient, fraseos psicodélicos y lisérgicos del krautrock, o por qué no, ligeros devaneos propios de la música experimental. Mientras Void se presentaba en una forma algo más bien ocultista/ritualista, Temple es más denso, más oscuro e incluso posee una personalidad más intimista. La música en esta grabación fluye con una naturalidad pasmosa, como si de un trance se tratase y en un abrir y cerrar de ojos los 8 cortes que lo comprenden, habrán transcurrido.
Creo que no merece la pena desmenuzar cada uno de los temas que compone Temple ya que se trata más bien de un disco para el disfrute y deleite global, más que del propio análisis pormenorizado. No obstante, ¿highlights de los casi 80 minutos de duración? Creo que merece un capítulo especial la rota y profunda voz a modo de colaboración de King Dude en «Succubus», un corte que le viene como anillo al dedo por su característica voz, en todo un himno de solemnidad y melancolía. Incluso el aire goth-rock de la hipnótica «Disappear» que le confiere el prolífico músico Déhà merece ser citado en este escrito. No menos destacable sería la mórbida marcha fúnebre de «Mantra», la instrumental «Alecto», pasando por la solemne y oscurísima gracias a los tremolo-pickings black metaleros de «Incarnation» o los ligeros escarceos con el theremín de Shazzula en «Swear to Fire» cuyo épico y enérgico final, es simplemente grandilocuente. Digna de mención también su interpretación vocal, pues se presenta muy sutilmente camaleónica: susurrante, dramática, hechizante, etc.
Sumergidos en la actual sociedad que abraza sin contemplaciones al impulsivo consumismo, aplicable de igual manera a la industria musical, valoro que una ‘banda’ se arriesgue publicando una grabación que tranquilamente se podría considerar un doble álbum, pues su duración se acerca a los 80 minutos.
Es difícil establecer paralelismos, incluso creo que serían un poco inútiles por mi parte, pero si eres un acérrimo y veneras sonoridades a lo Urfaust, Amenra y The Ruins of Beverast, permíteme la osadía de recomendarte escuchar este elepé. Creo que el escenario ideal para enfrentarte a esta tercera entrega de Wolvennest sería una noche de sábado en el salón de tu casa, con un adecuado volumen en tu reproductor musical (si es en formato vinilo, mejor), con apenas unas pocas velas o incienso en el ambiente, y una buena copa de vino. ¡Y déjate llevar!
Según Cristóbal Márquez…
Hay discos que, como si de buen cine se tratase, te ofrecen una experiencia más allá del sonido. Te ofrecen una estética, una imaginería, te introducen en un mundo desconocido. Temple, el tercer elepé de Wolvennest, supone un auténtico viaje a través de una tierra exótica e inexplorada, de rituales ancestrales, misticismo, psicodelia y magia negra.
Formada en Bruselas, en 2013, por los músicos Kirby Michel, Corvus von Burtle y Marc de Backer, la formación belga ha conseguido crear un sonido hipnótico, atmosférico, muy cinematográfico, que cautiva al oyente y lo eleva en una especie de exaltación religiosa. Pero lo más interesante de Wolvennest es su curiosa amalgama de estilos, que supone un soplo de aire fresco en el panorama del metal, donde, mientras no pocas bandas se dedican a reproducir esquemas de sobra conocidos, otras apuestan decididamente por la experimentación y contribuyen a ensanchar los horizontes de un género musical mucho más abierto de lo que algunos querrían admitir.
Así pues, Wolvennest bebe de géneros muy diversos: doom metal, black metal, drone, rock psicodélico, dark ambient, post-punk…, debido, principalmente, al variado pelaje artístico tanto de sus miembros fundadores como del resto de los integrantes que han ido completando la formación, todos músicos experimentados que consiguen armonizar el conjunto a la perfección, gracias a colaboraciones en proyectos previos y a un trabajo sin prisas ni presiones discográficas, grabado en un estudio doméstico.
Una de las notas más distintivas de Wolvennest son los elementos orientales, que no solo contribuyen enormemente a la ambientación mística y exótica y se adueña de la mayor parte de las melodías, sino que explican el aspecto compositivo de las canciones. Ya desde el tema introductorio, «Mantra», los oyentes identificarán inmediatamente la impronta oriental de las guitarras eléctricas. Los ritmos tribales y los coros ambientales ayudan a crear una atmósfera propia de una ceremonia religiosa, que comienza con la entrada en escena de la voz de Sharon Shazzula. Como si de una sacerdotisa dirigiéndose a sus fieles se tratase, la vocalista pronuncia un discurso de bienvenida en el que acaba clamando «Open the gates!», en un tema que representa la apertura de las puertas del templo. La canción se acaba diluyendo en un pasaje folk de melodías y ritmos árabes.
Kirby es el artífice del carácter orientalizante, ya que se declara un apasionado de la música gnawa, una minoría étnica, principalmente originaria de Marruecos, que, como descendientes de esclavos negros convertidos al islam, mezclan la percusión ritual de África occidental con el canto sacro de las culturas musulmanas para, a través de la música y la danza, alcanzar el éxtasis religioso. Artistas como Nass El Ghiwane y Jil Jilala fueron grandes exponentes de este género en las décadas de los 60-70, que era fácilmente permeable a la explosión psicodélica de aquellos años. De un modo similar, la música de Wolvennest trata de provocarnos ese mismo trance, a través de largas introducciones, ritmos hipnóticos y repetitivos y canciones desarrolladas a fuego lento.
Los ritmos, melodías y arreglos orientales, que salpican en mayor o menor medida todas las canciones, combinan perfectamente con el aura de magia negra, de psicodelia retro, que irradia la música de los belgas. La responsable en gran parte es la propia Shazzula, quien no solo aporta el exotismo y la gravedad de su voz, sino que se encarga del theremín, instrumento muy típico de la música psicodélica. En «Swear to Fire», podemos oírlo en los minutos introductorios de la canción. Todo un revival de los setenta que se completa con un riff pesado y denso de guitarra, muy al estilo de Black Sabbath, con una línea de bajo juguetona y unos teclados que remiten también a los de la misma época. La canción termina con una sección en la que cobra protagonismo un punteo de guitarra etéreo, a modo de cénit, y se acaba deshaciendo en una suave melodía oriental.
En «Alecto», sin embargo, se recuperan los sonidos más cercanos al black metal que caracterizaba el álbum de Wolvennest, Void (2018). Este tema instrumental presenta un riff difuminado y evanescente, propio de las corrientes más depresivas, al que sirve de colchón un bajo errante y meditativo —me ha recordado bastante a los primeros Shining—, lo que nos dibuja una ambientación aún más tétrica. «Incarnation» continua la tendencia blacker, esta vez con un tremolo picking en las estrofas que, junto con la voz abatida de Shazzula, dibujan un paisaje apocalíptico. En el estribillo las guitarras se vuelven más limpias y melódicas, y nos obsequian con un punteo épico, mientras se oyen, lejanos, los coros de Déhà. El tema se cierra con un riff ceremonioso, con una melodía muy de película ambientada en el desierto.
Una vez superado el ecuador del álbum, notaremos que hay cierto cambio de tono; vuelven las sonoridades doom, pero esta vez con una estética más gótica. En «All That Black», la voz de Shazzula, si hasta ahora había alternado entre el discurso hablado y un canto a medio tono, aquí se proyecta como si fuera una versión femenina del Tom G. Warrior de Triptykon, y nos termina de convencer cuando clama en el estribillo «I love darkness, darkness is beautiful», en un tema de unos ritmos más decisivos y de una atmósfera embrujada.
Podríamos decir que «Succubus» es directamente un tema de rock gótico: las guitarras trazan una melodía fría, triste y lánguida, apoyada en unos ritmos más dispersos, menos metálicos. También destacan unos arreglos que podrían haber salido de cualquier grupo de post-punk de los ochenta. Pero lo que la hacen transitar completamente por el territorio de este género es el artista invitado King Dude, cuya voz de barítono, al servicio de su proyecto personal de neofolk, encaja a la perfección con las tendencias góticas de Wolvennest.
Continuamos con las voces masculinas y graves en «Disappear», probablemente la canción más enérgica del disco. El aura trascendental y la psicodelia oscura, unos efectos ambientales amenazadores, como de gritos de banshee, y el acelerón de la sección rítmica en la mitad caracterizan este portento de doom gótico, que me recuerda en ciertos aspectos a Tiamat y a los holandeses Celestial Season.
Llegamos a la pista final del álbum con «Souffle de Mort», que nos conecta con el tema de apertura: vuelven la percusión ritual, los arreglos orientales y, por supuesto, la voz de Shazzula, que pronuncia un discurso enfervorecido en francés, como la líder fanática de una secta — y parece haberse informado de primera mano sobre cómo hacerlo, porque, por si fuera poco, fue a visitar a Bobby Beausoleil a la prisión, miembro de la infame familia Manson —. Es más, para la grabación de este tema, los miembros del grupo hicieron una verdadera ceremonia ocultista.
Si hay algo que no se puede discutir de Wolvennest, es que han creado un estilo muy personal, fresco, muy difícil de clasificar. En Temple, además, han logrado un disco muy redondo, con un resultado más limpio y accesible que su predecesor, gran variedad de estilos y canciones cuidadosamente trabajadas. En todas ellas hay buenas ideas, todas tienen algo que las distingue de las demás, funcionando muy bien a la vez como conjunto. Quizás uno de los principales escollos que encontrarán algunos oyentes es la duración de las canciones: ocho temas que suman 77 minutos de música; definitivamente, no atraerá a quienes buscan velocidad y contundencia ni quieren andarse por las ramas. Sin embargo, lo cierto es que para mí eso no ha sido ningún problema; el disco me ha enganchado desde los primeros momentos por su estética exótica, psicodélica y oscura, por su capacidad de evocar imágenes y por su acabado de banda sonora, y no me ha resultado aburrido en ningún momento. Si le das una oportunidad, tal vez las puertas del templo también se abran para ti; rituales extraños a dioses desconocidos te esperan al otro lado, a la tenue luz de las antorchas y con un intenso olor a adormidera flotando en el aire.